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viernes, 24 de marzo de 2017

Lluevo sangre y Margarita lo sabe...

La depresión se confunde con un fuerte dolor de cabeza que no me deja en paz. He tomado pastillas de muchos miligramos para disminuir los punzones que me quiebran el cráneo, también tomo café, y en mi desespero nocturno hasta me he puesto rebanadas de papas crudas y otros remedios caseros que no funcionan. Repentinamente, mi nariz torcida emana sangre y me mancha el pecho y las piernas, sin contar con el rastro rojizo que queda en las baldosas blancas hasta llegar al baño. Un mar rojo diminuto inunda mi lavamanos. Allí navega por un breve instante mi temor momentáneo de tener un tumor o un daño cerebral de otra naturaleza.

Y es que admito que siempre pienso con exageración. Creo que va ligado a mi esencia. Batallo por más de tres mil seiscientos segundos para calmar la hemorragia, y en medio de la madrugada me meto a la ducha para limpiarme los glóbulos rojos que manchan mi piel. 

Descubro luego que mi sábana también ha sido decorada por la hemoglobina, y sin ganas de cambiarla decido irme al sofá y pernoctar allí hasta que mi cuerpo argumente lo contrario. Despierto con la luz del día que se cuela por las rendijas de mis persianas, y me doy cuenta que el dolor ha desparecido. Por primera vez en más de dos semanas he abierto los ojos sin malestar en mi enorme cabeza. Me siento bien, tranquilo, despejado, pensando con claridad, con total claridad.

Agradezco que es viernes, día en el que Margarita arregla mi apartamento. Saco la sábana de mi colchón y dejo las nuevas sobre la cama; luego limpio el piso para que ella no se incomode con las manchas oscuras, y tras tomarme un jugo, salgo a correr aprovechando que soy una persona ‘nueva’. Bajo las escaleras de mi edificio evitando usar el elevador, pero al llegar al primer piso me encuentro con un aguacero inesperado.

Con sombrillas algunos pasan por la calle dando salticos planeados para no meter los zapatos en los charcos que ya se forman. La lluvia no cesa, y la mañana se llena de truenos y viento.

—Mal día para salir a correr, afirma Fabio el portero, que lleva una capa de Batman y abre la puerta a los vecinos que salen a trabajar.

No le digo nada, y sin pensarlo dos veces salto a la calle y no me dejo detener por el clima. Y es que me siento tan bien, tan seguro de lo que quiero, que es imposible que la lluvia calme mi ímpetu. Corro alrededor de mi edificio sin llevar nada más que lo que tengo puesto. No tengo música en mis oídos, no cargo botella de agua, reloj, o celular en el bolsillo, ni siquiera las llaves de mi casa, las que dejé bajo una matera enorme al lado del ascensor. Voy solo con mis tenis, con mis ojos que observan la prisa que pasa a mi lado, con mis pulmones frescos que respiran pasto y tierra, deleitándome con las gotas frías que me arropan. Me vuelvo mierda, y me encanta.

Corro sin destino mientras mi camiseta se pega a mi cuerpo. Han pasado un par de carros y me han llenado de lodo, pero no me molesto. Una verdadera sensación de libertad me invade, desde los dedos de los pies que nadan dentro de mis zapatillas, hasta mi cabeza sin dolor.

—¡Dios!, grita Margarita al verme regresar empapado.

—No te preocupes, le respondo con una sonrisa, y le digo que evitaré ensuciar lo que ya ha limpiado, pero ella asustada replica:

—¿Se cayó? Está lleno de sangre.

Por ahora, desconozco lo que pasa, pero sea lo que sea se resolverá con tranquilidad y aplomo. Y es que la vida es corta, es breve, es tan solo un destello que pasa por nuestras narices con una rapidez que no alcanzamos a comprender. Preocupaciones, quejas, ambiciones, prisa propia, negativismo, y otros sentimientos por el estilo, nos carcomen las entrañas día a día, y se convierten en prioridades en el camino que cada uno de nosotros tiene en frente. Y entre el corre corre de la rutina y la insatisfacción marcada que nos abriga, se desvanece la vida propia. Por eso la sangre inesperada y el terremoto en mi cabeza, no serán suficientes para estropear las ganas de seguir desafiando las sorpresas que se crucen por mi vía.


He llegado a un momento en el que la individualidad es mi mejor aliada, en el que la soledad es valorada, en el que no estar asociado con grupos o creencias me llena de beneplácito y me sacia la mente. Un momento en el que no tengo temor a decir lo que pienso, a hablar sin tapujos, a pedir lo que quiero, a buscar mi sentido de vida, a decir no con honestidad, a que me importe un reverendo comino el qué dirán, el qué pensarán. Conozco mis múltiples defectos y trabajo para erradicar algunos, encaro con sinceridad a mis demonios, a  mis pasiones bajas, y estoy satisfecho con ellos, pues de lo contrario no tendría sentido correr bajo la lluvia sin que nada me persiga. Ahí está la diferencia.