—Necesito comprar una tolenada de
dedicación. —Fueron mis primeras palabras al despertar sobre mi funda mojada
por las babas y el sudor, y no por nada más romántico o lujurioso. Tuve
pesadillas toda la noche sobre la novela que estoy escribiendo hace unos meses
y la que no logro desembocar hacia el final del túnel tétrico llamado primero
de diciembre, fecha en la que ‘debo’ entregarla si quiero participar en el
concurso al que me han invitado. Pero algo me detiene cada vez que me siento frente
a ella. He pensado que tal vez no nací para escribir, especialmente cuando veo
a conocidos que emanan libros de sus vísceras cada seis meses y que están
sentados día y noche forzando la musa para que les ilumine las ideas. `
A mí, la jodida musa se me esconde con
frecuencia. Quizá es que no tengo una, y me he hecho un pajazo mental por años,
pensando que ella me abraza en noches de luna llena y me dicta sublimemente
palabras que llegarán a algún lado…¡Mentira! Aquí en mi escritorio no hay musa,
y la mayoría de las veces, mis palabras solo alcanzan para que yo mismo sienta
un poco de paz. La verdad es que ese instante de tranquilidad que siento después
de escribir, es suficiente, aunque muchas otras veces
quedo peor que antes. Pero el punto es que debo finalizar el libro, y no sé
cómo lograrlo.
Opto entonces por intentar rentar o
comprar una musa que me inspire al momento de plasmar mis palabras, pero no la
encuentro en anuncios clasificados de ningún periódico o revista, tampoco en
sitios online, ni en los avisos de los supermercados pegados en las paredes
exteriores. La musa no existe en esta ciudad, en esta casa, en este escritorio;
es una realidad innegable, y a la vez una verdad descubierta bajo la presión de
una fecha para entregar el trabajo: la musa tengo que inventarla ahora mismo.
Podría empezar por ponerle rizos con
olor a café, para que me mantenga despierto; también la adornaría con notas
musicales, especialmente las que me hagan sentir insectos en la panza, y la
vestiría con recuerdos de mis calles pequeñitas y lejanas, y con zapatos que
brillen como lo hacen los ojos de Matilde cuando me miran.
Ya el resto de detalles se los dejo
a ella, para que se invente como quiera, como le de la gana, con tal de que
haga su trabajo bien, el de saciar mis 150 páginas en blanco en 27 días.
Advertencia: Si no lo logra, prometo
deshacerme de ella para siempre.