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martes, 17 de febrero de 2015

Un sonámbulo en mi edificio


-Excuse me. Are you ok?-, la voz provenía de una mujer joven que con delicadeza tocaba mi hombro izquierdo.

La miré sin saber de quién se trataba. Lo último que recordaba es que me acosté escuchando el audio libro del Caballo de Troya 1, el que leí muchos años atrás, y ahora quería recordar.

-It’s everything ok?-, me volvió a decir con suavidad extrema en su voz.

Las luces blancas emanadas del techo del lugar, cegaron mis ojos. No sabía quién era aquella mujer, tampoco dónde nos encontrábamos, mucho menos la hora, o el por qué estaba con ella encerrado en aquel sitio.

-¿Estaré soñando?-, me pregunté confundido.

Intenté focalizar mi mirada, y esta vez ya consciente, pude observar que viajábamos juntos en un elevador. Sin responderle a su pregunta, miré mis pies, y allí me enteré de mi gran problema.

Había acabado de despertar en el ascensor de mi edificio. Estaba vistiendo mi pantalón de pijama, una camiseta negra sin mangas, y me encontraba en medias. Mi pelo, o lo poco que queda de él, estaba erizado, tal como se erizó mi piel al enterarme de lo acontecido.

La mujer, percibiendo mi tragedia nocturna, me volvió a preguntar, esta vez con una expresión de gracia en sus labios:

-Were you asleep? - (¿Estabas dormido?)

Asustado por aquella pregunta lógica, y por despertar en el sitio menos indicado, moví mi cabeza de manera afirmativa, sintiéndome aún confundido, somnoliento, y avergonzado.

La verdad es que no esperas despertarte en un lugar diferente a una cama; y hacerlo en un sitio distinto, sin conocimiento previo, causa en mí una aversión a la que no me acostumbro a pesar de los años.

Quiero aclarar que es mi primera vez en un elevador y con una desconocida, y que la experiencia no fue agradable.

-Do you want me to take you to your apartment? - (¿Quieres que te lleve a tu apartamento?)

La miré de nuevo con ojos rojizos. Por lo general cuando despierto en medio de mis caminatas nocturnas, tengo los ojos irritados y semblante de espanto. Quizás lleve la boca abierta, y mis movimientos sean lentos y torpes (aunque por lo general son torpes, pero jamás parsimoniosos).

-No gracias. Sé donde vivo-, contesté aletargado y enrojecido. Pensando con ligereza, investigué con mi acompañante la manera en que ella me había encontrado.

Afortunadamente no me bajé del elevador mientras dormía. La nueva vecina del piso más alto del edificio, me contó que cuando ella se montó a la caja mecánica, me encontró allí parado con la mirada perdida.

-¿Te sucede esto frecuentemente?-, indagó curiosa.

-¡No!-, le dije rotundamente. La verdad ya tenía vergüenza suficiente como para explicarle que he despertado en el sofá, en la tina, sentado en la cocina, o que muchas noches doy caminatas espaciales en mi apartamento mientras manifiesto entre dientes que busco el tesoro escondido. Así que intentando salvaguardar la salud mental de mis vecinos, y evitando crear una alarma general entre quienes residen a mi lado, me limité a mentir:

-Es la primera vez que me pasa- (En un elevador, pensé).

Por fin el ascensor se detuvo en mi piso. Una vez más la miré a los ojos, le pedí disculpas, le deseé buenas noches y salí de aquella caja metálica con rumbo a mi apartamento; sintiéndome supremamente preocupado, y corroborando el por qué no puedo dormir desnudo mientras busco mis tesoros.

 

 

 

sábado, 14 de febrero de 2015

Los hijos que no quiero

-¿Cuándo encargarás hijos?-, me pregunta un amigo, mientras nos tomamos un trago en un bar conocido en Miami. (Mencionaría el nombre del lugar, pero aún no me patrocinan el blog).

-No estoy seguro. La verdad, cuando lo pienso a profundidad me asusta mucho el hecho de que alguien dependa de mí-, le contesto confundido.

-Es la mejor sensación del mundo. Yo tengo 3, y a pesar de que son difíciles, al final del día son un regalo del cielo-, argumenta aquel hombre, sin remedio alguno.

-Bebo mi whiskey en silencio, mientras observo que una llamada entra al celular de mi amigo. Es su esposa preguntándole en dónde está, y gritándole algo, que incluso con el sonido abrupto del lugar, logro escuchar.

El sujeto se despide de su mujer, termina su trago con ligereza, y se pone de pie.

-Me tengo que ir Héctor. Laura, la más pequeña, tiene fiebre y no para de llorar-

Nos despedimos con un apretón de manos, y lo observo salir de aquel lugar con cara de susto. Quizás porque le preocupa su hija, o tal vez porque sabe que le espera un regaño de su pareja al llegar a casa después de las 12 de la noche en viernes.

Conociendo a su esposa, pienso que la pequeña Laura seguramente está durmiendo en paz, y que el cuento de la fiebre es solamente una ficción que ha dado el efecto esperado.

-¿Hijos?, qué va-, pienso de nuevo, y ordeno un nuevo whiskey en las rocas a la bella ‘bartender’ que me atiende.

No estoy diseñado actualmente para compromisos serios, y un hijo (a), es una responsabilidad inmensa que no quiero tener ahora. Depender de alguien, o que alguien dependa de mí, me llena de pánico.

Tal vez es irresponsabilidad ilimitada, -lo acepto-. Quizás es mi deseo de libertad que pienso se verá mermado con la idea de tener niños. Siempre he pensado que el mundo en el que vivimos está vuelto mierda, y no es justo crear seres humanos cuando hay ya aquí tantos sufriendo abandonados.

Respeto las ideas ajenas, y adoro a los hijos de mis amigos, y a mi sobrinito bello. Comparto la felicidad de los que esperan con ansias sus bebés; pero realmente no quiero ser padre.

Tampoco quiero ser esposo, novio, hijo, hermano, amigo, sobrino, o empleado de alguien. Pienso que algo raro sucede conmigo, porque no estoy de acuerdo con ideas preestablecidas, con títulos impuestos socialmente, o con la coerción de los espacios propios.

Estamos diseñados para amar a un grupo exclusivo en el mundo en que vivimos. Amamos a nuestra pareja, familiares y algunos amigos. Pero no al extraño que pasa frente a nuestras narices con cara de ‘no me importa’, y a quien jamás volveremos a ver.

No nos importa su suerte, ni nos preocupamos por sus problemas, pues suficiente tenemos con los propios y los inconvenientes de los que amamos.

Pero incluso aquellos que cotidianamente encontramos en nuestra rutina (el portero, el vecino, el panadero, la empleada del supermercado, el cajero del banco, el jefe, la chismosa del vecindario, etc.), nos importan poco, y no tenemos afecto sincero hacía ellos.

¿La razón? Pues, porque no son nuestra familia, o amigos de toda la vida.

-Es que la sangre hala-, diría mi abuelita, pero, ¿acaso no debemos todos cuidarnos como especie, sin importar si somos o no, de diferente estirpe sanguínea?

Mientras filosofo como inerte en medio de las estepas, me doy cuenta que el mismo bar es un desierto. Hay tanta gente alrededor, pero todos están enfocados en sus propios asuntos. Y como este bar son las calles, la ciudad, el país, el mundo. Lo peor de todo, es que ahora pienso, que el mundo que es inhumano, el país que no entiendo, la ciudad que me abruma, las calles que sufren entre la apatía, y el bar que me alberga sin entenderme, son solo los míos, mi realidad, y la que puede ser diferente a la de otros.

De un momento a otro recibo un mensaje de mi mamá, en el que me bendice y me desea una buena noche, añadiendo que mi padre me manda un beso. El alma se me ilumina con el cariño de mis viejos que adoro, y sin saber cómo lo hacen, el amor que me entregan, logra irradiar en ese momento a todos los presentes en aquel establecimiento lleno de humo de cigarrillo y etanol.

Miro el reloj, son las 3 de la mañana y mi compañía son mis padres a la distancia. Sintiéndome afortunado y un poco borracho, decido pagar la cuenta y emprender mí huida hacia mi nicho, donde trataré de descansar en paz por unas horas.

Al despertar hoy, le escribo a mi amigo para preguntarle por Laura, la niña de la fiebre.

-Está muy bien hermano-, me contesta.

-¿Quieres que salgamos por un trago más tarde?-, le pregunto.

-Quisiera, pero creo que ahora el que me estoy enfermando soy yo-, indica mi amigo, mientras escucho de nuevo la voz chillona de su esposa cuando le grita: ‘Cuelga ya que te estamos esperando’.

-Espero te mejores pronto-, le deseo sabiendo que la enfermedad que padece es la prohibición y el temor a su superior.


-Gracias, y Héctor, una cosa más-, argumenta. –No te apresures a encargar hijos, aun tienes tiempo-.


martes, 10 de febrero de 2015

La muerte de todos los días


Mi vida se torna silenciosa a eso de las 3 de la tarde. A pesar del bullicio cotidiano, del timbre agudo y molesto de mi celular de trabajo, del pito de los carros, de los rayos de sol que sin piedad golpean mis irritados ojos, y de los constantes pensamientos aturdidores que rondan en mi cabeza, a eso de las 3 de la tarde, todos tienden a desaparecer, y no intento buscar explicaciones, pues es el mejor momento de mi día. Imagínense que por unos minutos todo el ruido visual y auditivo que carcome su espacio, desapareciera. ¿No le parece fabuloso?

Eso me sucede a mí, sin importar el sitio donde me encuentre, las personas que me rodean, o la situación que esté experimentando. A eso de las 3 de la tarde, mi cerebro hace un alto en el camino y me brinda una tregua de espacio y tiempo que disfruto al máximo, como si se tratara de un orgasmo múltiple.
Ignoro cuánto tiempo dure aquella gracia divina. Puede que 5 minutos, o solamente 1, o quizás un par de segundos. No me importa saberlo, porque no lo mido, solo lo disfruto. Para mí, el silencio de cada tarde dura lo suficiente.

Recuerdo aun la primera vez que lo experimenté. Fue muchos años atrás, y estaba en medio de una audiencia preliminar, defendiendo a un hombre acusado de robo a mano armada.
El juez escuchaba las declaraciones del ladronzuelo, mientras la escribiente del juzgado hacia un ruido enorme con su vieja máquina de escribir, recopilando cada palabra en el expediente del proceso. Dos carceleros esperaban en la puerta que la diligencia se terminara para trasladar al acusado de nuevo a la cárcel. El segundero del cuadriculado reloj de pared hacia una bulla monumental mientras intentaba con su artritis dar un paso hacia la derecha y seguir controlándonos el tiempo. Alguien tosía por allá, otro estornudaba por allí, y los ruidos se acrecentaban con el eco del viejo salón del palacio de justicia.

De un momento a otro hubo un silencio aturdidor en aquel sitio. Sin saber cómo, cuándo o por dónde, me esfumé de aquel lugar. Un sentimiento de tranquilidad absoluta me inundó. Sacudí mi cabeza porque no entendía bien lo que pasaba. No estaba en ninguna parte. No escuchaba ni veía nada. Era como si no existiera.

-¿Habré muerto de un infarto en el juzgado?-, pensé sin alterarme, pero el silencio era tan fuerte que calló incluso mis pensamientos y me apaciguó por completo. Decidí entonces ser uno con el silencio y fundirme en aquel momento de felicidad absoluta que duró horas.
Luego, tal como me fui, regresé a la silla incómoda de aquel juzgado, donde nuevamente el quejido enfermizo del segundero acaparó mi atención, y pude verificar que el infarto jamás ocurrió.

A partir de aquel momento extraño pero hermoso, este suceso se volvió más recurrente. Volvió a pasar días después, mientras me encontraba en la casa de mi novia de aquel momento. Estábamos sentados en la sala esperando con ansias que su hermano se despidiera y nos dejara solos. Sonaba una melodía de fondo que no recuerdo. Su hermano hablaba y hablaba como si tuviéramos toda la vida para escucharlo, pero no era así, pues ambos teníamos clase en la tarde, y queríamos aprovechar un momento a solas para hacer de las nuestras.
Recuerdo que aquel muchacho se puso de pie y caminó hacia la puerta, luego se volteó hacia mí, y me preguntó algo, pero en ese preciso momento me morí otra vez, sin dolor, o sensación de incomodidad. Solamente desvanecí. Y regresé al mismo lugar de paz en el que ya había estado. Pensé que no era normal, pero una vez más, el silencio fue más fuerte que mi raciocinio, y permití que este dirigiera mi destino.

Sin embargo, regresé a la sala, y observé a aquel hombre aun moviendo su boca mientras me hablaba. No escuchaba más que el silencio, que realmente tiene sonido.
Porque es que muchas veces se piensa que el silencio es mudo, pero no es así. Yo he comprobado a través de mis trances inexplicables que el silencio sí tiene un sonido; lo que pasa es que pocas veces tenemos la fortuna de experimentarlo, pues vivimos en un mundo donde el ruido es tan normal que al menor espacio de tranquilidad nos llenamos de temor y opacamos con nuestra mente el milagro que proporciona escuchar el maravilloso sonido que emana del silencio.

Miré entonces hacia un lado, y observé a mi bella novia (Ximena es su nombre por cierto), pero no escuché nada de lo que decían. Vi que ambos abrían sus labios, y también observé el momento en que su hermano se marchó y cerró la puerta a su espalda. Pero no oí nada.
-Por lo menos sé que no estoy muerto, sino sordo-, bromeé conmigo mismo.

Mi novia se abalanzó sobre mí y me besó, pero mi mente aun no regresaba con la ligereza que mis hormonas querían.

Lo que sucedió los segundos después lo ignoro, pues nuevamente me alejé sin querer, y créanme que intenté no hacerlo, pero una fuerza superior a mi voluntad me haló hacia aquel lugar de silencio infinito.
Esa vez mi ausencia mental duró un poco más, aunque confirmo que mi presencia corporal jamás me hizo quedar mal. Me di cuenta que era como estar sin saberlo.

Mi vida se torna silenciosa a eso de las 3 de la tarde. Han pasado muchos años, y ahora todo sucede perfectamente. He logrado aprender a quedarme a medias en el presente, pero la parte que más disfruto de mi mente, emprende su camino hacia aquel sitio de silencio que se ha convertido en mi morada preferida, en mi lugar de tranquilidad, y donde tomo decisiones y analizo mi labor en esta vida.
Pocos saben de aquel lugar, pues es difícil explicar que a eso de las 3 de la tarde, tengo un boleto comprado que me lleva a un viaje insospechado, y donde no necesito equipaje, ni compañía.

Allí no estoy solo, pero lo estoy. En aquel lugar tengo todo, pero no tengo nada, y eso es tenerlo todo. Ese espacio me proporciona lo que me falta. He intentado por años llegar a diferentes horas del día, en más de una ocasión diaria, pero no lo controlo yo (por lo menos no todavía).
¿Loco? ¿Mentalmente inestable? Totalmente de acuerdo. Pero de no ser así, jamás hubiese descubierto aquel mágico espacio donde soy yo, sin nada, sin juicios, ideas, egos, deseos o ansias. El silencio tiene el mejor sonido que hasta ahora yo he escuchado.

Mi vida se torna silenciosa a eso de las 3 de la tarde. La misma hora donde seguramente me alejaré de aquí algún día.