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domingo, 18 de octubre de 2015

Lo mató el domingo

Es domingo en la tarde. El cielo se torna oscuro y algo dentro de mi comienza a agobiarme. Nunca me han gustado mucho los domingos, o el sentimiento que me generan.

Sé que el lunes se acerca, y con él la responsabilidad de mi trabajo. Recuerdo que cuando era pequeño, el domingo me llenaba de nerviosismo, especialmente cuando la noche comenzaba a caer y se acercaba la hora de ir a dormir.

Casi siempre me acordaba el domingo por la noche, de una tarea que tenía que presentar el lunes, o un examen que harían y del cual no tenía ni idea. 

-¿Pero, por qué no me dijiste desde el viernes?-, solía gritar mi madre desesperada, al dase cuenta que me faltaba una cartelera, o un trabajo por hacer, y que al momento de decirle, ya no había nada abierto.

-Lo olvidé-, respondía yo pálidamente, sabiendo que el regaño era fijo (en el mejor de los casos), pero teniendo la convicción de que al despertar la cartelera o el trabajo pendiente, estarían listos. 

Pensar que al despertarme tendría que irme para el colegio, me llenaba de frustración.

Los años pasaron,  pero el sentimiento depresivo del domingo, sigue igual. 

Amo mi trabajo, y no hay día en que no agradezca tenerlo. Amo lo que hago, y quisiera tener más tiempo para poder escribir más. Aún así, el domingo me entristece (especialmente en la noche).

Salgo entonces a dar una vuelta por la ciudad, pero es domingo, y casi nadie está en la calle. Imagino que la gente está preparando sus cosas para enfrentar la semana laboral. Alistar la ropa, cocinar para la semana, hacer las tareas, finalizar proyectos a entregar el lunes, y acostarse temprano para madrugar a hacerle frente a la semana.
Pienso que lo que verdaderamente me angustia del domingo es la anticipación latente del lunes. Creo que tengo que despojarme de la preocupación por el futuro, ya que ¿quién me garantiza que despertaré vivo?

Imagino entonces muriendo en la noche de domingo.

-¿De qué murió?-, preguntaría una de mis hermanas al médico forense, mientras suena sus mocos y limpia sus lágrimas en el mismo pañuelo.

-Murió de preocupación dominguera, es una enfermedad muy habitual entre los terrícolas. Por ahora Héctor Manuel es la víctima 69 del malhechor domingo-, contestaría el galeno, aduciendo que por lo general los difuntos del domingo llegan a la centena.

-¿Pero es un virus?-, inquiriría mi padre, pensando que él también podría tenerlo.

-Por ahora sabemos que es una enfermedad no contagiosa, pero por las moscas, le voy a recetar unas pastillas de presente. Tómese cuatro el lunes, tres el martes, dos el miércoles, y una el jueves. Le aseguro que se sentirá mucho mejor el viernes-

Todos entonces respirarían mejor en mi familia, aunque con la tristeza de que el médico jamás haya logrado prescribirme las benditas pastillas a tiempo.

Afortunadamente permanezco vivo frente a esta pantalla de mi computadora. Aprovecho entonces las recomendaciones del buen doctor, y me dispongo a terminar este blog ligero, y a tomarme unas cuantas pastillas de presente, para que me ayuden a concentrarme en este domingo tal y como es, a disfrutar cada hora de este fin de semana que termina.


Para mi beneficio, el presente viene también en presentación líquida, con sabor a mango, fresa, y cualquier otro sabor que queramos, lo único que tenemos que hacer para que nos haga efecto, es vivir al 100% el momento actual.

viernes, 9 de octubre de 2015

Un sánduche con sorpresa

Entro a una tienda de comida rápida y saludable para almorzar. Por lo general me como allí un sánduche de albóndigas con lechuga, salsa de tomate, pepinos, y cualquier hoja que le quieran agregar. Pido además una sopa de pollo y una limonada.

Es medio día, y el sitio que se encuentra en el corazón de una zona de oficinas, lógicamente está repleto, por lo que encontrar una mesa disponible es una misión imposible.

Observo rápidamente alrededor. La mayoría de los comensales son ejecutivos y empleados que dejan ver colgado de sus cuellos o correas, sus identificaciones con sus fotos y el nombre de la empresa que confía en ellos.

-¿Te quieres sentar aquí?-, me dice un hombre viejo, con una barba blanca amarillenta, y unos ojos negros cansados.

Agradezco su amabilidad y me siento en su mesa. 
El sujeto, me sonríe y sigue comiéndose su emparedado con enorme satisfacción.

Su camiseta apretada tiene algunos agujeros en el pecho, al igual que sus zapatillas negras.

En la mesa del lado, hay dos jóvenes comparando sus nuevos celulares.

-Siempre me ha gustado más el iPhone-, indica la entoconada, mientras que su acompañante aduce que el Samsung toma mejores fotos, y no sé qué más.

El viejo de mi mesa, no puede evitar escuchar la sonora conversación, y mirándome con calma me dice:

-La tecnología nos ha idiotizado-

Inmediatamente vuelvo a guardar mi celular, que estaba a punto de sacar de mi bolsillo para revisarlo.

-Yo por eso nunca he tenido un aparato de esos-, indica ahora, dejándome ver entre sus dientes parte del pollo que se come.

Arnulfo me dice que nació en Montevideo, lugar donde vivió más de la mitad de su vida. Entre bocado y bocado, me cuenta que fue profesor de arte en una universidad de la capital, pero que decidió emigrar al norte, en busca de una de sus hijas.

-Es una larga y triste historia-, me dice el hombre con brillo y nostalgia en sus ojos.

Presumo que una lágrima mojará su barba larga, pero él la controla con un suspiro profundo, y evita que su bigote toque una cosa diferente a la salsa de su sánduche.

-El alcohol destruyó mi vida-, prosigue el anciano con calma. 
Lo miro detenidamente y comienzo a pensar que no está tan viejo como aparenta. Estoy seguro que si se afeita, y se organiza un poco, lucirá menor de 60 años.

El almuerzo se nos acaba a ambos, pero no nuestra conversación provechosa, incluso más que la sopa.

El uruguayo me dice que está buscando trabajo como constructor en la zona, donde sabe que debido a la cantidad de proyectos nuevos que se gestionan, conseguirá algo muy pronto.

-Me han dicho en esa construcción (me señala con sus labios mientras mira hacia el andén del frente), que venga el lunes y que de pronto puedo empezar ese mismo día.

-Te gusta leer-, me pregunta. Diez minutos más tarde, Arnulfo me da una clase de literatura que jamás esperaba. Hablamos de la nueva Nobel de literatura, y él me dice que ha leído dos de sus libros, y que le agrada en demasía la manera en que proyecta el rol femenino en muchas de sus obras.

El hombre me recomienda algunos libros, me habla de museos y canciones, de ciudades, de política; y mientras ilustra mi ignorancia, me doy cuenta que estoy frente a un hombre inteligente, interesante, lleno de información y tristeza.

Una hora más tarde, y  mientras disfrutamos un café en un sitio cercano, Arnulfo me da las gracias por escucharlo. Le devuelvo las gracias, pues el afortunado soy yo que he recibido lecciones gratuitas, y que confirmo una vez más que no se puede juzgar a un libro por su portada.

Con un fuerte apretón de mano, mi nuevo amigo y yo nos despedimos; acordando una nueva cita.

Me dirijo hacia mi auto, pero me detengo en una tienda de libros y pregunto por obras de Svetlana Alexievich.

-¿De quién?-, me contesta Joan, el hombre que me atiende.


En silencio lo observo, y doy gracias al cielo por Arnulfo y su intelecto.

Pd/ Agradezco a mi amiga Roxa por la nueva imagen del blog. Gracias de corazón.

jueves, 1 de octubre de 2015

Palomas con suerte

Cientos de personas han pasado por mi lado en los últimos 30 minutos. Estoy sentado en un bar restaurante en el centro de la ciudad, mientras me tomo un café/cerveza, e intento escribir un nuevo libro que recién comienzo.
La vida corre de prisa, y prueba de ello es el caminar rápido de los peatones que mueven sus pies con un objetivo primordial: no perder tiempo.
Nos envuelve a todos un día hermoso, donde el sol y el viento se mezclan para atraparnos con su magia, esa magia que pocos disfrutan, pues nos hemos olvidado que la verdadera esencia de la vida es ser felices; esa misma felicidad que vemos tan lejana y que nos hemos encargado de complicar.
Hombres con corbata y mujeres con sastres y tacones brillantes circulan por doquier. Observo con detenimiento el transitar de muchos de ellos. Altivos, elegantes, con lentes oscuros. Cruzándose los unos con los otros, pero nadie se mira a los ojos, nadie se saluda, nadie se sonríe.
Quizá es la prisa con la que hemos aprendido erróneamente a sobrevivir. Tal vez es la maldita ignorancia social que nos hace creer mejores que otros debido al estatus laboral y económico que poseemos.
Tras mi segunda cerveza, siento enormes deseos de ir al baño, pero no quiero llévame mi laptop conmigo. Sé que el cambio debe comenzar con cada uno de nosotros, entonces decido dejarlo abierto sobre mi mesa, junto a mi vaso frío, y decirle a las dos mujeres que están en una mesa aledaña que por favor le echen un vistazo a mi máquina. 
Confiar no es nada fácil, pero lo hago. Ahora me pongo de pie y voy al baño. Espero que al regresar mi mac permanezca aquí
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Para mi suerte, encuentro todo en su sitio, y me alegro pues en esta máquina tengo guardadas mucha información relevante, que no quisiera perder aún.
La mayoría de las mesas en el sitio donde me encuentro están llenas con personas elegantes que devoran sus ensaladas con ligereza, mientras hablan (presumo) del futuro empresarial y económico que les espera.
Alzo la vista para mirar el horizonte y enfocarme en algo más interesante. A lo lejos (para mi miopía), veo a un hombre que busca en el bote de basura sobras para alimentarse. Para mi sorpresa, veo que aquel ser humano saca un pedazo de comida, algo parecido a un pan, y comienza a  partirlo con sus dedos y a dárselo a las palomas que se apuestan a su lado.
En cuestión de segundos hay decenas de ellas rodeándolo. Me doy cuenta que instantes atrás, las mismas palomas estaban en el restaurante donde me encuentro con mi cerveza, esperando ser alimentadas por los clientes con corbata, pero al recibir absolutamente nada, ni siquiera una sonrisa, decidieron partir, encontrando un corazón diferente.
A veces, creo que los animales pueden percibir la bondad de los humanos, y sentir la verdadera esencia de cada uno de nosotros. 
En fin, aquel indigente sigue sonriendo mientras alimenta con sus migajas a aquellas aves. Deduzco que aquel hombre también está hambriento, pero ha decidido alimentar las palomas. Quizás no quiere comerse el trozo de pan sucio y mordido que ha hallado, pero no importa, lo relevante es que con sus accionar puro, alimenta a otros seres vivos.
Vuelvo a mirar alrededor. Nadie parece interesado en lo que acontece a nuestro lado. Me pregunto entonces ¿Cuántas veces he estado yo en la misma posición? ¿Por qué pensamos tanto en nosotros mismos, y tan poco en los demás? ¿Hasta qué punto estas 5 cervezas han hecho estragos en mí?
Ojalá todos algún día pudiéramos darnos cuenta que el mundo es más sencillo de lo que parece, y de que la única forma de cambiar el mundo es a través de nosotros mismos. Sino, pregúntele a las palomas.