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miércoles, 31 de diciembre de 2014

El final es un miércoles cualquiera…

Sentado en mi balcón (literalmente), veo las nubes pasar lentamente, mientras el segundero de mi reloj de pared marcha a prisa, finalizando un año más.

Fumo un cigarrillo y saboreo un whiskey sello azul (regalo de una persona muy especial), mientras pienso ¿qué realmente significa terminar un año e inmediatamente comenzar otro? Así de golpe, sin tiempo intermedio para planear nada.

Quizás entre el final de uno y el comienzo del otro, debería haber unos días sin calendario, para por lo menos tomar un respiro, pensar en lo que queremos hacer, sin tener que cargar con la despedida del que terminamos.

Pero la realidad no es esa, ni la vida da tiempo para tomar respiros. Es como si viviéramos en una competencia constante, donde no puedes detenerte a descansar porque otros seguirán corriendo y te dejarán en el último lugar.

La verdad, en este momento de mi vida no siento que esté compitiendo con nadie, ni siquiera con la existencia misma, la que he decidido vivir a mi propio ritmo. Me importa poco estar de primero o de último, porque lo importante ahora para mí es estar.

Mi whiskey sabe exactamente como tiene que saber, y mi cigarrillo se consume entre bocanadas de tranquilidad y vientos de una tarde gris.

Son casi las 4 de la tarde del 31 de diciembre. Un miércoles que marca un mito para millones de personas en el mundo entero. Despedirnos de un ciclo donde hemos puesto tantas esperanzas, y en el que repetitivamente fracasamos con muchas resoluciones que cumplimos solo por los primeros 4 días del año.

Años atrás yo seguía las supersticiones de muchos en estas épocas. Me bañaba con champaña, me llenaba los bolsillos de lentejas, salía corriendo con maletas como un loco por la calle, incluso me llegué a poner los pantaloncillos amarillos y al revés, teniendo graves problemas para orinar de afán. En fin, cada agüero sugerido con tal de tener un año lleno de abundancia económica, salud, viajes y amor.

Pero por más pendejadas que practicaba cada 31 de diciembre, siempre llegaban los inconvenientes cotidianos, la carencia de dinero, la pérdida de empleo, los corazones rotos, las despedidas eternas, las enfermedades y sus consecuencias, las enemistades, los tropiezos, y otros factores negativos que no dependían en absoluto de mis calzones amarillos.

La vida es una rueda que sube y baja, y es imposible que cada día sea un jardín de chocolates, o una pocilga en invierno. Pero he aprendido con las lunas, que mis reacciones a lo que la vida provea es lo que realmente marca la diferencia de mis días, porque son estas reacciones propias las que sí puedo controlar.

Sigo bebiendo mi trago azul, y como todos analizo mis deseos para el año que comienza en par de horas. Quizás muchos de ellos son los mismos que deseé para el 2014, incluso para el 2013, y de ahí para abajo se repetirán algunos.

Tal vez muchos de esos deseos no se cumplirán en el 2015, y los pediré de nuevo para el 2016, 2017 y 2022. Pero jamás llegarán por sí solos. La magia sucede, pero depende de nosotros crearla. El año no hace milagros. Nosotros sí.

Termino el último trago de whiskey de mi botella azul, tal como se terminan estos 365 días llenos de enseñanzas, algunos golpes leves, y mucha vida.
Deseo que el 2015 sea exactamente el resultado de tu trabajo arduo para alcanzar tus metas.


Por cierto, los calzones amarillos nunca están de más.

sábado, 27 de diciembre de 2014

Erección mañanera


Camino por una zona céntrica de Miami. El día soleado se presta para que los transeúntes acaricien con sus miradas las decoraciones navideñas que se posan a lo largo y ancho de la avenida. Me detengo en un café de la esquina y disfruto con pasividad de un expreso, mientras fotografío con mi memoria a quienes pasan por mi lado.

Me gusta mirar a otros, observar sus acciones, imaginar lo que piensan, a qué se dedican, y de dónde provienen. Cada persona tiene en su interior una historia misteriosa, apasionante, loca, incluso fantasmagórica y a veces delictiva. Creo que si cada uno escribiera su historia verdadera, sin tapujos, sin querer mostrar facetas que no existen, tendríamos libros muy interesantes para divertirnos y entendernos mejor.

Pero ¿quién realmente se muestra como es todo el tiempo? Todos cargamos máscaras dependiendo el momento del día en que nos encontremos. Nuestra libertad personal no es más que una idea borrosa que creemos poseer y que nos vanagloriamos de llevar, pero que en determinados momentos escondemos en  eufemismos, acciones u omisiones para agradar a los demás.

Juzgamos lo que a veces nosotros mismos hacemos o deseamos hacer. Señalamos con nuestro dedo torcido a aquellos que obran diferente a nuestras preconcebidas ideas de lo que es bueno y malo. Nos da miedo mostrarnos como somos ante otros, especialmente ante aquellos que de una u otra manera ejercen algún poder sobre nosotros, sea económico, social, laboral o familiar.

‘El qué dirán’, es un lastre que llevamos como esclavos del tiempo, y que nos limita ante el presente y por ende el futuro. Tememos con reverencia lo que piensen los demás de nosotros, sabiendo que nadie vive nuestra propia vida, ni siente lo que sentimos, o entiende las situaciones que enfrentamos cada día.

Aun así, nos inhibimos de ser nosotros mismos en muchas ocasiones, porque tememos que nos juzguen, que nos señalen, que no les agrademos a los demás, que nos critiquen.

Decir lo que pienso, genera cada día malestar en mis círculos sociales y familiares.

-No creo en religiones, y mi fe es en mí mismo- ¡Profano!

-Esa mujer está muy bella- ¡Infiel!

-No me caen bien tus amigos- ¡Asocial!

-Qué rico unos tragos de más- ¡Borracho!

-Me encantaría un ménage à trois con ustedes- ¡Libertino!

-Claro, probemos- ¡Amoral!

-Me importa un pepino lo que pienses- ¡Irreverente!

En fin, un sinnúmero de señalamientos que ya no me afectan en absoluto, ni perjudican mi manera de actuar, pensar o sentir.

Seguí entonces tomando mi expreso caliente, cuando sin darme cuenta se acercó un hombre a mi mesa, y me saludó.

-Disculpa, ¿eres el autor de ‘La iglesia del diablo’?-, me preguntó cambiando el tono de voz por uno serio que iba acorde con sus cejar arqueadas.

-Sí señor. Yo escribí el libro-, le contesté con una sonrisa sincera, contento de saber que alguien me había reconocido en un lugar cualquiera.

-¿Querrá un autógrafo, o quizás una foto?-, pensé para mí, pero afortunadamente no abrí la boca.

-Leí tu libro, y me pareció un irrespeto a la iglesia-, indicó el sujeto.

-¿Todavía querrá la foto o el autógrafo?, pensé en silencio, pero no sentí que era lo que buscaba mi interlocutor.

-No me gusta lo que escribes, ni la manera en que te expresas de la madre iglesia y de quienes trabajamos en ella-, continuó el enorme hombre que vestía de negro.

-Imagino que no quiere foto ni autógrafo-, volví a pensar, ahora con una sonrisa de idiota.

-Es tu opinión y la respeto. Gracias por leerla-, le dije con tranquilidad, alejando mi rostro un poco de su cuerpo, pues temía en cualquier momento recibir un golpe indeseado del enojado lector.

El hombre me miró con rabia una vez más, y moviendo su cabeza en señal de desaprobación, dijo:

-Es una lástima que hayan escritores como tú en este mundo. Deberías dedicarte a otra cosa-, y sin decir nada más de lo que me acuerde, dio media vuelta y partió de aquel lugar.

-Mierda-, pensé de nuevo. -¿A qué otra cosa me puedo dedicar?-

La verdad es que soy un fracaso para otras cosas, y lo digo por experiencia propia, ya que he intentado desarrollarme en otros oficios, pero el resultado ha sido catastrófico.

Soy consciente de que el contenido de mi novela causa malestar en los más conservadores, y que el título de la misma genera controversias de muchos aspectos. Pero todo tiene una razón de ser en mi cabeza, y respeto la opinión de quienes como aquel hombre no coinciden con mis ideas.

Me gusta la diversidad de pensamientos. Me encanta que existan pros y contras en cada tema. Me fascina que seamos diferentes en cada aspecto, por pequeño que sea. Creo que lo verdaderamente importante es el respeto a la diferencia y la tolerancia con aquellos que no nos gustan.

Horas más tarde regresé a mi apartamento, donde encontré esta nota de hoy con su título inicial: “Erección mañanera”, e inmediatamente recordé que al despertarme quise escribir sobre este fenómeno constante que vivo. Pero en la vida todo cambia y a mí me gustan esos cambios improvistos.

Prometo que pronto escribiré sobre el título original, esperando que aquel hombre de negro no vaya a leer mis intimidades mañaneras, que seguramente le suceden a él también.

miércoles, 24 de diciembre de 2014

Ruidos navideños


El bulloso ruido de un taladro carcome mis oídos. Haciendo un esfuerzo máximo por ignorarlo, meto mi cabeza bajo la almohada con intenciones de seguir durmiendo, pero es imposible. El sonido cada vez es más fuerte.

Abro un ojo lagañoso y levanto mi cabeza hacia el reloj de pared. Son solamente las 7 de la mañana, y el sol aún no comienza a aparecer en mi ventana. Es diciembre 24, y hoy no tengo que ir a la oficina, por lo que mi plan para esta jornada es dormir, dormir y dormir, hasta que el estómago me levante con quejidos hambrientos, pero como nunca en la vida sucede como lo planeo, el ruido que me despierta no proviene de mis tripas.

-Mierda-, exclamo con rabia, mientras el taladro incrementa su trabajo tal como si estuviera posado sobre mi cabeza.

He llegado a casa a eso de las 5 de la mañana, y hoy es uno de los pocos días donde dormir es prioridad en mi rutina, sin embargo, hay un ‘carpintero’ sin madre en el edificio, regocijado con el espíritu navideño, y quizás organizando su casa para la fiesta de esta noche (a la que por demás no estaré invitado).

Por un momento glorioso, la herramienta que odio se detiene. La paz del silencio abriga mi entorno, y mis párpados abrumados por el cansancio se cierran una vez más sirviendo como puente para que vuelva a profundizarme en mi plácido sueño. Pero la dicha es efímera, y nuevamente el taladro maldito recobra sus fuerzas y me grita al oído: ‘Levántate, es navidad’.

Lleno de frustración y rabia, me levanto de mi cama, dispuesto a caminar hacia el apartamento responsable, y meterle el taladro a su dueño por uno de sus orificios personales; pero me detengo a mitad del camino, ya que no sé a ciencia cierta de dónde proviene el bullicio.

Llamo a la portería del edificio y me quejo con voz de ultratumba.

-Buenos días señor Héctor Manuel-, me dice el portero con regocijo en su voz. Sin verlo, puedo imaginar su sonrisa de oreja a oreja, que deja entrever un mueco inferior por donde entra el frío de la madrugada.

Exclamo al dichoso hombre que el ruido del taladro no me deja dormir, y que por favor le pida al responsable que mengue su labor demoniaca hasta al menos medio día.

Regreso a cama a la espera de que cese el campo de batalla, y reine nuevamente la tranquilidad en mi habitación.

Al cabo de unos eternos minutos, el taladro calla su voz. Ahora el de la sonrisa de oreja a oreja soy yo.

Me sumerjo una vez más en mis sábanas negras, y me dejo acariciar por la ausencia de la broca taladrando mi espacio. Pero cuando ya uno de mis ojos se ha dormido, comienza un segundo martirio: canciones de navidad provenientes del apartamento contiguo.

Puedo escuchar a las dos pequeñas que viven en tal unidad, cantando con sus voces desafinadas, las estrofas creadas para la ocasión.

-No puede ser-, me quejo molesto. –Todavía no es navidad-, grito desesperado golpeando la pared de mi cuarto, y esperando que mis vecinos escuchen mis súplicas, pero no es así.

Laura y Lena, las dos hermosas y tiernas niñas del 505, ahora se han convertido en dos brujas desalmadas que planean destruir mi integridad física.

Por un momento breve, siento que las odio, como odio sus canciones navideñas, mis paredes desprotegidas por el ruido ajeno, o al taladro y su propietario. Solamente quiero descansar en paz, en silencio, pero es imposible hacerlo en vísperas de navidad.

Atolondrado entonces por mi carencia de descanso, tomo una ducha, preparo un café, y salgo de casa con rumbo a terminar mis compras navideñas, no sin antes pasar por casa de mis vecinos y abrazar a las pequeñas Lena y Laura, las dos bellas culpables de mi cara de idiota y mi andar zigzagueado.

Eso sí, si me topo con el dueño del taladro, aún tengo planes de metérselo por donde menos le quepa.

Feliz víspera de navidad.

 

 

sábado, 20 de diciembre de 2014

Somos tres

Recuerdo como si fuera ayer cuando mi esposa me dio la noticia meses atrás. Era una mañana lluviosa y con truenos. Pienso que quizás el tiempo atmosférico presagiaba el suceso que se acercaba.

Con voz trémula, ella intentó contarme de qué se trataba, pero sus palabras no salían de su boca con la normalidad acostumbrada.

-¿Qué te pasa?-, le pregunté asustado.

Su respuesta fue un baldado de agua helada. No puedo negar que aquella noticia me dejó congelado. El ‘ice bucket challenge’ que nunca hice, llegaba en aquel momento de manera inesperada. Mentiría si digo que sentí alegría, regocijo o ilusión por nuestra adición a la familia. No fue así.

Pueden pensar que soy un tipo descorazonado, falto de compromiso, insensible, o cuanto adjetivo más les dé la gana. Quizás tengan razón.

-Seremos tres en diciembre-, finalizó mi musa.

-¿Estás segura?-, pregunté una vez más con un gesto de desaprobación  que se convirtió rápidamente en tristeza y depresión.

-Sí, estoy segura. Ya lo verifiqué-.

Inmediatamente, inquirí con una pregunta que me calificaría con un cero en la tabla de notas. Aunque no me arrepiento en absoluto de haber expresado lo que dije, ella aún no olvida mis palabras.

-¿Hay algo que podamos hacer para evitarlo?-, exclamé con la esperanza de encontrar una solución.

Su reacción fue la esperada. El llanto emanó y su melancolía quedó regada por varios rincones de nuestro pequeño apartamento.

-Eres un desalmado-, pensaría ella en el mejor de los casos, pero la verdad es que me preocupaban muchas cosas.

Nuestra residencia es pequeña, acondicionada especialmente para nosotros dos. Un nuevo integrante significaría una variación completa de mi estilo de vida. Además, el hecho de que la fecha de llegada de nuestra pequeña, coincidiera con el mes de diciembre, generaba en mí una clase de molestia desmesurada.

Tendríamos que sacrificar nuestras fiestas familiares, nuestras salidas con amigos, nuestras celebraciones tradicionales, por esperar el fruto de una noche donde no pensé bien las consecuencias.

-Deja de llorar-, la abracé. Si no hay nada qué hacer, pues vamos a hacerle frente a la situación y trataremos de que todo suceda de la mejor manera, le dije con sinceridad y falto de romanticismo.

Parece que fue ayer, cuando recibí la noticia de que seríamos tres. Confieso en estas hojas, que durante buena parte de estos largos y complicados meses, intenté en varias oportunidades lograr que ella pensara diferente, y tomáramos una decisión drástica sobre nuestro futuro.

-Aún hay tiempo de evitar esta llegada-, le dije, a sabiendas de que no aceptaría.

Pero el destino se me salió de las manos.

Hace pocas horas llegó. No sé a ciencia cierta cuántas libras pesa, ni su tamaño. Sus ojos azules sobresalen en su rostro circular. Nuestra reacción al verla fue diferente. Mi esposa lloró como una niña, mientras la abrazaba con ternura. Yo por el contrario, no he llorado, ni la he besado todavía. Un abrazo un poco seco ha sido mi único acercamiento por ahora.

Sentado en aquella enorme sala de espera, llegaron miles de pensamientos a mi mente.

Todo comenzó aquella noche hace nueve meses. Había llegado de mi oficina y mi esposa se veía triste, taciturna, pensativa.

Me indicó que extrañaba a su madre, y que quisiera pasar una navidad con ella. Mi cansancio extremo no me dejó pensar bien en sus próximas palabras.

-¿Crees que podemos invitarla a que pase diciembre con nosotros?

-Claro-, supuse que le dije, mientras pensaba en otra cosa.

Hoy, mi suegra arribó. No llegó en una cigüeña procedente de Paris, no; arribó en un avión desde Eslovaquia.


Ahora somos tres en casa, y lo seremos por los próximos tres meses.

miércoles, 17 de diciembre de 2014

Necesito vacaciones extras


Recién regreso de dos semanas de vacaciones. El vuelo de más de 10 horas fue agotador, aunque debo confesar que la turbulencia fue mínina, así como el sabor de mi pollo con arroz, servido antes de aterrizar.

Bajar del avión cargando el pesado equipaje de mano, más un morral en mi espalda, un saco y un abrigo que no pude acomodar en mi maleta, y la premura de todos los otros pasajeros, me ha dejado sudando en los primeros metros recorridos en el aeropuerto.

Llego hasta la fila de inmigración para realizar mi trámite de entrada al país. Ahora debo alistar mi pasaporte, pero no recuerdo dónde lo metí.

Me quito el morral de la espalda, mientras descargo la maleta de mano, e intento posar sobre ella mi saco y mi abrigo enorme. Las gotas de sudor recorren mi pecho, y siento unas ganas aterradoras de hacer pipí.

-¿Por qué no fuiste al baño del avión, idiota-, me reprocho a mí mismo, pero inmediatamente recuerdo que venía sentado en medio de un hombre que roncaba como burro de pesebre, y de una señora que había tomado una pastilla para dormir antes de despegar, y la que incluso me había ofrecido amablemente una de estas mágicas pócimas, la que rechacé por desconfianza (y que ahora me arrepiento de haberlo hecho).

Sigo buscando mi pasaporte sin suerte. Meto mi mano en cada bolsillo. No está en mi pantalón, tampoco en mi abrigo, menos en el saco. Abro por enésima vez el morral lleno de las cosas que no cupieron en la maleta, y escarbo con desespero buscando el librito plastificado que ahora juega a las escondidas.

-Mierda-, pienso con terror. -¿Será que lo dejé en el bolsillo del asiento que tenía en frente, al lado de las revistas y la bolsita para vomitar en caso de ataque terrorista?

Nuevamente las gotas de sudor empapan mi vestuario, pero ahora, el líquido corporal no proviene del calor ambiental, si no del pánico por perder el documento que me permitirá entrar al país y regresar a casa.

Tomo un respiro profundo, y pienso que sería imposible que hubiese metido el pasaporte en tal bolsillito, pero aún así emprendo mi camino de regreso hacia la enorme nave de dos pisos que me condujo a mi destino final.

Mientras camino con prisa en contravía de todos los demás pasajeros, la maleta de mano se desprende de mis dedos y cae al piso. Maldigo la situación y nuevamente me siento extenuado.

Estoy despierto desde hace más de 24 horas, debido a que tuve que estar en el aeropuerto 3 horas antes por ser mi vuelo de caracter internacional. Fuera de eso, el hotel donde estaba, quedaba a 45 minutos de la terminal aérea, por lo que decidí salir con anticipación para evitar perder mi asiento en medio de los dormilones. Para rematar, las 6 horas de diferencia entre lugar A y lugar B, se adicionan a mis ojos somnolientos que encajan perfectamente en el reloj cucú que suena en mis tímpanos.

Busco un pañuelo para secar mi cara sudorosa. Al meter la mano en mi bolsillo trasero del jean, (donde ya la había metido antes), encuentro, sin saber la razón, el pasaporte.

Intento buscar una explicación, pero en menos de 2 segundos desisto de ella, y me encamino otra vez a la larga fila para entrar al país.

-Bienvenido a casa-, me dice con amabilidad el agente de aduana, quien me pregunta si estoy bien, pues tengo cara de moribundo.

-No he dormido muy bien en estas dos semanas, ya sabes, el cambio de horario-, le respondo con una sonrisa fingida, y como autómata, me dirijo a la parte donde arriban las maletas para finalizar mi proceso vacacional.

2 horas después llego a mi apartamento. Estoy completamente fundido. Tomo una ducha, me pongo una camiseta alrevés y dejo caer mi humanidad sobre mi colchón.

Duermo por horas emulando a mis compañeros de vuelo. Creo que ronco como el burro del pesebre que babeaba a mi costado derecho. Despierto y miro el reloj. Son las 4 de la mañana y ya no puedo dormir más.

El sol sale rápidamente y con él, inicia mi primer día de trabajo después de mis dos semanas por fuera.

Llego a la oficina donde me espera el típico ajetreo cotidiano. Reuniones, papeles, libros, guiones, prontitud, llamadas y correos por responder. Me siento nuevamente exhausto.

Recibo entonces un mensaje de texto de una amiga cercana en Colombia. Mi bella (literalmente) interlocutora, me da la bienvenida y me pregunta cómo me siento.

-Mamado (dícese de alguien agotado, cansado, listo para tirar la toalla).

Lina se ríe con letras en mi pantalla del celular, e indica que es necesario tener vacaciones después de las vacaciones.

-Habla con tus jefes y pídeles otros dos días para habituarte-, escribe con sutileza. Sus sílabas vienen cargadas de aromas de flores, y puedo imaginar su ternura en cada palabra. Es como si mi amiga viera mi rostro decaído y mis ojos rojos y llorosos.

Pienso por un momento en la reacción de mi jefe si entrara a su oficina y le dijera:

-Karen: necesito dos días extras de vacaciones para descansar de mis vacaciones-

Imagino entonces sus románticas palabras:

-¿Estás loco? Andá a trabajar y no regreses con ideas absurdas. Ah, y dile a tu hermosa amiga Lina que deje de conspirar en contra de la empresa con sus pensamientos revolucionarios en favor de los empleados que no pueden dormir cuando van de vacaciones-

Por ahora, sigo trabajando, y con varias lecciones aprendidas:

1.     Nunca regresaré de unas vacaciones directamente al trabajo.

2.     Aceptaré pastillas de desconocidos en los aviones.

3.     Guadaré el pasaporte en un lugar que no pueda olvidar

4.     Orinaré en el avión antes de bajarme de él

5.     Me uniré a mi bella Lina en un proyecto de ley mundial para obtener vacaciones depués de las vacaciones.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

martes, 2 de diciembre de 2014

6 horas después...

Vivo 6 horas después de lo acostumbrado. He llegado a Eslovaquia en los días recientes, y en esta parte del mundo el reloj ha corrido más rápido que en mi hogar.

Mi cuerpo no se acostumbra todavía al cambio y por eso duermo cuando todos despiertan, y despierto en la mitad de la tarde. (Como ahora mismo, que son pasadas las 5 de la mañana, y en mi organismo son solo las 11 de la noche).

Debido a que me he obligado a adaptarme a los horarios, pasó todo el día somnoliento, apendejado, un poco zombie y por ende cansado.

He disfrutado mucho mi estadía en esta bella tierra, pero estas 6 horas me han vuelto loco (más de lo habitual).

Quién iba a creer que solamente 6 horas pueden afectar tanto?

Mi reloj de muñeca (y no, no tiene una muñeca pintada), marca mi horario pasado. No lo he adelantado porque realmente nunca lo hago. Sin importar el país donde esté, siempre llevo la hora de la ciudad donde vivo. Quizás si lo actualizo a mi rutina, logre acostumbrarme pronto a estas 6 horas en el futuro, y así no esté tan conciente de un horario que ya no me pertenece.

Los primeros rayos de sol ya se asoman por mi ventana, indicándome que no será media noche, y que ya es hora de levantarme a comenzar una jornada que aun no he podido terminar.

Vivo 6 horas después que antes. 6 horas que he perdido y que estoy dispuesto a encontrar. Así que duerme ya, porque yo debo ir a desayunar.

domingo, 30 de noviembre de 2014

Viajando sin acentos

He buscado por todas partes en mi teclado, y no encuentro la manera de acentuar las palabras. Tampoco hallo la letra que va entre la N y la O. No me gusta escribir dejando algunas letras semi desnudas, por lo que me he propuesto en el siguiente escrito, a usar solamente palabras que no necesiten acentos.
Estoy seguro que tal problema me limita en mi hojarasca, pero no tengo alternativa. Ya veremos el resultado:

Temo volar. Con la edad este sentimiento de molestia causada por las turbulencias se ha incrementado. He recurrido a diferentes posibles soluciones para hacerle frente a mi miedo, pero nada ha funcionado.

-Salta de una avioneta-, me aconsejaron algunos ‘amigos’, convencidos que sus palabras llevaban guardadas la cura a mi enfermedad.
Siguiendo los sabios profetas inexpertos, lo hice, perdiendo en aquel salto una tercera parte de mi vida. Saltar de una nave en movimiento a 13 mil pies de altura fue una experiencia que no se va a repetir (al menos que lo haga porque el alado se quema, o se va a estrellar y me da tiempo).

Al llegar a tierra y emulando al Papa, mis labios se fundieron con el verde prado. Como ratero que huye del lugar de su crimen, tuve que correr motivado por mi instinto de superviviencia, para nunca regresar.

En el siguiente vuelo pude comprobar mi fracaso.  Al primer movimiento entre nubes, el horror vino a mi silla y no me quiso abandonar hasta aterrizar.

-Toma alcohol, de esa forma te olvidas de todo-, indicaron los ‘expertos’. Les hice caso de nuevo. Botellitas de vodka, de whiskey, vino, cerveza, y ginebra rondaron por mis vasos elevados, pero cuando comenzaba a sentirme tranquilo, abrazado por el efecto del etanol en mi cerebro, regresaba una turbulencia suficientemente fuerte como para que mi cuerpo reaccionara matando cada gota embrigante.

Las oraciones tampoco sirvieron de mucho. Con cada moviemiento fuerte en el aire, rezaba todo lo aprendido, y aprovechando mi facultad de inventar frases, pude hacerle oraciones a cuanto santo pasaba por mi mente. Pero el miedo latente no me abandonaba.

-Toma una pastilla para los nervios-, me dijo mi galeno de confianza.

En el siguiente vuelo mi tranquilidad era palpable. Nada me importaba. La bendita pastilla funcionaba. Amaba al piloto, a mis vecinos de silla, a las aeromozas, incluso al chiquillo que lloraba imparable en mi oreja izquierda.
Nada me perturbaba, hasta que el enorme aparato hizo un movimiento brusco no percibido con anterioridad y las luces se encendieron. Una voz de ultratumba nos dijo que una zona de tormenta se avecinaba, y los gritos de terror de otros hicieron que la pastilla de los nervios expirara en mi organismo tembloroso.

Entonces me di cuenta que nada funcionaba, y ahora asumo el karma que va conmigo. Por cuestiones de trabajo, los vuelos se han incrementado, y con ellos el temor que tengo a las alturas. Durante las horas subido en los pajarracos alados, no puedo escribir, ni leer, ni dormir, ni ver una peli en paz.

Por lo general soy un tipo supremamente hiperactivo en tierra, y en el aire, se me triplica la ansiedad.
Camino por los pasillos, me echo agua en la cara, cruzo una pierna, cruzo la otra, me pongo de pie, abro los cajones superiores, prendo la luz, abro el aire acondicionado, vuelvo a caminar, y soy de los que pregunta a las azafatas si el movimiento es normal, a sabiendas de que la respuesta es siempre la misma.

Hace pocas lunas, un viaje al otro lado del mapa hizo que no durmiera por varias noches. Esta vez, estrenaba pastillas para dormir prescritas por mi doctor. Sin dudarlo las introduje en mi organismo siguiendo sus indicaciones.

Momentos luego, mis ojos cansados comenzaron a fundirse. Una somnolencia nunca antes experimentada era el resultado de la medicina tomada. Una cobija tapaba mis piernas, y pude apoyar mi enorme cabeza en la almohada suministrada por las auxiliares de vuelo. Recuerdo solamente a medias lo sucedido a partir de ese momento.

Creo que vivimos una turbulencia exagerada, porque evoco lejanamente los gritos de algunos bullosos pasajeros. Luego pasa por mi mente la comida puesta sobre mi mesa, y al llegar a mi destino, me dijeron mis vecinos de vuelo que les dije en varias ocasiones que prepararan sus discursos, mientras les hablaba con el tenedor en la mano, emulando a un comentarista deportivo.

Recuerdo un poco que tuve alucinaciones con mi botella de agua, y que al bajar de la aeronave las estrofas de un tema de Fito, salieron de mi garganta afinada, dedicadas a la bella abuelita que me miraba como diciendo: -Y este idiota?

El hecho es de que ahora, nuevamente en tierra, pienso en que en dos semanas el alado amigo que me lleva de un lugar a otro, me espera sonriendo en el aeropuerto, y que no es solamente un vuelo los que padeceremos para arribar a casa. Mientras tanto disfruto mis vacaciones en tierra de la mejor manera, y omito pensar en las canciones que con mi tenedor voy a dedicar a otros pasajeros y que van en nombre de mi galeno de cabecera. 

viernes, 21 de noviembre de 2014

Judas: Pobre tipo

Despierto. No sé bien qué hora es, pero percibo que es más tarde que mi hora habitual de levantarme. Llegué a casa en la madrugada, con un par de tragos de más, oliendo a cigarrillo y empapado por la noche lluviosa que azotaba la ciudad. Me duché antes de ir a la cama, me tomé una botella de agua y dormí placenteramente por horas. Bostezo y miro el reloj.

Las 11:20 de la mañana impactan mis ojos lagañosos, y me reincorporo apresuradamente sobre mi cama con un sentimiento de susto. Inmediatamente tomo el celular y veo que hay dos mensajes de voz y cinco textos.
Leo los textos primero. Un frío recorre mi piel al darme cuenta de los mensajes que contienen.

-Te estoy esperando en casa para que me acompañes al mecánico-, indica el primero
-¿Por qué no me contestas?-, dice el segundo

-Me prometiste que me llevarías a recoger el auto. ¿Estás bien?-, argumenta el tercero.
El cuarto es el que más me asusta. Es una cara de un muñequito pintada de rojo y con una horrible expresión de enojo y rabia. Tiene la boca encorvada hacia abajo y las cejas arqueadas en señal de desaprobación.

-Eres un Judas, contaba contigo-, dice el quinto.
Una gota de sudor recorre mi rostro en aquel momento de vergüenza, y recuerdo que me comprometí con una amiga a llevarla a recoger su auto al mecánico a las 8 am (como ya se habrán enterado).

Luego miro el número telefónico que me ha dejado los mensajes de voz y observo que es ella misma. Decido no escucharlos. Pienso rápidamente en una excusa para decirle. Quizás podría indicar que tuve una emergencia en la oficina, o que no pagué el celular a tiempo y me lo cortaron, o que me di un golpe en la cabeza y caí desmayado en la cocina y recién me despierto con paramédicos alrededor, así no solo evito su enojo si no que gano al mismo tiempo su atención.

Siento que a mis 37 años no debo dar tantas excusas o justificar mis errores, y que no voy a inventar una historieta para limpiar mi incumplimiento.

Tomo el celular, marco su número, pero ella no responde.
Decido entonces dejarle un mensaje de voz, en el que me disculpo, le digo que olvidé totalmente mi compromiso, y que si aún estoy a tiempo puedo salir por ella y llevarla a donde quiera. Pienso en decirle algo acerca de lo de Judas, pero no sé si refería al bueno o al malo, entonces decido obviar el comentario.

Analizo sus palabras groseras en el texto, y decido por segunda vez no escuchar sus mensajes de voz.
Luego tomo el celular, abro mi tuiter y el primer mensaje que encuentro me deja sin habla.

Es alguien que vio mi entrevista ayer en televisión hablando de mi novela, y que está en desacuerdo con el libro. El mensaje dice algo así como que soy un irrespetuoso e ignorante, y para rematar me llama Judas.
-Mierda pero hoy a todos les dio por nombrar al pobre Judas-, pienso para mí, queriendo creer que es el día del pobre tipo este que tiene que cargar con un prontuario infinito, y al que en el fondo le tengo lástima y quizás hasta entienda. (Soy tan imperfecto como él).

Sigo leyendo otros mensajes del mismo tipo, en los que lanza varios ataques contra mi libro. Analizo un poco la situación y decido no contestarle.
Voy a la cocina, preparo un café, y me siento en mi terraza a contemplar el paisaje nublado que cubre los edificios de Miami. Mientras saboreo mi amarga y dulce bebida, siento remordimiento por no haber ayudado a mi amiga, aunque siento que no es justo que me llame traicionero, ya que siempre que ha necesitado una mano ha tenido mi izquierda a su lado. Igual entiendo su descontento, y seguramente me escribirá muy pronto diciéndome que se extralimitó con su comparación bíblica. Respecto al inquisidor de las redes sociales pienso que me importa poco o nada lo que diga, y que me he recubierto con una piel metálica ante el título que asumí conscientemente para mi novela ‘La iglesia del diablo’. No es la primera vez que me critican la obra, ni será la última, como tampoco será la última vez que me dirán Judas.

Analizo un poco la historia, la traición, la avaricia, la culpa, el odio, y vuelvo a sentirme mal por el pobre Judas quien supuestamente terminó colgado de un árbol ante el remordimiento por sus acciones equívocas. Al final creo que no era tan malo, de lo contrario se hubiera gastado las monedas, y le hubiese importado un reverendo comino lo que hizo. Pienso que si el cielo existe Judas seguramente estará allí, pues cumplió con su misión. Si no hubiera sido él, sería Pedro, Pablo o cualquier otro pescador que hubiera terminado injustamente odiado por generaciones y al que la historia macabra marcaría como un traidor inhumano.
Pobre Judas. Y pobre de mi cabeza adolorida por la trasnochada musical.

miércoles, 19 de noviembre de 2014

El parlante sexual

Son las nueve de la mañana, y estoy en mi apartamento intentando finalizar un capítulo en el manuscrito que escribo. La lluvia ha opacado el día, y una baja temperatura no acostumbrada en Miami, llena de melancolía mi comienzo de jornada.

Me sirvo por segunda vez una taza de café caliente que me sirve para combatir el frío que entra bajo mi puerta del quinto piso. Regreso a mi escritorio y releo por enésima vez lo escrito. Brujas, sexo y bosques, marcan la pauta de aquellas hojas inconclusas, y cuando me dispongo a continuar llenándolas con mis experiencias fantasiosas, suena mi teléfono con su timbre emulador de un campanario medieval.

Camino hacia mi cuarto donde lo he dejado conectado, y al contestar escucho buenas noticias.

-Hay un paquete en la portería que ha llegado a tu nombre-, me indica la voz serena de aquel hombre que se queja diariamente porque su esposa ya no se preocupa por él.

-¿Y vos te preocupas por ella igual?-, le he preguntado anteriormente, pero él argumenta que ella ha matado sus ganas de ser especial con su actitud negligente.

Jorge, el portero, (que habla confianzudamente con cuantos se atraviesan en su camino), indica abiertamente que su mujer ya no quiere hacer el amor con él, y ha comenzado a pensar que tiene a otro.

El hombre intenta además saberse la vida de cada uno de los residentes del edificio, y no tiene problema alguno en hacer preguntas personales de mal gusto.

-¿Y esas dos chicas que subieron a tu apartamento son tus novias?-, me dijo en una oportunidad, logrando que se santificara con mi respuesta contundente. -¿Cómo haces para salir tan temprano con lo tarde que llegas a dormir?, o ¿Te vi entrando muy tarde al 703, estaba todo bien con la vecina nueva?

En fin, me he propuesto en no hacerle caso ya que pienso que quizás su vida es muy aburrida y debe entretenerse con las ajenas.

El hecho es que bajo rápidamente a la portería a recoger mi paquete. Allí está él, con la caja en la mano moviéndola de un lado a otro tratando de adivinar de qué se trata. Cuando me ve, se asusta y la pone en el piso, fingiendo que no es la mía, luego la vuelve a levantar y me la entrega.

-Está como pesadita joven ¿qué es?-

-Juguetes sexuales y cervezas importadas-, le contesto sonriendo, luego le guiño un ojo, y entro al elevador, observando las bendiciones repetitivas que posa sobre su pecho.

Llego a mi apartamento, abro mi caja como cuando un niño abre su juguete nuevo, y con alegría encuentro mi nuevo amplificador para mi guitarra eléctrica. Inmediatamente conecto el instrumento y subo el volumen. Con las primeras notas la adrenalina me invade, como seguramente invade a los vecinos que duermen hasta tarde.

La felicidad se apodera de mi mente, y me olvido de las brujas por un momento para deleitarme con los bellos sonidos que aquel parlante proyecta y que me remontan a épocas de mi adolescencia.


Al salir horas más tarde con rumbo al trabajo, vuelvo a toparme con el portero, quien sin tapujos me pregunta ¿Será que me regalas una de las cervecitas importadas que te llegaron?



domingo, 2 de noviembre de 2014

Desandando mis pasos.

Manejaba mi auto gris por una avenida de Miami. El cielo estaba claro y el sol de la mañana iluminaba el entorno colorido, dejándome apreciar el azul claro del océano y algunas embarcaciones que allí reposaban. Prendí mi radio, cambié las emisoras hasta que encontré una canción vieja de U2.

Como no me sabía la letra, canté con la la las algunas estrofas. Miré el reloj de mi carro, eran las 3:56 de la tarde, luego miré el semáforo que estaba a escasos metros de distancia, y que cambiaba lentamente de verde a amarillo.
Aceleré un poco, pensando que podría pasar. Mi confianza desvaneció cuando me encontraba exactamente debajo de la luz amarilla, y en esa milésima de segundo vi que cambió a rojo. Ya no podía parar debido a la velocidad que llevaba. El agudo rechinar de unas llantas invadió mi espacio al momento en que escuché el pito constante del gran camión que me embestiría a mi costado derecho.

El tiempo se detuvo.
Sin saber cómo, regresé a mi jardín infantil. Allí estaba yo, parado en el patio viendo a aquella profesora de la que jamás me había acordado. La mujer empujaba el columpio de una bella niña, mientras otros pequeños corrían alegres a su alrededor. Inmediatamente pasaron por mi mente ciertas imágenes que había olvidado por completo.

El rostro amoroso de mi hermosa tía Cielo me sonrió a la distancia, mientras percibí el aroma de los tulipanes que sembraba en su jardín y que me llenaron de alegría tantas jornadas de mi niñez. Luego observé a mis bisabuelos sentados en sus sillas rojas mecedoras, y sus ojos se posaron en los míos con una dulzura indescriptible. En un pestañeo ligero, divagué por las calles de mi ciudad Pereira, vi mis montañas lejanas, aspiré el olor del café que me despertaba, caminé en la enorme casa donde crecí, recorriendo paso a paso cada cuarto, cada rinconcito lleno de secretos, magia y misterios.
Rápidamente llegué a mi colegio, y como volando pasé por sus pasillo fríos, vi mi pupitre izquierdo lleno de marcas y notas musicales; después vi a mis amigos queridos, sin entender lo que pasaba los vi a todos en el mismo momento. Héctor, Dorian, Alfredo, Alexandra, Ximena, Vero, Jorge Alberto, Diego, Juli, Sandra, a todos, cientos de ellos, vi a mi familia, los que están y los que no; pasé por todos los lugares conocidos, recorrí ciudades en un solo instante, de Bogotá a Nueva York, de Caracas a Medellín, pasé por el café Juan Valdés de Viena, sentí la pasividad de las noches en Charlotte, escuché el tren de carga en El Paso mientras miraba la frontera mexicana abarrotada con alambres e injusticia; caminé por las calles de Bratislava y al voltear la esquina estaba en Panamá viendo el gran canal, sentí el ruido de ciudad de México y me abrazó el verde panorama de Guatemala. Rostros y ciudades, aromas y sabores, sentimientos mixtos y recuerdos. Todos juntos en el mismo momento. Todos allí reunidos, esperando solo por mí.

En seguida, alguien activó nuevamente el cronómetro de mi vida, y regresé a la avenida miamense donde un camión enorme me pitaba a escasos metros de volverme papilla.
Mi pie derecho se posó con todas sus fuerzas sobre el pedal del acelerador, mientras que mi cuerpo sentía un frío de muerte y terror.

El enfurecido ruido ocasionado por el freno del camión y el chirrido de mis llantas al acelerar, se transformó en un silencio infinito.
Por escasos centímetros escapamos la colisión, centímetros a los que ahora debo mi vida, porque estoy seguro que desanduve mis pasos.

Quizás la muerte no me necesita todavía, ni yo a ella.
Metros más adelante, detuve mi auto, bajé de él temblando y verifiqué que nadie estuviera lesionado. El chofer del camión ya no estaba. Solo quedaban las huellas de nuestro accionar sobre el pavimento. El flujo vehicular regresaba a su caótico estado normal. Tomé varias bocanadas profundas de aire. Me senté sobre la acera y analicé todo lo que hubiera extrañado si me hubiera tocado partir en aquel momento.

No sé cuándo ni cómo vuelva a verme cara a cara con la parca aventurera que me regaló una visita a mi pasado. Ignoro el por qué sigo en este camino, pero tengo claro dos cosas:
1.     Cuando vea un semáforo en amarillo me detendré como si estuviera en rojo.
2.     De ahora en adelante, me dedicaré a viajar más y conocer a muchas más personas, ya que de esa manera al desandar mis pasos de nuevo, podré sentirme feliz de saber que viví al máximo.

miércoles, 22 de octubre de 2014

Sin llave y sin nalgas.

Llego a casa tras un día largo de trabajo y estrés. Todo lo que quiero es acostarme en mi cama doble y dejar que mi esquelético cuerpo desgastado logre obtener por unas horas el descanso merecido. Mientras subo en el elevador hasta el quinto piso donde se encuentra mi apartamento, planeo mis próximos pasos: Haré café, luego tomaré una ducha tan caliente que se empañarán todos los espejos del baño, después abriré el libro de Vargas Llosa que he comenzado a leer, y con sorbos de café dejaré que mis párpados agotados se desplomen sobre las letras del nobel peruano que me arrullarán como cantos de cuna.

Ya con mi plan estratégico perfectamente maquinado, salgo del ascensor y camino el largo corredor hasta llegar al último apartamento del pasillo. Busco la llave en mi bolsillo, pero no la encuentro. Me meto la mano en el otro bolsillo del pantalón y no hallo nada. Pongo mi maletín de trabajo en el piso mientras me desespero pensando en dónde está la llave de mi casa. Me toco las nalgas pensando que quizás metí la llave en los bolsillos de atrás, pero no encuentro ni la llave, ni mis nalgas.

Luego con ligereza abro el maletín y saco con brusquedad los papeles que allí llevo, esperando que las benditas llaves se hayan refundido entre ellos. Todo lo que encuentro dentro de mi maleta negra de cuero, es un lapicero, un paquete de papitas, un libro, una botella de agua casi vacía, unos chicles, y tres preservativos.

Me alegro de haber encontrado finalmente los condones que llevaba buscando por semanas, pero no encuentro la llave. Me digo mentalmente estúpido por haber sacado la llave del apartamento del llavero donde van unidas con las del auto, y me prometo jamás volver a hacerlo (si es que las encuentro).

Recapitulo dónde pueden encontrarse las llaves a tan altas horas de la noche. Miro el reloj. Son casi las 12 y yo me encuentro sentado fuera de mi apartamento, con tres condones en la mano, y analizando qué haré para llegar hasta mi destino final: mi camita.

Recuerdo entonces que posé la llave sobre el escritorio de mi oficina, y también viene a mi mente la idiota razón por la que la saqué del llavero. (Pretendí sin suerte abrir la tapa de mi celular con ella). Así que ahora con una pista certera sobre el paradero de la plateada llave con dientes finos, volví a tomar el elevador hacia el parqueadero, y emprendí mi ruta de vuelta a la oficina.

Bostecé una decena de veces mientras me restregaba los ojos empañados por las 14 horas de trabajo acumuladas. Me aflojé el nudo de la corbata y prendí el radio. Mientras conducía imaginé con horror que al llegar a la oficina la llave no estuviera por ninguna parte. Pensé inmediatamente en el sofá que reside en la sala principal del canal de televisión donde laboro, y no descarté la idea de amanecer en él.

Por fin llegué a mi destino, aparqué mi auto y caminé con prisa hacia mi oficina, mientras cruzaba hasta los dedos de los pies para que la pequeña plateada con dientes sucios estuviera aún durmiendo sobre mi mesa de trabajo.

Prendí la luz, miré al techo y pedí al cielo que nos dejara volver a reencontrarnos. Y allí estaba, con sus dientecitos disparejos, temblando de soledad en una esquina empolvada al lado de mi teléfono. La tomé entre mi mano izquierda y le di un beso de agradecimiento por haberme esperado. Luego la metí al llavero de mi auto y emprendí mi camino de vuelta a mi cama.

Media hora más tarde, salí una vez más del ascensor en el quinto piso, y ahora victorioso entré a mi apartamento para descubrir que el tarro del café estaba vacío.