Llego a casa
tras un día largo de trabajo y estrés. Todo lo que quiero es acostarme en mi
cama doble y dejar que mi esquelético cuerpo desgastado logre obtener por unas
horas el descanso merecido. Mientras subo en el elevador hasta el quinto piso
donde se encuentra mi apartamento, planeo mis próximos pasos: Haré café, luego
tomaré una ducha tan caliente que se empañarán todos los espejos del baño,
después abriré el libro de Vargas Llosa que he comenzado a leer, y con sorbos
de café dejaré que mis párpados agotados se desplomen sobre las letras del
nobel peruano que me arrullarán como cantos de cuna.
Ya con mi plan
estratégico perfectamente maquinado, salgo del ascensor y camino el largo
corredor hasta llegar al último apartamento del pasillo. Busco la llave en mi
bolsillo, pero no la encuentro. Me meto la mano en el otro bolsillo del
pantalón y no hallo nada. Pongo mi maletín de trabajo en el piso mientras me
desespero pensando en dónde está la llave de mi casa. Me toco las nalgas
pensando que quizás metí la llave en los bolsillos de atrás, pero no encuentro ni la llave, ni mis nalgas.
Luego con
ligereza abro el maletín y saco con brusquedad los papeles que allí llevo, esperando que las benditas llaves se hayan refundido entre ellos. Todo lo que
encuentro dentro de mi maleta negra de cuero, es un lapicero, un paquete de papitas,
un libro, una botella de agua casi vacía, unos chicles, y tres preservativos.
Me alegro de
haber encontrado finalmente los condones que llevaba buscando por semanas, pero
no encuentro la llave. Me digo mentalmente estúpido por haber sacado la llave
del apartamento del llavero donde van unidas con las del auto, y me prometo
jamás volver a hacerlo (si es que las encuentro).
Recapitulo dónde
pueden encontrarse las llaves a tan altas horas de la noche. Miro el reloj. Son
casi las 12 y yo me encuentro sentado fuera de mi apartamento, con tres
condones en la mano, y analizando qué haré para llegar hasta mi destino final:
mi camita.
Recuerdo
entonces que posé la llave sobre el escritorio de mi oficina, y también viene a
mi mente la idiota razón por la que la saqué del llavero. (Pretendí sin suerte
abrir la tapa de mi celular con ella). Así que ahora con una pista certera
sobre el paradero de la plateada llave con dientes finos, volví a tomar el
elevador hacia el parqueadero, y emprendí mi ruta de vuelta a la oficina.
Bostecé una
decena de veces mientras me restregaba los ojos empañados por las 14 horas de
trabajo acumuladas. Me aflojé el nudo de la corbata y prendí el radio. Mientras
conducía imaginé con horror que al llegar a la oficina la llave no estuviera
por ninguna parte. Pensé inmediatamente en el sofá que reside en la sala
principal del canal de televisión donde laboro, y no descarté la idea de
amanecer en él.
Por fin llegué a
mi destino, aparqué mi auto y caminé con prisa hacia mi oficina, mientras cruzaba
hasta los dedos de los pies para que la pequeña plateada con dientes sucios
estuviera aún durmiendo sobre mi mesa de trabajo.
Prendí la luz,
miré al techo y pedí al cielo que nos dejara volver a reencontrarnos. Y
allí estaba, con sus dientecitos disparejos, temblando de soledad en una
esquina empolvada al lado de mi teléfono. La tomé entre mi mano izquierda y le
di un beso de agradecimiento por haberme esperado. Luego la metí al llavero de
mi auto y emprendí mi camino de vuelta a mi cama.
Media hora más
tarde, salí una vez más del ascensor en el quinto piso, y ahora victorioso
entré a mi apartamento para descubrir que el tarro del café estaba vacío.
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