Sentado en mi
balcón (literalmente), veo las nubes pasar lentamente, mientras el segundero de
mi reloj de pared marcha a prisa, finalizando un año más.
Fumo un
cigarrillo y saboreo un whiskey sello azul (regalo de una persona muy especial),
mientras pienso ¿qué realmente significa terminar un año e inmediatamente
comenzar otro? Así de golpe, sin tiempo intermedio para planear nada.
Quizás entre el
final de uno y el comienzo del otro, debería haber unos días sin calendario,
para por lo menos tomar un respiro, pensar en lo que queremos hacer, sin tener
que cargar con la despedida del que terminamos.
Pero la realidad
no es esa, ni la vida da tiempo para tomar respiros. Es como si viviéramos en
una competencia constante, donde no puedes detenerte a descansar porque otros
seguirán corriendo y te dejarán en el último lugar.
La verdad, en
este momento de mi vida no siento que esté compitiendo con nadie, ni siquiera
con la existencia misma, la que he decidido vivir a mi propio ritmo. Me importa
poco estar de primero o de último, porque lo importante ahora para mí es estar.
Mi whiskey sabe
exactamente como tiene que saber, y mi cigarrillo se consume entre bocanadas de
tranquilidad y vientos de una tarde gris.
Son casi las 4
de la tarde del 31 de diciembre. Un miércoles que marca un mito para millones
de personas en el mundo entero. Despedirnos de un ciclo donde hemos puesto
tantas esperanzas, y en el que repetitivamente fracasamos con muchas
resoluciones que cumplimos solo por los primeros 4 días del año.
Años atrás yo
seguía las supersticiones de muchos en estas épocas. Me bañaba con champaña, me
llenaba los bolsillos de lentejas, salía corriendo con maletas como un loco por
la calle, incluso me llegué a poner los pantaloncillos amarillos y al revés,
teniendo graves problemas para orinar de afán. En fin, cada agüero sugerido con
tal de tener un año lleno de abundancia económica, salud, viajes y amor.
Pero por más
pendejadas que practicaba cada 31 de diciembre, siempre llegaban los
inconvenientes cotidianos, la carencia de dinero, la pérdida de empleo, los
corazones rotos, las despedidas eternas, las enfermedades y sus consecuencias,
las enemistades, los tropiezos, y otros factores negativos que no dependían en
absoluto de mis calzones amarillos.
La vida es una
rueda que sube y baja, y es imposible que cada día sea un jardín de chocolates,
o una pocilga en invierno. Pero he aprendido con las lunas, que mis reacciones
a lo que la vida provea es lo que realmente marca la diferencia de mis días,
porque son estas reacciones propias las que sí puedo controlar.
Sigo bebiendo mi
trago azul, y como todos analizo mis deseos para el año que comienza en par de
horas. Quizás muchos de ellos son los mismos que deseé para el 2014, incluso
para el 2013, y de ahí para abajo se repetirán algunos.
Tal vez muchos de
esos deseos no se cumplirán en el 2015, y los pediré de nuevo para el 2016, 2017
y 2022. Pero jamás llegarán por sí solos. La magia sucede, pero depende de
nosotros crearla. El año no hace milagros. Nosotros sí.
Termino el
último trago de whiskey de mi botella azul, tal como se terminan estos 365 días
llenos de enseñanzas, algunos golpes leves, y mucha vida.
Deseo que el
2015 sea exactamente el resultado de tu trabajo arduo para alcanzar tus metas.
Por cierto, los
calzones amarillos nunca están de más.