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jueves, 29 de agosto de 2013

Una historia sin historia

Esta tarde, después de varias horas de intenso trabajo, bajé al supermercado que se encuentra en el primer piso del edificio donde está mi oficina, con la intención de comprar algo para comer.
Solamente tenía unos pocos minutos para mi tarea alimenticia, pues los invitados al estudio de grabación ya estaban llegando, y teníamos que comenzar a rodar las cámaras de televisión inmediatamente.
Pero yo sabía bien que si no comía algo primero, no tendría la capacidad mental adecuada de producir toda una hora de programa. Lo que sucede es que a veces cuando me da hambre, comienza a dolerme algo dentro de mi estómago, y una ansiedad enorme se apodera de mí.
Casi corriendo llegué al supermercado, pero al entrar vi una larga fila de clientes que intentaban pagar sus compras. Para mi desgracia solamente había una cajera atendiendo.
Impaciente tomé dos pastelitos de chocolate y un gaterode, y me dispuse a hacer la fila. Debido a mi fatiga, decidí por comerme el primer pastel mientras esperaba que la lenta mujer que trabajaba cobrando, decidiera dejar de hablar con uno de sus clientes y prosiguiera con su labor diaria.
Yo miré el reloj con desespero una y otra vez, como si al hacerlo el segundero caminara más despacio de lo habitual. Mientras tanto, la fila parecía no moverse en absoluto.
Pensé en la posibilidad de dejar el gaterode y los pasteles, y regresar al estudio de televisión, pero recordé que ya uno de los ricos pasteles reposaba en mi estómago, por lo que salir de aquel sitio no era una alternativa.
Pensé también en decirle a la mujer que atendía que llevaba prisa, y dejarle el dinero, pero al buscar en mis bolsillos, me di cuenta que no llevaba efectivo, y que tendría que pagar con mi tarjeta de crédito.
Volví a mirar el reloj, pero el segundero parecía correr como si compitiera en una carrera de fórmula uno.
Al imaginar que mis invitados ya podrían estar esperándome, comencé a sudar, y a sentir que mi corazón aceleraba su ritmo cardiaco. Ahora el segundero y mi palpitación apostaban una carrera.
El pastelito que yacía en mi interior comenzaba a vinagrarse de mi preocupación. Preso de la ansiedad, destapé el gaterode y me tomé varis tragos.
Luego le dije a la señorita de la tienda, que si podía habilitar otra caja registradora, pues tenía mucho afán, pero esta me miró con extrema calma, y me dijo que no había nadie más, y que tendría que esperar mi turno.
Otra gota de sudor congelado se deslizó por mi rostro. Una nueva mirada al segundero confirmó mis sospechas: Habían pasado casi 8 minutos eternos desde el momento en que había entrado a aquel sitio.
Sin saber qué más hacer, miré el segundo pastelito de chocolate y le di un mordisco de furia.
Lamentaba profundamente haber entrado en aquel sitio, en aquel momento, y tener que esperar a aquella lenta empleada.
Por fin mi turno llegó.
La mujer me miró con enojo bajó sus lentes bifocales, y luego me dijo:
-Hay que respetar el turno de todos los clientes-
Yo la miré y preferí no decirle nada, además no quería atragantarme con mi pastelito de chocolate.
Luego salí con rapidez de aquella tienda, y comencé a correr hacia el estudio de televisión. Eran solamente unos cuantos metros, pero esta tarde la distancia se duplicó.
Creo que corrí muchos kilómetros para llegar por fin al canal. Luego abrí la enorme  puerta de cristal con mi tarjeta, y entré apurado.
En ese momento el director salió de su oficina, y me saludó amablemente, agregando:
-Los invitados no han llegado, yo voy a ir al supermercado y ya regreso-.
Abrazos para todos.

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