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miércoles, 22 de octubre de 2014

Sin llave y sin nalgas.

Llego a casa tras un día largo de trabajo y estrés. Todo lo que quiero es acostarme en mi cama doble y dejar que mi esquelético cuerpo desgastado logre obtener por unas horas el descanso merecido. Mientras subo en el elevador hasta el quinto piso donde se encuentra mi apartamento, planeo mis próximos pasos: Haré café, luego tomaré una ducha tan caliente que se empañarán todos los espejos del baño, después abriré el libro de Vargas Llosa que he comenzado a leer, y con sorbos de café dejaré que mis párpados agotados se desplomen sobre las letras del nobel peruano que me arrullarán como cantos de cuna.

Ya con mi plan estratégico perfectamente maquinado, salgo del ascensor y camino el largo corredor hasta llegar al último apartamento del pasillo. Busco la llave en mi bolsillo, pero no la encuentro. Me meto la mano en el otro bolsillo del pantalón y no hallo nada. Pongo mi maletín de trabajo en el piso mientras me desespero pensando en dónde está la llave de mi casa. Me toco las nalgas pensando que quizás metí la llave en los bolsillos de atrás, pero no encuentro ni la llave, ni mis nalgas.

Luego con ligereza abro el maletín y saco con brusquedad los papeles que allí llevo, esperando que las benditas llaves se hayan refundido entre ellos. Todo lo que encuentro dentro de mi maleta negra de cuero, es un lapicero, un paquete de papitas, un libro, una botella de agua casi vacía, unos chicles, y tres preservativos.

Me alegro de haber encontrado finalmente los condones que llevaba buscando por semanas, pero no encuentro la llave. Me digo mentalmente estúpido por haber sacado la llave del apartamento del llavero donde van unidas con las del auto, y me prometo jamás volver a hacerlo (si es que las encuentro).

Recapitulo dónde pueden encontrarse las llaves a tan altas horas de la noche. Miro el reloj. Son casi las 12 y yo me encuentro sentado fuera de mi apartamento, con tres condones en la mano, y analizando qué haré para llegar hasta mi destino final: mi camita.

Recuerdo entonces que posé la llave sobre el escritorio de mi oficina, y también viene a mi mente la idiota razón por la que la saqué del llavero. (Pretendí sin suerte abrir la tapa de mi celular con ella). Así que ahora con una pista certera sobre el paradero de la plateada llave con dientes finos, volví a tomar el elevador hacia el parqueadero, y emprendí mi ruta de vuelta a la oficina.

Bostecé una decena de veces mientras me restregaba los ojos empañados por las 14 horas de trabajo acumuladas. Me aflojé el nudo de la corbata y prendí el radio. Mientras conducía imaginé con horror que al llegar a la oficina la llave no estuviera por ninguna parte. Pensé inmediatamente en el sofá que reside en la sala principal del canal de televisión donde laboro, y no descarté la idea de amanecer en él.

Por fin llegué a mi destino, aparqué mi auto y caminé con prisa hacia mi oficina, mientras cruzaba hasta los dedos de los pies para que la pequeña plateada con dientes sucios estuviera aún durmiendo sobre mi mesa de trabajo.

Prendí la luz, miré al techo y pedí al cielo que nos dejara volver a reencontrarnos. Y allí estaba, con sus dientecitos disparejos, temblando de soledad en una esquina empolvada al lado de mi teléfono. La tomé entre mi mano izquierda y le di un beso de agradecimiento por haberme esperado. Luego la metí al llavero de mi auto y emprendí mi camino de vuelta a mi cama.

Media hora más tarde, salí una vez más del ascensor en el quinto piso, y ahora victorioso entré a mi apartamento para descubrir que el tarro del café estaba vacío.


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