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sábado, 20 de julio de 2013

Un chef quiebra huevos.

Hoy quiero compartir con ustedes un capítulo de mi segundo libro llamado "Chicken Parmegiana", el cual en este momento estoy terminando de escribir. En este manuscrito he decidido contar las mil y una torpezas cometidas por este servidor en el mundo, y aunque en ciertos momentos resultaron humillantes, hoy he aprendido a reírme de ellas.
Quizás este capítulo este un toque extenso, pero les prometo que lo disfrutaran.
Un abrazo a todos y espero sus comentarios.
UN CHEF QUIEBRA HUEVOS
Con tan sólo unas semanas en Estados Unidos, mi tarea era clara: -Debía conseguir un trabajo-. 
Lastimosamente mi inglés precario, y mi falta de experiencia en muchos oficios (casi todos), eran artífices directos para que muchas puertas se me cerraran en la cara (por no decir vulgarmente en la jeta).
A la octava tarde de mi angustiosa exploración en el mercado laboral (porque ya no me quedaba mucho dinero), encontré un pequeño restaurante que tenía un aviso pegado en la ventana, y en el que pude leer una frase que me hizo feliz: “Se busca chef”.
Inmediatamente pensé en qué tan difícil podría ser aprender a cocinar, y con prontitud vinieron a mi memoria los mil y un desayunos que por años les hice a mis tres hermanas en las mañanas de fines de semana. Recordé bien que jamás dejaron nada en el plato y que siempre decían entre risas que cocinaba riquísimo. También me acordé en ese momento que el perro de la casa engordó en esa época inexplicablemente como 20 libras, misterio éste que nunca resolví.
-¿Será que el perro era el que se saciaba con mis manjares?-, analicé en ese momento, pero sin darle muchas vueltas al asunto, decidí entrar en aquel lugar con el convencimiento de ser el mejor cocinero del mundo.
El sitio tenía solamente cuatro mesas en su interior, un largo mostrador de vidrio y un hombre mal encarado atendiéndolo.
-Hello-, le dije en un inglés quebrado, tan quebrado que él intuyó que no lo hablaba, y me respondió en español.
-Sí, a la orden-
Respiré con alivio, ya que por lo menos no tendría que pretender que además de no saber cocinar, no hablaba ni pizca del idioma del tío Sam.
-Señor, vengo por lo del anuncio. ¿Aún necesita el chef?
El hombre, que medía alrededor de 1 metro con 50 centímetros, y que se asimilaba en demasía a la caricatura de Pablo Mármol, el mejor amigo de Pedro Picapiedra, me dijo:
-¿Acaso usted es chef?
-Pues la verdad chef, chef, no soy, pero sí sé cocinar, y muy bien-, le respondí dudoso, sobre todo después de intuir que mis hermanas no se comían mis desayunos. Sin que el hombre me dijera nada, la imagen de mi perro muerto llegó a mi cabeza, y con ella el momento en el que el veterinario nos dijo que había fallecido debido a envenenamiento, por lo que siempre sospechamos de un vecino, al que nunca volví a saludar.
¿Será que lo maté?-, pensé con tristeza.
-Pues yo estoy buscando a alguien que se encargue de la cocina. Nuestra especialidad son las sopas y los sánduches en el almuerzo, así que no es cuestión del otro mundo-, argumentó Pablo Mármol.
-¿Y pa’ eso estaba buscando un chef?-, sonreí.
–No señor, yo soy la persona ideal para este puesto-, manifesté cruzando hasta los dedos de los pies, porque la verdad en ese momento necesitaba emplearme en cualquier cosa.
-¿Y tienes algún certificado que te respalde?-
-Certificado certificado no tengo, pero en mi país mi tía tenía un restaurante y yo siempre cociné a su lado (mentiras, porque mis tías ni han tenido negocios, ni mucho menos saben hervir un agua). Deme la oportunidad y no lo defraudaré-, insistí sin dejar de pensar en mi pobre perro. Ahora el remordimiento comenzaba a atacarme.
-¿Eres colombiano cierto?-, me preguntó.
-Sí señor, pereirano-
-Yo también soy colombiano-, me dijo gritando y dejando que el orgullo patrio le saliera por las cuerdas vocales. –Mi esposa es pereirana-, añadió, y en ese preciso momento sentí una enorme alegría al pensar erróneamente que por ser un compatriota y tener lazos estrechos con mi ciudad de origen, existiría entre los dos una complicidad propia de la gente de mi región (Pero estaba totalmente equivocado).
Está bien-, dijo mi nuevo jefe, y sin pedirme ningún documento más, continuó:
-Comienzas mañana a las 6 am. Eso sí, necesito que estés en entrenamiento por tres días, y esos días no te los pago.
-¿No me va a pagar nada?-
-No, pero una vez sepas hacerlo todo, hablamos de salario. ¿Te parece?-
En ese momento yo estaba bien urgido de dinero y de trabajo, y creo que esto lo notó don Pablo Mármol para aprovecharse de mi necesidad. Como no tenía otra alternativa laboral, decidí aceptar su ofrecimiento, al fin y al cabo a partir de la próxima semana ya podría comenzar a generar un ingreso propio.
Sin bajar el ánimo (al menos no exteriormente), le estreché la mano, y así acepté involucrarme laboralmente en uno de los trabajos en que menos tiempo he durado.
Al llegar a casa, comencé a investigar cómo hacer sopas, y así pasé la tarde entera anotando detalladamente el procedimiento para crear diferentes sabores. De pollo, de vegetales, y de arroz, fueron las que aprendí teóricamente a hacer ese día.
La verdad no me concentré demasiado en los sánduches, porque ¿quién no va a saber hacer un emparedado?, o por lo menos eso pensaba en ese momento.
El hecho es que por una parte estaba muy contento de por fin haber encontrado un trabajo, aunque ignoraba cuánto me pagarían, pero debido a mi inexperiencia en el ámbito laboral estadounidense no tuve la valentía para enfrentarlo y hablar las cosas claras desde el primer momento, lo que me producía mucha inseguridad, además una persona que abusa a su antojo de un empleado no es de fiar, y eso lo supuse desde un principio.
Llegó así mi primer día de trabajo, y desde muy temprano (4:30), ya estaba en pie y repasando con detenimiento las pócimas mágicas para hacer una rica y exquisita sopa. La verdad es que esa noche dormí muy poco, ya que tiendo a sufrir los nervios propios que atacan antes de cualquier evento importante, y para mí el primer día de trabajo como chef, era uno de ellos.  
Muy puntualmente llegué al restaurante que sería mi techo laboral por las próximas 4 horas, y el jefe ya estaba adentro esperándome.
-Buenos días-, dije amablemente.
-¿Cómo que lo iba cogiendo la tarde ah Héctor?-, insinuó él, mirando su reloj.
-¿Pero si apenas son las 6?-
-Acostúmbrese a llegar siempre un poquito más temprano. Eso demuestra mucho la clase de trabajador que es usted-
-Ah que vaina, no he comenzado y ya se está quejando-, me dije a mí mismo.
-Sí señor, mañana vengo mucho más temprano-, respondí, intentando no dejar que ningún comentario arruinara mi primer día (y el último).
Sin otro preámbulo, el nuevo jefe me indicó que en la cocina (mi lugar de trabajo) estaba mi delantal blanco y mi gorro.
-¿Gorro?-, pregunté mientras abría mis ojos, imaginándome con un disfraz puesto.
-Sí, sí, ese gorro es necesario porque así no se te van pelos a la comida. Póntelo ya-, ordenó con la misma seriedad que tenía el día anterior. 
La verdad es que aquel hombre no era para nada amigable, y su cara de enfado lo acompañaba día y noche, produciéndome inmenso temor y haciéndome presentir que algo iba a salir muy mal, tal como sucedió.
Luciendo como un panadero más que como un chef, recibí mi primera asignación: Prepararle el desayuno al jefe.
-Dos huevos revueltos con cebolla y jamón, ah, y tráeme café, pero hazlo rápido que tengo una cita de trabajo con un señor que está interesado en comprarme el negocio-, dijo el jefe apresurado.
-¿Cómo que va a vender el negocio?-, me pregunté aterrado a mí mismo. O sea, ¿acabo de llegar a trabajar y ya él quiere vender el negocio y dejarme de nuevo desempleado? Con mil preguntas en mi cabeza me fui a cocinar, sin saber siquiera dónde estaban las cosas en esa cocina. Me eché la bendición y comencé a preparar el desayuno (mi especialidad), y en menos de 45 minutos ya tenía los huevos del jefe en un plato. (Los revueltos).
-Aquí tiene. Tal como los pidió-, le dije orgulloso de mi creación.
-Pero eran pa’l desayuno, no para el almuerzo-, respondió malhumorado (como siempre), aduciendo que debía ser mucho más rápido, y que tenía que ponerme inmediatamente a barrer el local y después pasar el trapeador, o mapo, o fregona, como le llaman algunos, ya que cuando llegara su cita, todo tendría que estar completamente impecable. Lastimosamente cuando apenas comenzaba a trapear o (mapear), el supuesto comprador llegó. Era un gringo de aproximadamente unos 50 años de edad, vestido con traje, botas tejanas, y un sombrero de ala ancha que tapaba la mitad de su rostro, dejando solamente a la vista un espeso bigote alargado que se enroscaba en sus puntas.
Miré hacia la puerta esperando que aquel hombre trajera consigo un caballo o una vaca, pero no, para mi suerte había llegado solo. Yo le sonreí cuando entró al restaurante, pero él al verme con el trapero en la mano, y el sombrero de chef panadero de cuarta categoría, me ignoró y fue directamente a saludar al de la plata.
La verdad es que mi memoria (no yo) ha querido reservarse el nombre real de Pablo Mármol, y por más que he intentado acordarme, no lo he logrado, aunque espero que si él alguna vez por error él lee estas líneas, me escriba y me saque de dudas acerca de su verdadera identidad.
Regresando al cuento, los dos hombres se sentaron en una mesa, y comenzaron a hablar de negocios, mientras yo terminaba de trapear el suelo, y mi jefe de comerse mis huevos.
-Héctor, tráele un café a mi amigo-, volvió a ordenar el jefe déspotamente en español, pero aquel hombre inmediatamente indicó que no quería tomar café.
-Just a little water-, replicó el vaquero.
Corrí a la cocina, convencido a medias de que sólo quería agua, y efectivamente tras pensar una y otra vez en sus palabras, regresé con un vaso con agua, y después proseguí con mi oficio de limpieza.
En ese momento me sentía completamente agobiado con la mera idea de que aquel gringo se convirtiera en el nuevo propietario del restaurante, ya que pensaba que una vez adueñado del negocio, prescindiría de mis servicios, porque primero yo no hablaba el inglés necesario para comunicarme con él, segundo no sabía cocinar, y tercero, creo que no le caí bien, ya que sus miradas así me lo hacían suponer.
Mientras analizaba mi futuro en aquel lugar, seguí trapeando el piso, pero sin estar totalmente concentrado en mi labor de limpieza. Precisamente para realizar aquel oficio, utilizaba una caneca amarilla con ruedas, que estaba llena de agua, y que en su parte posterior tenía un compartimiento vacío en el que sumergía el fregador. Esta caneca tenía a su vez una palanca para escurrir el trapeador dentro de la caneca, mezclándose el agua sucia con la limpia. 
(Ver imagen)

Lógicamente tras escurrir el trapeador dos o más veces, el agua estaba completamente negra, como si aquel sitio no se hubiera limpiado por años.  Afortunadamente para la salud pública, y gracias a mi espectacular trabajo, ya casi todo el piso estaba limpio y brillando. Solamente me faltaba la zona donde los dos hombres conversaban sobre mi destino económico.
Queriendo saber lo que realmente sucedía, me acerqué a la mesa donde ambos sujetos llevaban a cabo la negociación, y preocupado más por entender sus palabras que por la suerte del embaldosado, metí mal el trapeador al área de escurrido, y al bajar la palanca hubo un movimiento brusco de la caneca, lo que propinó que en un dos por tres ésta diera una vuelta hacia un lado, y el agua sucia y negra cayera en su totalidad sobre el pantalón del gringo y sus botas.
-What the fuck (insulto)-, gritó con furia el mojado hombre, mientras se ponía de pie y sacudía ferozmente sus feas botas.
-Sorry, sorry, sorry, sorry-, era lo único que yo podía decir, mientras sentía el frío de la muerte laboral sobre mi piel, y mi rostro se tornaba pálido.
-Maldita sea Héctor, por qué no te fijas mejor-, gritó Pablo.
-Sorry, sorry, sorry, sorry-, repetía yo mientras observaba nervioso que el agua sucia logró mojar al gringo hasta las pantorrillas.
Yo no sé de ahí en adelante la conversación que ambos hombres tuvieron en ese momento, pero el vaquero muy disgustado tomó el sombrero, se lo puso e intentó salir del lugar refunfuñando, y al momento de dar su tercer paso, sus botas se deslizaron sobre la baldosa mojada. 
Patinando el hombre logró llegar hasta la puerta, con tan buena suerte para todos que no se fue al suelo.
Yo que me encontraba inmóvil por el desafortunado suceso, miré a mí aún jefe, y este con humo saliendo de sus pequeñas orejas me dijo:
-Me dañaste el negocio. Limpia rápido y te espero en la cocina-
-Sí señor, sorry, sorry-
Tras varios minutos eternos de limpieza, llegue a la cocina, donde don Pablo Mármol estaba despellejando unos muslos de pollo.
-Héctor, comenzamos con el pie izquierdo-, mencionó enojado.
Pensé en ese momento decirle que para mí el pie izquierdo significaba lo contrario (porque soy zurdo), pero decidí quedarme callado para evitar más problemas.
-Voy a ir al banco a arreglar un asuntico. Ahí queda sobre el fogón una olla con agua. Necesito que eches esos dos panales de huevos, y que termines de limpiar estos pollos, no me tardo-, y salió por la puerta trasera susurrando entre dientes algo que no pude ni quise entender, pero que me imaginaba muy bien.
Asustado aún por el daño hecho, me propuse a esforzarme al máximo para no cometer otro error que me costara el trabajo, por lo que hice un esfuerzo para recordar las indicaciones del jefe y seguirlas al pie de la letra.
-“queda una olla con agua sobre el fogón, echa dos panales de huevos ahí, y termina de limpiar los pollos’-, había ordenado el hombre.
Exactamente como dijo, había una olla sobre el fogón prendido. Yo me asomé y noté que efectivamente había un poquito de agua dentro del recipiente. Fui por los dos panales (60 huevos), y comencé a quebrar huevo por huevo con mucho cuidado, mientras iba tirando las cáscaras dentro de una bolsita de basura.
Una vez los 60 óvulos de la gallina estaban ya dentro de la olla, pensé:
-¿Y ahora qué hago?-
Busqué con la mirada algo que me pudiera servir para mi próximo paso, y como por arte de magia logré ver en el fondo un batidor de huevos. Todo conspiraba para que mi trabajo se hiciera a la perfección, por lo que sin perder tiempo lo tomé por el mango y comencé a batir los huevos dentro de la olla con agua.
No sé por cuánto tiempo estuve yo revolviendo esos 60 huevos, pero creo que fueron más de 10 minutos, porque recuerdo que me estaba doliendo el brazo. 
También observé los muslos de pollo que había en un plato, y que debería limpiar. Para mi parecer, aquellos muslos estaban ya bastante limpios, pero por si las dudas, los lavé de nuevo y los dejé sobre un plato para que se escurrieran.
En un momento determinado el jefe entró a la cocina y me encontró muy contento batiendo mi nueva creación culinaria. El hombre abrió sus ojos como si hubiera visto al mismísimo diablo, y yo le devolví la mirada con orgullo, ya que sabía que estaba haciendo mi trabajo como se debía hacer.
-¿Qué estás haciendo animal?-, gritó nuevamente.
-Batiendo los huevos como usted me dijo, ¿por qué se enoja?- contesté irritado por su irrespeto.
Brincando con velocidad se asomó a la olla, y vio que allí yacían dos panales de huevos quebrados, por lo que volvió a gritar mientras se llevaba una mano al rostro.
-Era para que cocinaras los huevos, no para que los quebraras-, y sin decir nada más tomó la olla por la orejas y botó mi creación al lavaplatos, donde yacían los muslos de pollo.
Su cara se tornaba roja, y de nuevo el humo salía por sus orejas. 
-Pero usted no me dijo que eran cocinados-, tuve las agallas de argumentar.
-Largo-, indicó mi ex jefe mientras me señalaba con su diminuto índice la puerta de atrás.
Con tristeza me quité el gorro de panadero que ya comenzaba a ser parte de mí, y el delantal que en menos de cuatro horas estaba completamente sucio.
-¿Regreso mañana?-
-Largo-, gritó colérico, y tocándose el pecho. 
-Muchas gracias por la oportunidad-, manifesté con voz de desconsuelo, y caminando lentamente salí literalmente por la puerta de atrás.
Ahora nuevamente estaba a la deriva haciendo parte de las filas del desempleo. Mi trabajo como chef había concluido.

1 comentario:

  1. ME HICISTE LLORAR DE LA RISA, NO PUEDO ESPERAR A QUE SALGA TU LIBRO PARA LEERLO... JAJAJA.

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