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miércoles, 31 de marzo de 2021

La tardanza que tanto espero.

Mi pequeñito viene en camino y según los cálculos iniciales de la cigüeña que contratamos para su viaje, su llegada sería a mediados de junio. Pero, imagino que por la pandemia, las fechas cambiaron y ahora nos ha puesto a correr con la construcción de una pista de aterrizaje, pues en una misiva inesperada nos indicó que planeaba sorprendernos con un arribo prematuro. Y sí... vaya sorpresa.

La verdad es que en casa lo estamos esperando con ansias, no solamente su mamá y yo, sino además un par de elefantes, un león, un cocodrilo, un tigre y un rinoceronte, que no dejan de susurrar en las madrugadas los planes que tienen para entretenerlo, logrando fácilmente que me sume a la conversación encantadora donde lo imaginamos disfrutando la vida y descubriendo con ímpetu la magia que tantos hemos olvidado. 

Sabemos por anticipado que a pesar de que ahora solo pesa dos libras y 13 onzas, su presencia es gigantesca entre sus allegados y que su sobrenombre de 'arrocito' es el común denominador de cada conversación diaria. Apenas ha comenzado a abrir los ojos en su cueva caliente y ya tiene fuera de ella una mini biblioteca con tomos llenos de fantasía, con libros que siguen llegando a su nombre de muchas partes, con poemas y canciones dedicadas a su existencia de pocos meses, con espacios designados para que él mismo los llene con sus historias favoritas.

Mi principito de movimientos acelerados, de hiperactividad extrema, de palpitaciones sonoras, presume con certeza que es generador de suspiros y, aprovechándose de nuestra desmesura de amor, está intentando casi con éxito dar un salto por los signos zodiacales y escoger su propio destino. Y a pesar de la ansiedad por tenerlo fisicamente en este plano, por verle su cara de pirata al encontrar el tesoro de la isla, por olerlo y contar cada noche sus dedos para verificar que el cocodrilo de la repisa no se ha comido alguno de ellos, le hemos pedido encarecidamente que retarde por unas cuantas semanas su descenso, que se cocine mejor en el horno casero de leña eslovaca y que entre a jugar en el segundo tiempo, pues de lo contrario le tocaría quedarse por muchas lunas en una cuna de cristal caliente VIP donde los animalitos de casa no tendrán acceso.

La verdad es que el dueño de los animales de peluche y de los corazones de muchos, aun no está del todo desarrollado como queremos y una aparición de ipso-facto puede conllevar algunos dolores de cabeza que no se curan con un solo Advil.

Pero el destino es inesperado y muchas veces, la mayoría, la rueda gira por senderos enlodados para enseñarnos a ser mejores conductores. Como dice Matilde, la abuelita de mi arrocito, "una cosa piensa el burro y otra el que lo monta", y mi pedacito de corazón, así chiquito como se ve en las pantallas de este hospital, tiene la determinación de torear la vida a su propio ritmo. 

Así que anticipado, cumplido o tardío, detrás de su figurita de 29 semanas hay un ejército de almas apoyándolo desde ya en muchos aspectos. Doctores y enfermeras que hacen esfuerzos por entretenerlo un poco más dentro de su primera morada, familiares que están pendientes a la distancia de cada patada de Kung-Fu que se escucha en los monitores, amigos que mandan desde muchas partes de este globo su mejores energías para que el paracaídas en el que viene se abra plenamente y logre caer de pie.

Y aquí, sentado en una silla que se abre a medias y en la que intento descansar desde hace varias noches (y en la que seguramente pernoctaré por semanas), analizo la vida. Quizás si esto hubiese pasado algunos años atrás estaría asumiendo un rol de víctima, preguntándome la razón por la que algunas cosas no salen de la forma en que quieres, incluso maldiciendo la suerte. Pero hoy no lo hago más, por el contrario, estoy agradecido de que mi hermoso gordito o flaquito esté a punto de reventar su globo porque pienso en todos aquellos bebés que nacen de manera anticipada sin los cuidados médicos para que logren sobrevivir, en aquellos que sufren dolencias sin acceder a servicios sanitarios dignos, justos.

A pesar de mi preocupación normal, hoy me pregunté qué estoy aprendiendo con este proceso, de qué manera esta vivencia me hace crecer. Y he hallado diversas respuestas, como que no puedo controlar todo lo que quiero, que puedo hacer un alto en el camino y tanto mi trabajo como otras obligaciones pueden continuar sin mí, que la prioridad en la vida es la familia, que tengo círculos de gente que nos apoya, que mi fe en otros se fortalece, que la vida se juega sin instrucciones y que esa fuerza universal divina definitivamente está en cada uno de nosotros y por ende somos todos.

Sin llegar todavía, el pequeño saltarín ya me está enseñando lecciones de vida, por eso no tengo duda alguna que mi mejor maestro está cada vez más cerca de este pupilo que llora con las luces apagadas.






martes, 9 de febrero de 2021

Galletas, sangre y adrenalina: el árbol prohibido.

Salgo a caminar por las calles de mi barrio. Ha pasado la medianoche y un viento frío sopla con fuerza sobre mi rostro desnudo. Me he quitado por fin el tapabocas, aprovechando la soledad de las aceras. 

Sin prisa, como en pocas ocasiones, emprendo el camino iluminado por las luces de las lamparitas que se posan cada cierto número de pasos. El sonido de los grillos me acompaña y de vez en cuando se cruza con rapidez uno que otro gato, quizás asustado por mi andar zigzagueante (por falta de equilibrio).

Respiro profundamente y me detengo en una esquina cualquiera donde se posa un enorme árbol con sus raíces salidas. Creo que he pasado por ese mismo lugar cientos de veces en los años que llevo viviendo cerca, pero es la primera vez que me detengo a contemplarlo.

Recuerdo entonces cuando hace muchos años, tantos que pareciera una vida distinta, solía subirme en uno de los árboles de la casa de mi abuela. Allí pasaba horas enteras escondido, visualizando el mundo desde la altura, comiendo galletas de dulce e imaginando que algún día edificaría una casita entre sus ramas donde pudiera pasar la noche.

Pero nunca hice esa casa en el árbol. Y el tiempo pasó inclemente. Creo que esa fue la última vez que me subí a un árbol.

Así que sin cuestionarme los motivos para no volverlo a hacer, decidí emular aquellos recuerdos satisfactorios. Ahora no tenía galletas en los bolsillos, ni tampoco tenía que esconderme de nadie, solo de mí mismo.

Para mi suerte, la esquina donde estaba el enorme tronco no tenía luces, así que nadie podría percatarse de mi inocente aventura. Sin la elasticidad de mis años de adolescencia emprendí el ascenso, pero no encontraba con facilidad un sendero de apoyo que me ayudara a escalarlo. 

Sin rendirme, pensé en una manera poco convencional para llegar hasta una de sus ramas. Tomé varios metros de impulso y corrí con prisa hacia su tronco, luego me elevé en el aire como jugador enano de baloncesto y me agarré de una de sus bifurcaciones, y con extrema dificultad y ayudado con mis piernas largas logré por fin treparme como malabarista callejero al primer piso.

-Lo logré-, me dije entusiasmado y lleno de orgullo, sin percatarme que había causado suficiente ruido como para que el vecino de la casa contigua se despertara y prendiera la luz de su habitación.

-¿Quién anda allí?-, gritó sin mucha amabilidad.

-Mierda-, pensé asustado. ¿Cómo le explico que estoy recordando viejos tiempos y que no soy un ladrón de paso que intenta saltar hasta su predio?

El hombre se asomó a su ventana y volvió a gritar. Creo que en la oscuridad de la madrugada logró ver mi sombra y se asustó. Luego ordenó a alguien más que estaba con él a que llamara a la policía.

Mil pensamientos pasaron por mi mente en un segundo. Tenía que escapar de allí antes de que llegaran los uniformados y me acusaran de melancólico en primer grado de estupidez.

No podía permitir que mis anhelos de juventud terminaran en un arresto sin motivo, así que ante las nuevas voces de emergencia que se recitaban dentro de esa vivienda, decidí que tenía que saltar del árbol, pero todo estaba muy oscuro y no tenía certeza del lugar donde caería. 

Mientras planeaba mi salto al vacío, los bichitos también se despertaron y molestos se abalanzaron contra mis piernas. Ahora estaba picado por varios de ellos, enfrentaba el peligro inminente de la caída al vacío y esperaba con espanto las sirenas policiales o un disparo del enojado sujeto.

A la voz de tres salté sin paracaídas y mi rodilla izquierda recibió el impacto de la tierra mojada. Luego emprendí los cien metros planos (zigzagueantes) como caco de vereda, tratando de llegar a mi edificio antes de que otras luces se encendieran.

Ahora estoy en casa, con una rodilla sangrando y con picaduras de hormigas hasta en las nalgas, además con un antojo mortal de galletas de dulce (inexistentes en mi cocina).

En mi pericia frustrada olvidé el tapabocas colgado en el árbol, el que servirá de evidencia reina (si se animan a hacerle examen de ADN) de que un tipo sin mucha motricidad y con sus recuerdos intactos, extraña a su abuela.