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jueves, 15 de mayo de 2014

El Aristóteles que no soy.


Hoy amanecí cansado. No era necesariamente un cansancio físico, no me dolía la espalda, las piernas o la cabeza, es más creo que dormí mejor que muchas de las últimas noches; pero aun así, me sentía cansado. Abrí los ojos y sabía que mi rutina comenzaba, pero obviándola, decidí volver a cerrar las ventanas de mi cara y postergar todo por un rato.

Estaba cansado mentalmente. No quería levantarme de mi cama, ni ir al baño a lavarme la cara y los dientes, ni orinar, ni bañarme, ni siquiera hacer café. Decidí entonces no asumir mi rutina mañanera, y apagué el celular para que nadie ni nada interrumpiera mi momento de hacer nada.

Intenté volver a dormir, pero ya no pude. Me senté sobre mi colchón, y comencé a pensar sobre todo lo que tenía que hacer durante el día, sobre mi rutina, mi vida, mi presente, mi futuro, y el agobio emocional me arropó de pies a cabeza.

-No quiero ir a trabajar-, pensé decidido.

-No quiero escribir más-, me dije con seguridad.

-No quiero hacer nada-, analicé.

Luego caminé hacia mi balcón del quinto piso, y me senté sobre mi silla verde a observar el paisaje verde que me adorna el apartamento.

-No quiero pensar-, me dije a mí mismo, con la certeza de que esta y las anteriores aspiraciones momentáneas no se cumplirían en absoluto. Aun así, me negué a continuar mi rutina habitual, aquella que muchas veces me automatiza como robot descompuesto y me carcome las horas sin que yo sepa a dónde fueron.

-Hoy solamente quiero sentarme aquí-, deduje complacido.

Un pajarito pasó entonces a mi lado, y tal vez dándose cuenta de mi actitud pasiva, se posó sobre los tubos metálicos del balcón. Me miró curioso y no le di importancia. Luego cantó dos melodías que jamás he escuchado en la radio, y al ver que no había ganado un fan en su carrera artística, decidió largarse, no sin antes dejarme en la camiseta un recuerdo del alpiste que había comido horas antes.

-Mierda-, dije literalmente, pero ni siquiera aquella muestra de inconformismo del ave, logró sacarme de mi apatía anormal.

-Como me gustaría sentarme todo el día a hacer nada-, pensé.

-Quizás podría ser un filósofo-, argumenté en mi cabeza. Imaginé la vida de Sócrates, Platón o el viejo Aristóteles. Tres ancianos sentados todo el día en una esquina observando las nubes, o las hermosas griegas que se contorneaban a su alrededor, o los perros callejeros en busca de un hueso.

-Solo sé que nada sé-, diría Sócrates después de años y años de estar sentado echando barriga en una banca, mientras su barba crecía hasta el cuello. A nadie le importaba cómo se veía, ni que marca de túnica usaba, lo importante era que se sentara a pensar, perdón, a filosofar.

-Wow, qué frase tan magnífica acaba de pronunciar el viejo Socra-, diría Platón, uno de sus compinches y discípulos, quien ahora para no quedarse atrás, tendría que salir con una expresión similar, de lo contrario sus años de pasividad y quietud no trascenderían por siglos, bibliotecas y enunciados.

-Ay carajo-, diría el pobre Platón, -¿Y qué digo yo ahora para no quedar como un idiota ante las generaciones venideras?-

-Ah que cagada-, se quejó de nuevo, ¿cómo es que Sócrates sale con esta frasecita tan chévere? ¿Cómo diablos no se me ocurrió a mí?-, pensaría con rabia y envidia.

Quizás pasaron los meses, y Platón no hallaba las palabras adecuadas para restregárselas a Sócrates en la cara de griego. Sin embargo, durante todo ese tiempo, no se había movido de la silla donde filosofaba la mayor parte del día.

Ese sería su único trabajo. Se levantaba a las 10 de la mañana, se tomaba un yogurt griego, y se sentaba a filosofar.

Ah, qué envidia tengo de la vida de aquellos filósofos griegos.

-Voy a ser filósofo-, pienso ahora con determinación. –Pasaré a la historia por dos o tres pendejadas que piense, y ya no tendré que moverme de mi casa a la oficina, o trasnocharme escribiendo, o planeando el futuro. ¡No! Solamente me dedicaré a filosofar sentado en mi balcón del quinto piso-

De repente una enorme nube gris tapa el sol, y los relámpagos comienzan a anunciar un diluvio inminente.

-Va a llover-, pienso filosóficamente, como lo harían los griegos pensadores famosos.

La verdad desearía no volverme a afeitar nunca más, como lo decidió un día el viejo Aristóteles.

-Pero Aristo-, mencionó su esposa enojada. –Esa barba me causa comezón. Es hora de que te la quites, ¿qué dirán los vecinos?

-No se puede ser y no ser algo al mismo tiempo y bajo el mismo aspecto-, habrá respondido el viejo Aristóteles, sin que su mujer entendiera ni pío.

-Ah que embarrada, ya se volvió filósofo-, mencionaría aquella.

La lluvia comienza a arreciar con violencia. Al cabo de unos minutos, mi balcón está completamente enlagunado, al igual que yo. Un trueno bullicioso sacude mi humanidad, y es ahí cuando me doy cuenta que no pertenezco al clan de los filósofos, que mis frases no trascenderán en la historia, que no tengo vocación pasiva, que debido a mi hiperactividad incontrolable debo estar haciendo mil cosas al mismo tiempo, y que se me ha hecho tarde para irme a trabajar.

-Por lo menos hoy no me afeitaré-, le digo al Aristóteles que llevo dentro, y luego continúo mi rutina.
 
 

lunes, 12 de mayo de 2014

La nevera maldita

Recientemente me trasladé a un nuevo apartamento. La razón principal fue porque mi antigua residencia quedaba muy retirada de mi lugar de trabajo. Debido a mi horario laboral, salgo a las 11 de la noche diariamente, y después tenía que manejar hasta mi casa un trayecto de 30 a 45 minutos.

Muchas veces el cansancio propinó que los ojos se me cerraran por milésimas de segundo, y asustado me daba cachetadas (suaves) para despertar y evitar un accidente.
Ahora, mi nuevo apartamento queda a pocos minutos de distancia de mi oficina, por lo que tardo aproximadamente una canción de radio en llegar.

Pero para no desviarme de lo que quiero contarles, ya no hablaré de la distancia, sino de mi nevera. Resulta que la máquina de hielo se ha negado a hacer su único trabajo, obligándome a llamar al dueño del inmueble y pedirle que me envíe a alguien para organizarla. El buen hombre, al que ahora pago renta, me dijo, ¿sabes qué? esa nevera la compré hace 9 años cuando construyeron el edificio, así que no te preocupes, compraré una nueva.

Le dije que no era necesario, que solamente había que arreglarla, pero él insistiendo me dijo que me despreocupara.

Y así fue, en horas de la mañana del primer día de esta semana, tocaron a mi puerta dos chicos que traían consigo la nueva nevera.

-We bring the new fridge-, mencionó uno de ellos en inglés.

-¿En serio?-, pensé mientras miraba el enorme aparato eléctrico en frente de mi nariz de bruja. -Jamás lo hubiese imaginado-, pensé de nuevo, y les dije que me dieran unos minutos mientras sacaba las cosas de la nevera sin hielo, y la cual ellos se llevarían hacia la morgue de los electrodomésticos.

Con rapidez saqué las cositas que tenía dentro del frigorífero, y las acomodé como pude sobre una mesa. Unas cervezas por allí, la mantequilla por allá, unas salchichas sobre el queso, unas chuletas en la esquina, la leche al lado, unos juguitos alrededor, el jamón a un costado de las zanahorias, mis huevos enseguida del pan, y la lechuga sobre unas papas.

-All yours (todo suyo), les dije a los muchachos, quienes comenzaron a sacar la enorme caja de mi apartamento, y luego maniobraron para entrar al nuevo miembro de la familia. El problema es que la nueva nevera no entraba por la puerta. Así que los encargados de alojar al bicho electrónico en mi cocina, tuvieron que realizar varios movimientos de contorsionistas de circo para lograr su cometido.

-This damn fridge-, (esta maldita nevera), mencionaban ellos una y otra vez, al momento en que sudaban la gota gorda, intentando una misión que parecía imposible.

Como un milagro del mundo de los circuitos, después de casi 40 minutos, posicionaron al elefante metálico en el rincón apropiado.

Y mientras ellos maniobraban los movimientos con la nevera, yo me metí la mano al bolsillo para saber qué dinero tenía y así darles la acostumbrada propina. Pero vaya sorpresa cuando lo único que encontré fue un billete de un dólar. Luego abrí mi billetera, a sabiendas de que nunca cargo dinero en ella, pero con la esperanza de que por arte de magia apareciera algo de efectivo, cosa que no sucedió.

Pensé entonces sí tendría dinero en algún lugar del apartamento, pero la verdad es que nunca mantengo dinero en efectivo conmigo, y me he acostumbrado a pagar todo con la bendita tarjeta plástica que nunca me abandona.

-Qué cagada-, pensé en silencio, sabiendo que aquel dúo de trabajadores saldría mani-vacío de mi casa.

-Do you guys care for some water or juice, or a beer? (¿Les apetece agua, jugo, o una cervecita?), les pregunté; pero ellos dijeron que no.

Luego me hicieron firmar un papel, y me preguntaron si tenía alguna pregunta qué hacerles. Y es allí, en ese preciso momento en que yo debía haber sacado dos billetes y dárselos por su trabajo, pero consciente del contenido de mi bolsillo, ni siquiera osé en hacer un movimiento alguno.

Are you sure you guys don’t want to drink or eat nothing? (¿están seguros que no quieren tomar o comer algo?), pregunté tratando de menguar la falta de la propina ofreciendo los pocos alimentos que me acompañaban.

-No man, we are ok- (No, estamos bien). Y luego se hizo un silencio de varios segundos, momento en el que ellos esperaban la propina que no llegaría.

Con la cara roja de vergüenza les di las gracias, en un momento tan incómodo que me costó mirarlos a los ojos.

Ellos entendieron que no habría dinero proveniente del nuevo propietario de la nevera, y sin decir nada salieron de casa; pero una vez afuera del apartamento, uno le dijo al otro en perfecto español:

-¿Este coño de su madre no nos dio nada?-

Y su amigo contestó: -Gringo tacaño de mierda. Disfruta esa maldita nevera-

Quise entonces decirles que yo no soy gringo, que soy tan latino como ellos, y que también he trabajado esperando una propina, y que no soy un tacaño de mierda, sino que no acostumbro a cargar efectivo conmigo, y que lo lamento pues debí estar preparado con algo de dinero; pero decidí no abrir la boca, y me di un golpe de mea culpa en el pecho.

Luego mire la nevera, y le dije que obviara lo que había escuchado, que ella no era maldita, y que la culpa de los insultos recibidos era únicamente de su nuevo propietario.

Sintiéndome aun mal por el episodio acontecido, comencé a llenarla con mis alimentos.

Luego destapé una cerveza, preparé un emparedado de jamón y queso, y brindé por mis amigos, los chicos latinos que me odian a mí y a mi nevera.

jueves, 8 de mayo de 2014

La señora "I don't know"

Hace unos días me senté con mi madre a observar sus álbumes de fotos, y desempolvar muchos recuerdos que vienen con ellas. Pasamos toda una tarde viendo aquellas imágenes grabadas en papeles, y que ella guarda como uno de sus tesoros preciados. Reímos con algunas, ella lloró viendo otras, y entre suspiros, anhelos y sorpresas, volvimos a evocar tiempos lejanos.

Entre una de tantas fotografías, apareció la imagen de una señora (amiga de mis padres) y que yo no veía desde hace más de 20 años. Al verla un recuerdo agradable llegó a mi mente, y mi primera reacción fue preguntar a mi vieja:

-¿Esa no es la señora ‘I don’t know’?

Mi madre entonces soltó una carcajada, contestando así mi pregunta, y volvimos a recordar una anécdota de la cual aún reímos, y que ahora quiero escribir.

Resulta que aquella mujer viajó de Colombia a Estados Unidos a visitar a sus hijos y nietos, y se quedó allí casi seis meses. Imagino que durante su estadía vacacional, la señora (de la que no recordamos su nombre), escuchaba muchas frases en inglés, y hubo una que le llamó poderosamente la atención.

Un día, aquella mujer preguntó a uno de sus hijos:

-Oye hijo ¿qué significa ‘I don’t know’?

-No sé-, contestó aquel.

La mujer entonces pensó para sí, cómo era posible que su hijo, viviendo tantos años en aquel país no supiese todavía muchas frases en inglés, pero sin darle mayor importancia prosiguió su camino.

Días después, aquella curiosa dama, se acercó a uno de sus nietos, un adolescente que hablaba más inglés que español, y del que estaba segura le resolvería su duda.

-Papito venga pa’acá-, mencionó la confundida abuela.

-¿Qué quiere decir ‘I don’t know’?

-No sé abuelita-, respondió el muchacho, y sin decir nada más, salió rápidamente a jugar con qué se yo.

El hecho es que la señora quedó supremamente frustrada pensando, cómo su familia no sabía el significado de la frase que ella escuchaba con frecuencia.

No contenta con la negativa de sus allegados, la anciana colombiana siguió preguntando a sus conocidos sobre la frase que ya no la dejaba dormir, pero para su sorpresa la única respuesta que escuchaba era: ‘Yo no sé’.

-¿Cómo diablos nadie sabe lo que significa ‘I don’t know’?-, se preguntaba ella insatisfecha; hasta que sin aguantar más, hizo una pataleta en un almuerzo de domingo familiar, y parándose de la mesa, indicó su molestia porque ninguno de los presentes le daba una contestación válida sobre su duda apoteósica.

Imagino entonces que todos rieron, y le explicaron que realmente ‘I don’t know’ era ‘yo no sé’, y que quizás esa noche podría dormir en paz y tranquilidad.

Recuerdo que al llegar de vuelta a Colombia, aquella señora contó a todos la historia del ‘yo no sé’, ocasionando risas entre los presentes, y además que la comenzáramos a recordar como la señora ‘I don’t know’. (Que en paz descanse si ya murió).

-Mami: ¿esa señora se murió?-, pregunté.

-I don’t know-.