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jueves, 29 de agosto de 2013

Una historia sin historia

Esta tarde, después de varias horas de intenso trabajo, bajé al supermercado que se encuentra en el primer piso del edificio donde está mi oficina, con la intención de comprar algo para comer.
Solamente tenía unos pocos minutos para mi tarea alimenticia, pues los invitados al estudio de grabación ya estaban llegando, y teníamos que comenzar a rodar las cámaras de televisión inmediatamente.
Pero yo sabía bien que si no comía algo primero, no tendría la capacidad mental adecuada de producir toda una hora de programa. Lo que sucede es que a veces cuando me da hambre, comienza a dolerme algo dentro de mi estómago, y una ansiedad enorme se apodera de mí.
Casi corriendo llegué al supermercado, pero al entrar vi una larga fila de clientes que intentaban pagar sus compras. Para mi desgracia solamente había una cajera atendiendo.
Impaciente tomé dos pastelitos de chocolate y un gaterode, y me dispuse a hacer la fila. Debido a mi fatiga, decidí por comerme el primer pastel mientras esperaba que la lenta mujer que trabajaba cobrando, decidiera dejar de hablar con uno de sus clientes y prosiguiera con su labor diaria.
Yo miré el reloj con desespero una y otra vez, como si al hacerlo el segundero caminara más despacio de lo habitual. Mientras tanto, la fila parecía no moverse en absoluto.
Pensé en la posibilidad de dejar el gaterode y los pasteles, y regresar al estudio de televisión, pero recordé que ya uno de los ricos pasteles reposaba en mi estómago, por lo que salir de aquel sitio no era una alternativa.
Pensé también en decirle a la mujer que atendía que llevaba prisa, y dejarle el dinero, pero al buscar en mis bolsillos, me di cuenta que no llevaba efectivo, y que tendría que pagar con mi tarjeta de crédito.
Volví a mirar el reloj, pero el segundero parecía correr como si compitiera en una carrera de fórmula uno.
Al imaginar que mis invitados ya podrían estar esperándome, comencé a sudar, y a sentir que mi corazón aceleraba su ritmo cardiaco. Ahora el segundero y mi palpitación apostaban una carrera.
El pastelito que yacía en mi interior comenzaba a vinagrarse de mi preocupación. Preso de la ansiedad, destapé el gaterode y me tomé varis tragos.
Luego le dije a la señorita de la tienda, que si podía habilitar otra caja registradora, pues tenía mucho afán, pero esta me miró con extrema calma, y me dijo que no había nadie más, y que tendría que esperar mi turno.
Otra gota de sudor congelado se deslizó por mi rostro. Una nueva mirada al segundero confirmó mis sospechas: Habían pasado casi 8 minutos eternos desde el momento en que había entrado a aquel sitio.
Sin saber qué más hacer, miré el segundo pastelito de chocolate y le di un mordisco de furia.
Lamentaba profundamente haber entrado en aquel sitio, en aquel momento, y tener que esperar a aquella lenta empleada.
Por fin mi turno llegó.
La mujer me miró con enojo bajó sus lentes bifocales, y luego me dijo:
-Hay que respetar el turno de todos los clientes-
Yo la miré y preferí no decirle nada, además no quería atragantarme con mi pastelito de chocolate.
Luego salí con rapidez de aquella tienda, y comencé a correr hacia el estudio de televisión. Eran solamente unos cuantos metros, pero esta tarde la distancia se duplicó.
Creo que corrí muchos kilómetros para llegar por fin al canal. Luego abrí la enorme  puerta de cristal con mi tarjeta, y entré apurado.
En ese momento el director salió de su oficina, y me saludó amablemente, agregando:
-Los invitados no han llegado, yo voy a ir al supermercado y ya regreso-.
Abrazos para todos.

lunes, 26 de agosto de 2013

Adiós pedacito de cielo.

Mi hermana mayor llegó hace un poco más de dos meses a mi casa con una sonrisa pícara. Sabía que algo estaba tramando, pero no le pregunté de inmediato, dejando que ella jugara conmigo hasta que me contara lo que traía entre manos.
Mi hermosa hermana y yo siempre hemos sido muy unidos. Recuerdo constantemente aquellas tardes en Colombia cuando éramos dos pequeños, y en las que jugábamos por horas usando solamente nuestra imaginación.
Juntos fuimos astronautas, bomberos, doctores, estrellas de rock, tenistas, trapecistas (con caídas incluidas), ciclistas, y cualquier otra profesión que se nos ocurriera. Juntos viajamos en esas tardes a Asia, a África, donde montamos elefantes, a Saturno, y a cuanto sitio nos diera la gana, porque jamás tuvimos límites en nuestros destinos.
Recuerdo que era ella la persona que me hacía dormir en las noches, mientras me contaba historias que se inventaba en el mismo momento. Ella fue quien me enseñó a imaginar otros mundos, a llevar mi mente a lugares coloridos, a adentrarme en aventuras irreales. Fue ella quien me abrió las puertas a lo inimaginable. Gracias a ella, quise ser escritor.
Sin que su hermosa sonrisa se le borrara de su rostro, mi hermana me miró y me dijo que cerrara los ojos y abriera las manos.
Yo seguí sus indicaciones, e instantes después pude observar sobre mis dedos unos escarpines amarillos, lo que me ocasionó una alegría inmensa.
-Estoy en embarazo-, me dijo mientras sus bellos ojos azules alumbraban mi cocina.
Con felicidad nos fundimos en un abrazo, e inmediatamente pude sentir aquel pedacito de cielo que cargaba en sus entrañas, y que vendría a alegrarnos la vida, tal como lo ha hecho mi hermoso sobrinito (su primer hijo).
Los días fueron pasando, y la ilusión en mi familia se acrecentaba. A pesar de tener solamente unas pocas semanas de embarazo, ya todo giraba en torno al nuevo miembro de este circo que es mi familia.
Con las semanas, una lista de nombres fue apareciendo en escena. Todos teníamos nuestros preferidos, fuera para niño o niña. La verdad yo tenía muy claro que mi hermana tendría una hermosa niña, con la que ya me imaginaba corriendo en los parques y comprándole cuanta cosa quisiera. Aquel bebé ya era nuestro pedacito de cielo.
Pero no todo en la vida es color de rosa, como el vestidito con el que me la imaginaba.
Ayer los dolores llegaron al vientre de mi bella hermana, y horas después comenzó a sangrar. Rápidamente todos nos movilizamos hacia el hospital, donde después de realizarle un ultrasonido el médico verificó que el corazón de nuestro bebé no estaba latiendo.
-Debemos esperar hasta mañana para verificar la suerte del feto-, manifestó el galeno.
La noche fue larga para todos. A pesar de que mi hermana vive en su propia casa con mi cuñado y mi sobrinito, toda la familia estuvo pendiente y en vilo de lo que sucedería.
El desenlace llegó hoy en la tarde. Los dolores se acrecentaron al punto tal que el sangrado aumentó.
-Lo lamento-, dijo su ginecólogo nuevamente.
El corazoncito de nuestro pedacito de cielo dejó de latir, y de la misma manera los nuestros murieron un poquito con la pérdida de aquella ilusión.
A pesar de que solamente habían pasado un poco más de ocho semanas, ya nuestro bebé hacía parte integral de nuestras vidas. Hoy la tristeza embarga a nuestros ojos, pero tenemos la convicción de que un pedacito de cielo nos esperará en la distancia.

miércoles, 21 de agosto de 2013

El silencio ante la muerte.

Hoy he visto imágenes que se quedarán grabadas en mi memoria hasta que me vaya de este planeta. Quizás ustedes también las vieron. Se trata de los cientos y cientos de personas muertas en Siria, supuestamente por un ataque con armas químicas perpetrado por el régimen de ese país. El gobierno ha aceptado su intervención, pero ha negado que lo haya hecho con armas químicas. No obstante hay varios videos que muestran a muchas personas muertas y a otros agonizando, sin tener rastro alguno de sangre o heridas en sus cuerpos. Inclusive muchos de ellos se ven muriendo debido a que no pueden respirar.
Muchos medios de comunicación ya han catalogado este hecho criminal como el peor ataque químico en los últimos 25 años en este país. Hasta el momento en que escribo esta nota (8:10 pm del miércoles 21 de agosto 2013), van más de 1400 víctimas, incluyendo a decenas, o tal vez centenas de niños.
A continuación quiero compartir una de las muchas imágenes que existen sobre este trágico día. Sé que es de un contenido horripilante, pero es la cruda realidad que vivimos en este planeta.

A medida que veo estas imágenes, no puedo evitar que la tristeza me embargue, y un fuerte dolor de cabeza se apodere de mí.
Yo nací en Colombia, un país donde tuve que vivir muy de cerca de la violencia generada por los carteles del narcotráfico. Crecí escuchando carro bombas explotar, viendo a cuerpos inertes después de ser asesinados en una calle cualquiera, siendo víctima constante de robos, sintiendo muy de cerca el flagelo del secuestro, sabiendo que los asesinos miembros de los grupos guerrilleros podrían en cualquier momento elegir a alguien de mi familia, o de mis amigos para jodernos la vida, (como lo han hecho por los últimos 50 años). He visto de cerca las secuelas de la guerra, de la intolerancia, de la inseguridad, de la maldad, de la ambición económica, y fueron estas secuelas una de las razones poderosas por las que decidí salir un día de allí.  Amo a mi país, a su gente buena, a mis recuerdos, pero no puedo negar que cuando me residencié en otra nación, comencé a dormir mucho mejor, y a vivir con la tranquilidad que jamás había tenido.
Sin embargo, nadie jamás puede acostumbrarse a la guerra, a las muertes violentas, a las injusticias, a la maldad.
Hoy me siento supremamente triste por quienes murieron en Siria. Sé que esta nación gobernada por un tirano, por un régimen malévolo, viene sufriendo en carne propia desde hace 29 meses, y ya son cientos de miles los muertos en esta guerra entre el régimen y los grupos de oposición.
Mientras tanto, el mundo entero se cruza de brazos.
Todos vemos lo que sucede allí, pero quienes pueden hacer algo para evitarlo, no lo hacen.
Creo que esta omisión es propia de la condición humana. Nos importa poco lo que le sucede al otro, con tal de que no nos toquen a nosotros.
Este silencio sepulcral ante la muerte ajena, ante las injusticias del mundo, es lo que nos tiene sumidos en este caótico hueco oscuro.
Una vez más, quiero recalcar que esta página es personal, y todas mis opiniones por ende lo son. (No son opiniones de la empresa donde trabajo, y por eso me he abstenido de escribir sobre noticias, pues no quiero abrir la puerta a un conflicto de intereses).
Gracias por leerme, y antes de despedirme quiero dejarnos con una pregunta:
¿Qué hacemos nosotros para detener las injusticias contra otros?
Un abrazo.

martes, 20 de agosto de 2013

Mejorar es una obligación personal.

Un amigo propietario de un exclusivo gimnasio en Miami, me pide que vaya a visitarlo a su negocio para hacerme un plan de nutrición y ejercicios, ya que según él, no luzco bien físicamente.
Ante su insistencia de varias semanas, y el gordo reflejo de mi espejo miope, decido hacerle caso y pasar por su sitio de trabajo. (Así me lo quito de encima de una vez por todas).
Al llegar allí, encuentro a varias personas que trabajan en diferentes canales de televisión, todos se ven atléticos y desprenden energía. Nos saludamos con abrazos, y algunos me dan la bienvenida. Suponen que comenzaré a entrenar con ellos.
-Hola Héctor-, me saluda una destacada actriz de telenovelas y amiga personal.             
-Ya era hora de que entrenaras con nosotros-, me dice delante de todos, mientras me mira la barriga. Inmediatamente los presentes (que conozco bien), sonríen y en silencio le dan la razón.
Yo no les contesto, y me limito a sonreírles, mientras por primera vez comparo mi cuerpo con el de ellos. Mi amigo que se da cuenta que todos nos conocemos, me habla de los avances físicos que ha logrado con sus clientes, y la rapidez con la que han mejorado su imagen. Sinceramente tiene razón, ya que quienes se encuentran allí (7 personas), lucen muy bien.
Luego nos dirigimos a una oficina donde mi amigo tomará las medidas de mi masa muscular, y de la grasa que me sobra.
Aunque no estoy obeso (aún), ya comienzo a tener algunos avisos de llantas, y mi abdomen no es digno de enseñar. (Creo que tengo las medidas exactas de la cintura de una reina de belleza, pero en mi caso son tres reinas de belleza juntas).
El nivel de grasa en mi brazo es alto, y mi verdugo me dice que estoy reteniendo líquido en mi cuerpo.
-Si sigues así, en unos pocos años estarás en mal estado-, dice seriamente.
Le digo a mi amigo que yo corro diariamente, y hago casi 500 abdominales cada vez que voy al gimnasio. Él me cree, y me dice que el problema radica en la manera en que me alimento.
-¿Qué desayunaste hoy?-, me pregunta curioso.
-Dos salchillas fritas, un huevito en cacerola, pan tostado, café y juguito de naranja. Algo normal-, le contesto.
-¿Y qué almuerzas por lo regular?-, vuelve a inquirir.
-Siempre tomo sopa, y luego un plato con arroz, fríjoles, carne, maduritos, una arepa…-, y mientras voy enumerando lo que me como en el almuerzo, miro su cara y noto que sus ojos comienzan a abrirse más y más cada vez que anexo un nuevo elemento a mi plato, por lo que decido mentirle: -…También un poquito de ensalada-, digo orgulloso.
-Ay hermano, con razón no ves resultados. Estás comiendo muy mal-, argumenta.
-Pero es que yo trabajo mucho y tengo que alimentarme bien-, comienzo a excusarme, pero él me dice que todos allí trabajan mucho y que debo controlar lo que me como, y educarme mejor sobre mi alimentación.
-Te voy a hacer un plan de nutrición, pero debes seguirlo al pie de la letra. Te garantizo que en menos de 3 meses verás resultados en tu cuerpo, y además te sentirás mucho mejor de ánimo, y….-.
En ese momento todo lo que escucho es bla, bla , bla, y en lo único que puedo pensar es que no podré volverme a comer el pan colombiano con queso y mantequilla que me fascina, o la bandeja paisa que devoro todos los jueves donde mi hermana, o las salchillas que me esperan ansiosas para que me las coma cada desayuno, o el chocolatico caliente con galletas a la 1 de la mañana, o la cerveza fría de los viernes en la noche. Sin pensarlo más, decido darle las gracias y retirarme, pues la verdad es que mi cuerpo no luce tan mal como ellos piensan.
Mi amigo que parece leer mi mente, me dice que me siente, y comienza a darme una cátedra de salud.
-Héctor, tú puedes lucir mucho mejor, además aquí yo estaré supervisándote personalmente, y estamos entre amigos. No es lo mismo que entrenes aquí en privado que en un gimnasio donde no sabes bien qué hacer-
Al hablar del precio, me dice que me hará un descuento especial, y que en tres meses que vea resultados, volveremos a tocar el tema de dinero. La verdad es que le está ofreciendo a mi bolsillo un buen plan.
Sin pensarlo demasiado, acepto su propuesta, sabiendo que será un gran sacrificio organizarme a su plan nutricional, pues no estoy educado para comer de la manera en que él lo quiere.
-Te espero mañana para que comencemos-, me dice, y luego da la noticia a los otros que tendrán un nuevo compañero de entrenamiento.
Todos se alegran por mí, y me hacen sentir como si pesara mil libras.
Al llegar a casa, abro la nevera y observo toda la comida que no podré volver a comer (al menos por ahora).
Luego, preparo mi almuerzo prohibido y me siento a disfrutarlo, sabiendo que mañana mi nevera lucirá diferente por dentro. Ojalá yo comience a lucri diferente por fuera.
Un abrazo a todos.

lunes, 19 de agosto de 2013

La rutina que yo quiero.

Son casi las 5 de la tarde, y se me antoja un café. Con paso firme salgo del edificio donde trabajo, y me encuentro con un sol radiante que ilumina este lunes y que me golpea los ojos, ya que llevo enclaustrado varias horas dentro de cuatro paredes sin ventanas. Muchas personas comienzan a abandonar sus oficinas, y sus reacciones son las mismas a la mía. Todos se llevan las manos a los ojos, para menguar los rayos de luz a los que no están acostumbrados, por lo que supongo que sus oficinas tampoco tienen ventanas.
Respiro profundamente y anhelo poder trabajar al aire libre, pero sé que por ahora es complicado. Mi café me espera en una de las tiendas que están muy cerca de mi locación. Aprovechando el hermoso panorama exterior, decido caminar y disfrutar por unos minutos del paisaje.
Una sonrisa imborrable se dibuja en mi rostro. Estoy seguro que cualquiera que pase por mi lado pensará que he cometido una travesura, o que aún me estoy riendo de un chiste, pero la verdad es que no puedo disimular la alegría que me da caminar cerca de la bahía y contemplar el sol que ya comienza a ocultarse.
Llego a mi destino, y pido un café con leche y un sándwich de jamón. Miro alrededor y encuentro a un amigo sentado en una mesa, tomándose otro café.
Lo saludo amablemente, pero él me retorna un ‘hola’ lleno de negativismo, mientras que sus ojos cabizbajos dejan en claro que aquel hombre está teniendo problemas.
-¿Qué te sucede?-, le pregunto preocupado, pues su rostro me hace pensar lo peor.
-Esta rutina de mierda me está enloqueciendo-, contesta con sinceridad.
Mi amigo me explica que todos los días se levanta a la misma hora, desayuna lo mismo, usa el mismo camino para llegar a su trabajo, hace el mismo oficio en su oficina desde hace más de 5 años, sale a almorzar a la misma hora, llega hasta este sitio a tomarse el mismo café, va al mismo gimnasio y corre hasta la misma hora, luego llega a casa y saca a su perro a que orine en el mismo árbol, y se acuesta a la misma hora, mirando los mismos programas en su televisor (que no dudo sea el mismo).
-¿Y por qué no haces algo diferente?-, le pregunto, pero tras unos breves minutos escuchándolo me doy cuenta que lo que realmente lo está enloqueciendo no es su rutina, sino el miedo al cambio.
-Levántate más temprano, y así te vas por otra vía y miras otras  calles-, le sugiero, pero poco caso me presta él, y sin escuchar razones prefiere seguir inmerso en su compleja pero sencilla situación.
A veces los seres humanos nos conformamos fácilmente, en especial cuando sabemos que tenemos un buen trabajo, o nos gusta nuestra casa, o nos sentimos cómodos con lo que hacemos y nuestro entorno; pero el hecho de que estemos bien en una situación específica, no quiere decir que dejemos de soñar o de perseguir otros sueños.
La rutina la vivimos todos, sin importar si barres las calles o diriges una nación. La rutina es parte de nuestra vida, pero el secreto está en la manera en que la afrontamos.
Yo me levanto, y sé que debo desayunar, luego salir a hacer algo de ejercicio para evitar que la barriga siga creciendo más, luego bañarme y salir a trabajar, y en la noche lógicamente ir a descansar para el próximo día donde haré lo mismo. Pero no por ello, dejaré de introducir la aventura a mis días. Es más fácil de lo pensado, ya que al cambiar pequeños detalles de nuestra rutina, estamos cambiándola a ella.
Por ejemplo, decidí hace mucho tiempo en tratar diferentes comidas, en tomar otros caminos alternos, en escuchar otra clase de música, en ir a sitios que normalmente no frecuentaría, en descubrir el mundo en el que vivo, sin tener que viajar a otros países; en leer otra clase de libros, en aprender de otras creencias diferentes a las mías, en saludar con una sonrisa a todos los que vea en la calle (créeme que si lo haces encontrarás grandes sorpresas que cambiarán tu rutina), en vestir diferente, peinarme distinto, en intentar ver el mundo con otros ojos.
Yo sé que no puedo cambiar muchas cosas, pero sí soy el dueño absoluto de mis reacciones, y de ellas depende la manera en que me siento anímicamente.
Intenté mostrarle el lado positivo a mi amigo, pero lamentablemente él no escucha razones, y hasta que no lo descubra por sí solo, seguirá enloqueciéndose en su rutina.
Bueno, los dejo, porque mi rutina de trabajo ya se ha visto mermada con estas palabras.
Abrazos sinceros.
@HectorManuelCNN

martes, 13 de agosto de 2013

Todos somos uno, inclusive los que no te gustan.

No quiero extenderme demasiado en esta nota. Es la una de la mañana del miércoles 14 de agosto, y me siento completamente agotado, ya que anoche no pude dormir bien. Sin embargo, hoy sucedió algo de lo que debo escribir, especialmente ahora que he encontrado un artículo que sustenta lo que quiero contarles.





Este anuncio, colocado cerca de una mezquita en la ciudad de Spring Beach, en Texas, manifiesta que los musulmanes no pueden aparcar sus vehículos en un centro comercial determinado, ya que podrán ser remolcados por las grúas.
Y yo me pregunto, ¿por qué razón todavía discriminamos a aquellos que tienen una ideología religiosa distinta?
Pero lamentablemente la discriminación no solamente se queda en el campo religioso, sino que además, en pleno siglo 21, sigue existiendo la segregación racial y étnica, y no sólo en países subdesarrollados.
Esta mañana fui con mi madre a visitar un médico ya que tiene un fuerte dolor en su pie derecho. El galeno que nos atendió era un hombre turco de aproximadamente 40 años de edad. Al hablar con él nos dijo que se había graduado en una universidad de Boston, y que llevaba viviendo en EE.UU desde los 5 años. O sea, que a pesar de provenir de otro país, aquel hombre era un estadounidense más. Tras chequear a mi vieja, el médico nos dijo que deberíamos visitar a un ortopedista, y a continuación escribo sus palabras textuales:
-Aquí en el área hay dos ortopedistas muy buenos. Uno es negro, pero tiene gran experiencia. El otro es un americano-, indicó aquel hombre.
Mi madre y yo nos miramos incrédulos por sus palabras.
-¿Y por qué aclaras que es negro?-, inquirió ella.
El médico sonrió nervioso, y luego dijo: -Es que me gusta ser claro con mis pacientes-, excusa esta que entendimos aún menos.
Sin mencionar nada más nos dimos cuenta que aquel hombre estaba inundado del mal de la ignorancia, quizás por la forma en que fue adoctrinado, o tal vez por sus creencias erróneas sobre la dignidad humana.
A veces tener un título o varios, no implica que seas un ser educado. Los conocimientos que puedas obtener a lo largo de tu trayectoria profesional, no te hacen una mejor persona.
Es triste que todavía hoy, donde muchos pensamos que vivimos en el futuro, se siga juzgando a otros por su color de piel, por sus creencias religiosas y por sus gustos sexuales.
Pienso que todos los seres humanos somos al final uno solo. Negros, blancos, amarillos, rojos, cafecitos, (verdes no he visto aún); homosexuales, bisexuales o heterosexuales; creyentes o incrédulos; inclusive ignorantes y discriminatorios o no, todos somos uno, y entenderlo es la razón principal de esta vida.
Muchos hablan de Dios constantemente, pero no se dan cuenta que ese Dios del que hablan está inmerso en cada uno de nosotros. Todos tenemos a Dios adentro.  No hay Dios negro o blanco, Dios feo o bonito, Dios flaco o gordo, Dios gay o Dios mujeriego, Dios bruto o Dios inteligente. Todos somos Dios de la manera en que somos. Inclusive aquellos que no creen en nada, también tienen a Dios adentro.
La discriminación en general, sea por lo que sea, es un estado de ignorancia que todos debemos combatir.
Al final, cuando dejemos de respirar, los blancos y los negros se meten en el mismo cajón de madera, y lo que realmente hará la diferencia es qué tanto hicimos para mejorar este cuento.
Un abrazo para todos, porque todos somos uno.

domingo, 11 de agosto de 2013

Agradecimiento especial por la imagen del blog.

Quiero agradecer en estas cortas líneas a una amiga virtual que aún no tengo la suerte de conocer personalmente, pero que a través de sus comentarios, y energía me ilumina con sus lucecitas este camino cuando se oscurece.
Rossana Barrundia, una guatemalteca que reside en California es la creadora de la imagen que está presentando el blog, y que me regaló hace unos días.

Gracias mujer por leerme, y tomarte el tiempo para hacer esta creación.

Un beso inmenso y mi gratitud enorme y sincera. 

Héctor Manuel Castro.

Síganla en twitter @Hello_Tu


El vivo y el bobo. ¿Quién es quién?

 
Entre las muchas fotos e imágenes que se encuentran en Facebook, una me llamó mucho la atención, y por eso he decidido compartirla con ustedes.

 
 


Siempre he manifestado que los problemas del mundo se pueden eliminar con educación, y no hablo de conocimientos universitarios, sino de valores y principios. Lastimosamente el mundo que habitamos tiene más personas intelectuales que con principios firmes.
En muchos países latinoamericanos, incluyendo el mío (Colombia), presumimos de nuestra viveza exagerada, de nuestra mentalidad para salirle adelante a los que tachamos de ‘bobos’, nos jactamos de nuestra ligereza para pensar y lograr objetivos de manera rápida, inclusive saltándonos muchas de las reglas estipuladas.
Antes de que salga una ley, ya sabemos cómo haremos para incumplirla y que no nos pillen. Sabemos cómo se hace para evadir una multa de tráfico (la famosa mordida); presumimos de nuestra inteligencia para hacer negocios, a la que le llamamos orgullosamente ‘malicia indígena, o viveza criolla”, y con la que quebrantamos las normas morales y legales de nuestro entorno.
Hemos pensado que el ingenio se define como la manera de lograr beneficios propios en detrimento de los ajenos.
-Ah, es que yo soy muy vivo, traje esto o aquello de la tienda de la esquina y no me cobraron-, o -La mujer que vende las arepas en la calle es muy tonta, me devolvió de más y no se dio cuenta-, o –pagué con un billete falso, es que yo soy muy ágil-.
Tristemente hemos crecido en sociedades donde tachamos de bobos a quienes se comportan de acuerdo a unos lineamientos morales,  a quienes no se dejan corromper por billetes, a los que actúan como miembros de sociedades avanzadas.
Hace unos años cuando visité a Alemania por primera vez, una amiga me recogió en el aeropuerto y me llevó a recorrer su ciudad. Mi maleta estaba en el puesto trasero de su auto, y al bajarnos a cenar en un restaurante, le pedí que si la podíamos guardar en el maletero del auto, ya que alguien podría verla y quebrar una ventana para robársela. Mi amiga no pudo evitar reír ante mi nerviosismo, y para demostrarme que estaba equivocado, ni siquiera aseguró su auto, aunque yo se lo rogué en varias oportunidades.
La verdad es que esa noche a duras penas pude comer, y no disfruté para nada de mi cena, pues estaba pensando en que me robarían la maleta.
En Eslovaquia, entré a una tienda de frutas donde no estaba atendiendo nadie. La gente llegaba, tomaba sus manzanas y naranjas, y dejaban el dinero en una canasta que estaba en el mostrador de la entrada.
Estuve cerca de una hora dentro de aquella tienda, y nadie en ese lapso de tiempo, se llevó una sola uva sin pagarla.
-Ay Dios, cómo se nota que el dueño no es un latino-, pensaba yo, sabiendo que hemos sido criados con desconfianza, con la creencia que todos nos quieren robar, que todos nos darán en la cabeza si nos descuidamos, pero claro, recordemos que el ladrón juzga por su condición, y lamentablemente esa es la condición en nuestros pueblos, y por esa mentalidad de viveza, de ligereza para los negocios, de obtener el éxito a costa de lo que sea, de romper las reglas, de sobornar y dejarnos sobornar, de mirar como un tema normal el de la corrupción, es que estamos como estamos.
No quiero herir susceptibilidades, ni generalizar, porque en cada uno de nuestros países latinos también hay muchas personas honestas, rectas, buenas, justas; pero no podemos tapar el sol con un dedo y negar nuestra realidad.
Los colegios, las universidades, los institutos, nos dan conocimientos, pero no nos educan. Si queremos cambiar las sociedades del futuro comencemos por dejar de tomar ventajas, por dejar la trampa a un lado, por enfrentar con honestidad la vida, por difícil que sea.
Si nos devuelven de más en la tienda, tengamos las agallas morales de corregir el error y no llevarnos lo que no es nuestro. Si cometemos una falta, demos la cara con valentía y asumámosla, sin justificaciones ni excusas.
Eduquemos desde casa al futuro del mundo. El cambio está en vos y en mí. Un abrazo sincero para todos.
Sígueme en twitter @HectorManuelCNN

miércoles, 7 de agosto de 2013

La lotería me ganó a mi.


Una de las loterías de Estados Unidos juega esta noche de miércoles 425 millones de dólares. Yo no lo sabía, pero al llegar a la gasolinera a darle de beber a mi vehículo, observé una larga fila dentro de la estación de servicio.
-¿Qué estarán regalando?-, pensé, pero al acercarme me di cuenta que todas esas personas estaban esperando su turno para comprar un boleto que los hiciera soñar.
Me vi tentado a hacer la fila, pero la mirar el reloj descubrí que aquella fila me retardaría la hora de entrada a mi oficina, por lo que salí sin comprar un boleto de lotería.
La verdad es que casi nunca, por no decir jamás, he comprado lotería, ya que creo que el dinero se gana con tu trabajo, dedicación, empeño, creatividad, esfuerzo, y no en apuestas que resultan casi imposibles de ganar. Además nunca he escuchado de nadie que realmente se haya ganado un premio gordo, por lo que empezado a dudar de la veracidad de los juegos de azar.
Sin embargo, admito que cuando lo he hecho, mi imaginación ha volado a tierras lejanas, planeando qué haría con el dinero ganado. Aun así, en esta oportunidad ese no era mi caso, ya que estaba decidido a no adquirir un boleto.
Mientras manejaba por la carretera que me llevaría al estudio de televisión donde trabajo, observé varias vallas publicitarias con la cifra en juego, y el nombre de la lotería en cuestión.
-425 millones de dólares-, analicé en silencio.
Y es que realmente eso es mucho dinero y se podrían hacer miles de cosas maravillosas con una suma tan encantadora; pero yo ya tenía claro que no la compraría.
Mi teléfono sonó instantes antes de entrar a mi edificio:
-¿Compraste la lotería?-, me preguntó mi hermana menor.
-No, ya sabes que no creo en eso-, le dije, mientras volvía a pensar en las 425 millones (no millonas, como dijo Nicolás Maduro ayer) de razones para comprarla.
-¿Te compro una?-, inquirió ella, haciéndome saber que estaba haciendo una fila para comprar su boleto.
-No mi amor, no botes el dinero-, le dije antes de colgar.
Me causa un poco de gracia la manera en que los seres humanos siempre le damos al dinero un valor dimensional que no debiera tener, aunque entiendo perfectamente que en la pobreza se sufre más, y que aunque la plata no lo es todo, ayuda demasiado a mejorar nuestra calidad de vida. Pero lo que no comprendo es que algunos hacen hasta lo imposible por adquirir un peso extra, muchas veces sacrificando momentos, personas y circunstancias con valores que no se pueden cuantificar.
-Yo no compraré la lotería-, me dije nuevamente, a sabiendas de que esos millones te cambian la vida (para bien o para mal); pero con la claridad de que ya tengo lo más importante en la existencia: Amor ilimitado, y esto ya es una lotería ganada.
Al pensar en esta última frase, reí en silencio, y me di cuenta que había acabado de pensar como protagonista de una telenovela rosa; los que tanto me deprimen.
Tomé el elevador hacia mi piso de trabajo. Saludé a los tres hombres que estaban allí adentro, y no pude hacer caso omiso de su conversación sobre el premio mayor de la lotería de esta noche.
Aquellos hombres ya estaban mentalmente empacando sus maletas, pues en las próximas horas planeaban viajar a Europa en un tour vacacional. Claro está, primero deberían ganarse la famosa lotería que llevaban en sus manos.
-¿La compraste?-, me dijo el más alegre de los tres, y el que supongo ya tiene en mente a las amigas modelos que llevará a su destino anárquico.
-No. Yo no juego lotería-, manifesté.
Los excursionistas me miraron como si hubiera acabado de profanar sus creencias, y luego se vieron entre ellos como diciendo “Por eso es que la gente no sale de pobre, porque no se ayudan”.
-Buena suerte en el viaje a Europa-, les dije sonriendo, mientras me bajaba del elevador en mi piso. La verdad les deseaba que pudieran ganársela, y recorrer el mundo entero disfrutando de aquella fortuna y de sus bellas compañías.
Entré a la oficina, e inmediatamente uno de mis mejores amigos se me abalanzó encima y me dijo:
-Héctor, ya compramos la lotería entre todos aquí. Nos toca dar 2 dólares a cada uno. Yo pagué por ti, y sobre tu escritorio están los boletos-
Yo no le dije nada. Pensé que había estado todo el día huyendo de comprar un boleto de lotería, pero ahora era ella la que me buscaba.
Me metí la mano al bolsillo, saqué dos dólares y se los di a mi amigo.
Luego corrí al elevador e intenté buscar a los viajeros de Europa, pero no los encontré. Ahora no sé qué maleta llevar al viaje vacacional con sus hermosas amigas.
Por ahora lo único que sé a ciencia cierta, es que mañana volveré a desempacar aquella maleta que hoy reposa en mi bolsillo con 6 números que me separan de las tierras del primer mundo.
Un abrazo.

martes, 6 de agosto de 2013

Al perro lo que es del perro.

Es martes en la noche. Llegué a mi casa después de un largo día de trabajo, donde no tuve tiempo para cenar. Debido a eso me comenzó un fuerte dolor de cabeza que hasta ahora no se me quita.
Pensé que tenía algo de comida preparada en mi nevera, pero no fue así, ya que no contaba que las últimas papitas cocinadas y un pollo en salsa que tenía guardado había sido consumido horas antes de irme a laborar.
Intenté preparar algo más, pero mejor decidí salir a comprar algo en un restaurante colombiano que está cerca de mi apartamento. Prendí el auto y comencé a manejar un par de bloques hasta llegar al lugar donde llenaría mi estómago.  El dolor de cabeza se hacía cada vez más fuerte. Pedí una carne asada con arroz y ensalada, y además un jugo de mora.
-Son 12 dólares-, me dijo la amable señora que me atendía.
Busqué mi billetera para pagarle, descubriendo con horror que no estaba en mi bolsillo trasero, lugar donde reside la mayor parte del tiempo.
Recordé que la había dejado sobre mi escritorio, en compañía de mis anteojos. Busqué en mis bolsillos a sabiendas de que no tenía dinero en efectivo, y encontré dos chicles, algunas monedas y unos fósforos.
-Lo siento, dejé el dinero en casa, ya regreso-, manifesté un poco enojado conmigo mismo, mientras me apresuré a montarme en mi auto nuevamente para conducir un par de bloques de vuelta hasta mi escritorio.
Llegué a casa corriendo, tomé mi billetera y emprendí de nuevo mi camino hacia mi churrasco. De solo pensar en él la boca se me hacía agua. Mis tripas ya comenzaban a exigirme comida, y entonaban al unísono un cántico ronco de protesta por mi descuido alimenticio. El dolor de cabeza era cada vez peor.
Bajé rápidamente del carro, pero ahora la sorpresa era distinta: El restaurante estaba cerrado.
-¿Y mi churrasco?-, grité en la puerta, mientras los empleados me miraban asustados, pensando que me había enloquecido.
La verdad es que estaba loco del hambre, pero nadie lo entendía.
Busqué más sitios pero no encontré ninguno, y el dolor de cabeza me obligaba a volver a casa y comer lo que fuera.
-¿A qué sabrá la comida del perro?, pensé en medio del desespero.
Entré una vez más a mi morada, abrí la nevera ansioso y me dispuse a preparar unos huevos, pero al abrir la caja donde ellos viven, encontré a uno solo de estos.
Tomé una sartén, la unté de mantequilla y cuando ya iba a quebrar el huevo y tirarlo allí, una fuerte punzada en mi cabeza hizo que el ovulo de gallina se cayera y se quebrara sobre el piso.
Maldije mi dolor de cabeza y al huevo quebrado, y desesperado, destapé una lata con salchillas y comencé a devorarlas como naufrago que no ha comido en meses. Luego destapé una cerveza y una segunda lata de salchillas. Encontré también unas pastillas para el dolor de cabeza y me las tomé, pero la combinación entre el analgésico y el etanol no fue la mejor.
Minutos después estaba súper hiperactivo. Limpié el piso, probé la comida del perro, destapé otra lata de salchichas, llamé a dos ex novias, hablé con dos ex suegras que no me pasaron a las hijas, y aún tengo el dolor de cabeza, y un antojo increíble del churrasco que iré a comerme en el desayuno.
Abrazos.

domingo, 4 de agosto de 2013

Las noches de algunos.

Llevaba ya varios días sin poder escribir en el blog. Pensé que cada día podría dejar una vivencia aquí plasmada, pero no ha sido así, por más que yo lo quiera. Los últimos tres días han sido un poco complicados para mí, he tenido que amanecer en el hospital en dos ocasiones, además de estar atiborrado de trabajo y compromisos familiares imposibles de eludir.
Para fortuna personal, ya mi situación regresa a la calma, y de nuevo puedo sentarme a continuar con mi rutina,  y volver a escribir aquí.
Precisamente, esta noche fui a casa de mi hermana mayor para terminar un proyecto junto con ella y mi cuñado. Después de cenar, mi hermana se dirigió al cuarto de mi sobrinito para acostarlo. 20 minutos después, el pequeño travieso se sumergía en el mundo de los sueños, y dejaba que su cuerpo (agotado por su hiperactividad constante), se relajara por algunas horas, ya que de seguro en la mañana estará de nuevo brincando por toda la casa (ojalá sea así).
Antes de salir hacia mi casa, entré al cuarto de mi bello sobrino a darle un besito de buenas noches, y despedirme de su osito preferido, quien lo acompaña cada noche por si las brujas o los monstruos intentan despertarlo.
La verdad, no pude resistirme tomarle una foto con mi celular, y mientras lo hacía, daba gracias al cielo por saber que aquel hermoso bebé (del cual estoy completamente enamorado), está descansando en una camita caliente, protegido por sus padres y su oso, y en completa tranquilidad.

Después me monté en el auto y comencé a manejar hacia mi casa, pero sin saber por qué, el recuerdo de un niño que vi en Colombia hace algunos meses, llegó a mi mente y me atormentó enormemente. Se trataba de un pequeño de unos 5 o 6 añitos, que se encontraba durmiendo en una esquina de Bogotá acostado sobre unos periódicos. Aunque no tengo una fotografía de este pobre bebé, me atrevo a decir que niños como él, pueden encontrarse en muchas de las esquinas de nuestros países, y que una imagen como la que te describo ya puede haber llegado a tu memoria.
No obstante, he visto que este blog está siendo leído en Rusia, Canadá, Croacia y Holanda, y aunque ignoro quienes lo leen en aquellas tierras lejanas, sé que en estos países no se ven imágenes como las que vivimos a diario en otros sitios del mundo, y por esa única razón (y no se trata de amarillismo), he decidido montar una imagen cualquiera de un niño durmiendo en una calle.
 

Mientras mi sobrinito, o el tuyo, o tus hijos, nietos, o hijos de tus amigos; duermen cómodamente, otros muchos (millones), no tienen la misma suerte, y pasan sus noches de frío durmiendo a la intemperie, corriendo mil riesgos, cobijados con hojas de papel periódico, haciendo con cartones un colchón, sin ositos de peluche, o besos de buenas noches, y sin una figura de un adulto que proteja sus sueños.
Me detuve en el semáforo en rojo y miré al firmamento. Un sentimiento ambivalente me absorbió la noche. Mientras daba gracias por la suerte de mi sobrinito, me sentí muy triste por la suerte de aquel niño colombiano, y de los millones de otros que no he visto pero que sé que existen.
No voy a tratar en este momento de buscar explicaciones de carácter socio-político, o espiritual del porqué la suerte sonríe para algunos y llora para otros; mi propósito no es adentrarme en la corrupción de nuestros gobiernos de turno o en teorías religiosas, que fácilmente darían una clase magistral de la desigualdad social, de qué sistema económico es mejor, o de cómo funciona la ley del karma.
La verdad es que con karma o sin él, con justicia o sin ella, con socialismo o capitalismo, con fe o sin ella, hay en este preciso momento millones de seres desprotegidos durmiendo en una calle de este planeta, con hambre, con frío, con miedo, con tristeza, sin futuro, sin camino, sin suerte.
Creo firmemente que el motivo de mi existencia no es ser un escritor destacado, o un periodista que todos reconozcan, ni el tuyo es ser un profesional que sobresalga en tu medio, o tener una casa de campo con un bote, y un Ferrari en tu garaje (que suena fabuloso), pero de nada sirven estas cosas materiales si no hacemos algo por quienes sufren a nuestro alrededor. La razón de vivir es dejar un mundo mejor del que encontramos al nacer, un lugar donde menos niños duerman en las calles, un sitio en el que al menos todos podamos comer tres veces al día, donde se ría más y se llore menos, donde abracemos con mayor frecuencia y no juzguemos.
¿Utópico? ¿Ingenuo? ¿Idiota? ¿Soñador? No lo creo. Estoy convencido de que un mundo así es posible, y no en 100 años. De vos y de mi depende que el mundo mejore, que más niños duerman como mi bello sobrinito, y que la hambruna se convierta en un mal recuerdo que pasó a la historia.
Por ahora anhelo con el corazón de que al menos los sueños de quienes duermen en la calle sean tan placenteros como los de mi sobrino.
Un abrazo a todos.
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