Llego a mi trabajo
colmado de una alta dosis de energía. Me siento bien, tranquilo, contento y
hasta con más vigor de lo acostumbrado.
Al entrar al
edificio, me recibe el portero y me saluda de mano. Lo noto cabizbajo, con los
ojos rojos, sudando un poco, y antes de que le pregunte qué demonios le sucede,
un estornudo se abre paso entre nosotros y le sacude las entrañas. Me alejo con
rapidez esperando que el virus no haya impregnado mi ambiente, y a la distancia
le deseo que se mejore, pero él solo contesta con otro estornudo.
Camino entonces
hacia el baño, con la intención de lavarme las manos y evitar así cualquier clase de contagio.
Respiro profundo y de nuevo la vitalidad que me acompaña resalta en mi cuerpo y
en mi mente.
-Hoy será un
gran día-, decreto con certeza, y me dirijo hacia mi oficina.
Saludo con una
sonrisa a todos los que están en nuestra sala de redacción, luego arribo a mi
cubículo, prendo mis pantallas, mi televisor, y me dispongo a contestar las
decenas de correos que tengo pendientes; pero justo antes de comenzar, mi compañero
de al lado emite un fuerte estornudo que logra desconcentrarme y pensar que el
virus se acerca una vez más.
Tras su primer ‘achis’, llega el segundo, y con él un
ataque de tos.
-¿Estás
enfermo?-, idiotamente le pregunto.
Él me mira con
ojos de chinito, como queriéndome decir que sí soy un idiota por la pregunta, y por
simple cortesía me responde: -Sí, me siento un poco mal-, mientras inicia una sonata
de mocos en re menor, que combina con su tos grave de tenor desafinado.
Me reincorporo
entonces en mi silla, buscando a mí alrededor algo que me proteja de la gripe
que me rodea, pero no encuentro nada –desearía tener una careta de hospital
para protegerme, pero no es así-.
-Hola-, me
saluda la periodista que está a mi otro lado. -¿Tienes alguna pastilla para el
dolor de cabeza?-
Le digo que en
el botiquín hay algunas, pero mi respuesta es opacada por los sonoros
estornudos que ahora suenan en coro por la inmensa sala.
Alertado me doy
cuenta que son varios los enfermos, entonces mi alarma personal se activa, y el
pánico de contagio se apodera de mi cabeza. La verdad es que no soy un tipo que
jamás haya sobresalido por tener las defensas altas, y no quiero pasar un fin
de semana en cama con fiebre y la nariz roja. Busco entonces una salida de
emergencia, pero no la encuentro. Decido dejar todo lo que estoy hacienda y
salir del edificio a tomar aire puro.
La energía que
me acompañaba ha comenzado a abandonarme. Ya no me siento bien, no estoy
tranquilo ni contento, y el vigor que me rodeaba se va desbordando lentamente
entre mis dedos.
Recuerdo entonces
que hay un supermercado a pocos metros de distancia. Me apresuro a comprar
vitaminas C, un par de jugos de naranja, algunos pañuelos desechables –por si
las moscas-, un aerosol para limpiar el aire (Lysol), y una botella de
desinfectante de manos.
Al regresar al
edifico, eludo al portero pretendiendo que hablo por mi teléfono. Luego entro a
la oficina y me incrusto en mi silla, no sin antes limpiarla con el
desinfectante, al igual que mis manos, el teléfono, el mouse del computador, y esparcir
al lado de mi espacio el aerosol.
Pero mis
precauciones son inútiles. Solo 30 minutos después, mi nariz comienza a segregar
agua.
-Mierda, me voy
a enfermar-, me digo molesto, al momento en que la garganta me raspa y un latido
en la cabeza surge como pájaro carpintero.
Vuelo hacia el botiquín
y encuentro las pastillas mágicas de la gripe. Me tomo un par con el jugo de
naranja, pero antes de terminarlo, el primer estornudo me abraza.
Odio a mi compañero
de trabajo, al portero, al virus, a sus mocos y a los demás dolores que ahora
quieren jugar conmigo y dañarme los planes del fin de semana.
Paso el resto de
la tarde sumido entre los mocos, los ojos llorosos, el frío del ártico, y café
caliente.
Al salir de la
oficina oso preguntarle de nuevo al culpable de mi estado de salud:
-¿Cómo te sientes
ahora?-, pero el sonido de mi voz raya en la ronquera, como si fuera un
cantante de rock and roll o un fumador empedernido.
-Mucho mejor.
Gracias por preguntar-, indica él. Luego me dice: -No deberías venir así a la oficina, pudieras contagiar a alguien más-