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martes, 27 de septiembre de 2016

La mujer que ha cambiado mi vida


Solo tiene dos meses de nacida y ya comienza a cambiar mi rutina. Jamás pensé que una persona tan pequeñita, tan frágil y tan apartada de la realidad del mundo en que me muevo, fuera a generar drásticas transformaciones en mi ser. Aún recuerdo la primera vez que la vi. Era una tarde de verano, donde puedo jurar que fue ella la que me escaneó con sus ojazos marrones, y luego me lanzó una mueca de aprobación. Quise cargarla, pero me dio miedo hacerle daño.

Con el paso de los días fue creciendo un fuerte lazo invisible entre ambos. Se parece a su madre –afortunadamente-. La observo mientras duerme, y me remonto a una época remota de mi infancia, donde cuidaba a mi hermanita menor, mientras ella abrazaba ángeles y morfeos.

Ya le he leído sus primeros cuentos, y sé que ella se da cuenta de que son historias mágicas, tan mágicas y fabulosas como los colores que ve y que son imperceptibles para nosotros.

Solo tiene dos meses, y ya mi vida es diferente. La amo con ternura. Cuando estoy con ella me siento una mejor persona. Como payaso de circo, le hago caras con la intención de hacerla reír. Creo que mi trabajo como bufón va dando resultado, pues ya ella se carcajea con mis idioteces.

Pero no todo es una fantasía. La pequeña llora sin parar durante las noches. No exagero al escribir que durante los dos meses de su llegada me desvelo en el infierno de su llanto y sus quejidos, que retumban en mis oídos.

Si nos vieran a las 6 de la mañana, podrían describir a una hermosa bebé que duerme plácidamente en su cunita rosada, y al vecino del apartamento contiguo que camina por los pasillos del edifico como zombi de video musical.

Con tan solo dos meses, ya es la causante de mi letargo constante.

jueves, 15 de septiembre de 2016

Un buen malentendido

Conduzco mi auto hasta el edificio donde mi esposa tiene su oficina. Ha pasado ya el mediodía e iremos a almorzar.


-Bajo en 5 minutos-, me dice, entonces parqueo como puedo con las luces intermitentes en una zona con exceso de tráfico. De un momento a otro observo que salen del mismo edificio dos hermosas damas que estoy seguro son modelos de alguna firma de ropa interior–son preciosas-. Con mi mirada sigo sus pasos elegantes, sin imaginarme que las diosas caminan en dirección a donde estoy, y se montan en la parte trasera de mi carro.


-Hola-, me dicen con una sonrisa que me derrite.


-Hola-, les contesto nervioso. -¿Les puedo ayudar?-, pregunto, esperando que realmente pueda ayudarlas en cualquier cosa.
-¿Tienes la dirección a la que vamos?-, me dice la rubia de ojos verdes de una manera coqueta y tentadora.


-No tengo idea de qué hablas, y lamento no poderlas llevar a ninguna parte-


-¿Esto es un Uber?-, inquiere la morena voluptuosa, mientras ambas se muestran sorprendidas, aunque no tanto como yo.
-Nope. No es un Uber-.


-Ay corazón, discúlpanos, qué vergüenza-, y sus risas suaves chocan contra las ventanas y se devuelven como ondas rozándome los sentidos.


Luego cruzamos un par de palabras amables, y se despiden risueñas.


En ese momento, observo a mi esposa que sale del edificio y que ha observado a las dos damiselas bajándose de mi carruaje y diciendo adiós con sus manos.
Un frío de muerte me recorre el pellejo. La cara de mi amada ha cambiado. Ahora luce serie y sé que miles de pensamientos rondan su mente al mismo instante.


-¿Y esas quiénes son y de dónde las traías?-
Intento exponerle el malentendido, pero el nerviosismo se apodera de mí como si realmente aquellas dos monumentales chicas fueran mis amantes. Sin entender la razón, una risa malhechora se apodera del momento, y ella me mira mientras sé que duda de mis argumentos.


La verdad es que mi único pecado es no manejar un uber.

lunes, 12 de septiembre de 2016

Casi 100 años de soledad.


Mi abuela ‘Alla’ como le decimos desde siempre, cumple 94 años. Su cuerpo aún fuerte no lo sabe bien, tampoco su mente olvidadiza que pregunta con frecuencia cuánta edad tiene, y quizás menos, muchos de sus nietos y amigos, que no tienen idea del año exacto de su nacimiento.
Alla es una mujer especial. A pesar de completar casi un siglo de vida, sus ideas son modernas y sus puntos de vista se acoplan a la tolerancia y al respeto por la diferencia. Con voz gruesa y afinada, todavía canta aquellos tangos gardelianos de una manera sublime, y en cada frase musical que brota de su alma, puedo apreciar cientos de recuerdos que llegan a su mente durante su interpretación.
Recita poemas de muchas estrofas con la capacidad de una oradora internacional y sin vacilar por un instante sobre el verso siguiente, como si aquellos escritos se hubiesen impregnado en su lengua de manera indefinida. También narra con impresionante precisión la campaña libertadora de la Nueva Granada, entregando señales y detalles concisos de la vida de Simón Bolivar, en donde con facilidad cualquiera pudiera pensar que fue su amiga o su amante.
Alla ahora ríe con frecuencia, aunque años atrás, el llanto y la tristeza eran protagonistas en su vida. Viuda desde muy joven, quedó encargada de sus cuatro hijos pequeños, a los que tuvo que sacar adelante con el sudor de su trabajo como maestra en veredas y pueblos alejados. Luego la pérdida intempestiva de su único hermano fue un golpe bajo, y el inicio de una cadena de trágicos sucesos que conllevaron la muerte de su hija, sus padres y su tía de crianza en menos de un año.
Entregada a la pena, jamás volvió a sonreír. A sus sesenta años un enfisema pulmonar, consecuencia de sus muchos cigarrillos diarios, la dejó al borde de acompañar a sus familiares ausentes, pero la parca que juega con todos, se negó a invitarla a su viaje desconocido y se enamoró de sus canciones y poemas, decidiendo entonces que la vieja enferma del alma, con los recuerdos tristes y el pecho marchito, se quedaría por mucho tiempo más.
Alla se acostumbró a olvidar sus dolores más intensos –los que llevaba en su corazón-, y abrazándose al Alzheimer que llegó como invitado de honor, comenzó a vivir una vida donde ya no la atormentan las memorias tristes. Creo que a propósito enterró en un cajón del inconsciente aquellos tragos amargos, y dejó aflorar los momentos de idilio y romanticismo que han marcado sus más de nueve décadas.
No es Juana de Arco, ni Manuelita Sáenz, o Clara Zetkin, pero su trayectoria andariega la ha convertido en una heroína para quienes la conocemos. Gracias a su trabajo e inteligencia, su familia logró educarse y entregar frutos a las nuevas generaciones. Su lucha constante la convirtió en una ícono de todos los que de una u otra forma tenemos que ver con ella, con mi abuela, la mujer de hierro, esa que a sus 94 años me dice que el secreto de la vida es hacer lo que me haga feliz sin hacerle daño a nadie, y luego –sin tapujos- me cuenta un chiste atrevido donde va implícito su inteligencia y locuacidad.
Hoy a la distancia abrazo a mi vieja, a la abuela que no sabe cocinar ni tejer, a la que no le teme a la muerte, pues ahora son amigas que se respetan y admiran.
La llamaré a felicitar y seguramente cantaremos juntos ‘Recuerdos de Ypacaraí’, nuestra preferida.
 
 


jueves, 1 de septiembre de 2016

Mis paupérrimas defensas.


Llego a mi trabajo colmado de una alta dosis de energía. Me siento bien, tranquilo, contento y hasta con más vigor de lo acostumbrado.

Al entrar al edificio, me recibe el portero y me saluda de mano. Lo noto cabizbajo, con los ojos rojos, sudando un poco, y antes de que le pregunte qué demonios le sucede, un estornudo se abre paso entre nosotros y le sacude las entrañas. Me alejo con rapidez esperando que el virus no haya impregnado mi ambiente, y a la distancia le deseo que se mejore, pero él solo contesta con otro estornudo.

Camino entonces hacia el baño, con la intención de lavarme las manos y evitar así cualquier clase de contagio. Respiro profundo y de nuevo la vitalidad que me acompaña resalta en mi cuerpo y en mi mente.

-Hoy será un gran día-, decreto con certeza, y me dirijo hacia mi oficina.

Saludo con una sonrisa a todos los que están en nuestra sala de redacción, luego arribo a mi cubículo, prendo mis pantallas, mi televisor, y me dispongo a contestar las decenas de correos que tengo pendientes; pero justo antes de comenzar, mi compañero de al lado emite un fuerte estornudo que logra desconcentrarme y pensar que el virus se acerca una vez más.

Tras su primer ‘achis’, llega el segundo, y con él un ataque de tos.

-¿Estás enfermo?-, idiotamente le pregunto.

Él me mira con ojos de chinito, como queriéndome decir que sí soy un idiota por la pregunta, y por simple cortesía me responde: -Sí, me siento un poco mal-, mientras inicia una sonata de mocos en re menor, que combina con su tos grave de tenor desafinado.

Me reincorporo entonces en mi silla, buscando a mí alrededor algo que me proteja de la gripe que me rodea, pero no encuentro nada –desearía tener una careta de hospital para protegerme, pero no es así-.

-Hola-, me saluda la periodista que está a mi otro lado. -¿Tienes alguna pastilla para el dolor de cabeza?-

Le digo que en el botiquín hay algunas, pero mi respuesta es opacada por los sonoros estornudos que ahora suenan en coro por la inmensa sala.

Alertado me doy cuenta que son varios los enfermos, entonces mi alarma personal se activa, y el pánico de contagio se apodera de mi cabeza. La verdad es que no soy un tipo que jamás haya sobresalido por tener las defensas altas, y no quiero pasar un fin de semana en cama con fiebre y la nariz roja. Busco entonces una salida de emergencia, pero no la encuentro. Decido dejar todo lo que estoy hacienda y salir del edificio a tomar aire puro.

La energía que me acompañaba ha comenzado a abandonarme. Ya no me siento bien, no estoy tranquilo ni contento, y el vigor que me rodeaba se va desbordando lentamente entre mis dedos.

Recuerdo entonces que hay un supermercado a pocos metros de distancia. Me apresuro a comprar vitaminas C, un par de jugos de naranja, algunos pañuelos desechables –por si las moscas-, un aerosol para limpiar el aire (Lysol), y una botella de desinfectante de manos.

Al regresar al edifico, eludo al portero pretendiendo que hablo por mi teléfono. Luego entro a la oficina y me incrusto en mi silla, no sin antes limpiarla con el desinfectante, al igual que mis manos, el teléfono, el mouse del computador, y esparcir al lado de mi espacio el aerosol.

Pero mis precauciones son inútiles. Solo 30 minutos después, mi nariz comienza a segregar agua.

-Mierda, me voy a enfermar-, me digo molesto, al momento en que la garganta me raspa y un latido en la cabeza surge como pájaro carpintero.

Vuelo hacia el botiquín y encuentro las pastillas mágicas de la gripe. Me tomo un par con el jugo de naranja, pero antes de terminarlo, el primer estornudo me abraza.

Odio a mi compañero de trabajo, al portero, al virus, a sus mocos y a los demás dolores que ahora quieren jugar conmigo y dañarme los planes del fin de semana.

Paso el resto de la tarde sumido entre los mocos, los ojos llorosos, el frío del ártico, y café caliente.

Al salir de la oficina oso preguntarle de nuevo al culpable de mi estado de salud:

-¿Cómo te sientes ahora?-, pero el sonido de mi voz raya en la ronquera, como si fuera un cantante de rock and roll o un fumador empedernido.

-Mucho mejor. Gracias por preguntar-, indica él. Luego me dice: -No deberías venir así a la oficina, pudieras contagiar a alguien más-