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viernes, 1 de septiembre de 2017

Deseos apocalípticos


Me llama una amiga desde Argentina, preocupada por la cercanía del asteroide Florence. Me dice que, como trabajo en un canal de noticias, está segura que tengo información que el público desconoce, y me pide casi con súplicas que le diga la verdad.

Mientras escucho su miedo apocalíptico, juro que me provoca decirle que, en efecto, la piedra voladora se chocará contra el planeta ocasionando una explosión de megatones, y solo segundos después nos veremos abocados a un terremoto como nunca antes visto. Además, que como el 70% de la superficie está cubierta con agua, es probable que caiga al mar, generando un tsunami de mayores proporciones que terminará con la vida de al menos 2/3 partes de la población mundial.

Pero me muerdo la lengua, y decido que ella no merece que sacie mis ansias fini-mundistas con sus bellos oídos, además estoy convencido que antes de terminar mi retahíla, ella habrá infartado, no sin antes asesinar a su familia para evitarles un sufrimiento mayor.

Le explico que Florence pasará a 7 millones de kilómetros de la Tierra, lo que significa unas 18 veces la distancia que nos separa con la Luna; así que, para su buena suerte, y la de muchos otros, no pasará nada y habrá sábado.

Pero ella insiste con su petición, y me dice que no le oculte nada, que prefiere estar preparada para lo peor. En ese momento no puedo morderme la lengua más, y le digo con voz trémula que se siente y respire profundo. Se hace entonces un silencio sepulcral en la línea telefónica. Ahora solo escucho los respiros agitados de mi inocente amiga. La puedo imaginar pálida, con sus rodillas temblorosas y con un leve sudor congelado que recorre su largo esqueleto.

-Es necesario estar preparado para lo peor-, le digo pausadamente.

Ella no contesta nada. Estoy convencido que, aunque intenta, no le salen las palabras. La conocí bien, muy bien; y a pesar de que no la veo hace muchos años, su nerviosismo sigue intacto.

No es que mi amiga sea una mujer ignorante; por el contrario, tiene un par de postgrados universitarios, habla varios idiomas y ha recorrido los continentes. Es por eso mismo que sabe con certeza que siempre falta algo en las noticias que el mundo consume. Que detrás de la ‘realidad pública’, casi siempre se esconde una verdad privada. Tiene la certeza, incluso más que yo, que hay una agenda en los casos noticiosos más relevantes de la historia. Su único error es pensar que yo conozco esa parte oculta, ese pedazo de información inasequible para el ciudadano de pie, el ciudadano como yo.

Por fin logra sacar fuerzas del noveno círculo del infierno en el que está sumida, y con la potencia de los mismos megatones que he inventado, me dice:

-Mierda. Lo sabía. Hoy será el día.

Le digo que no, por lo menos no por el asteroide.

-Te juro que no pasará nada, ni siquiera se verá la piedra a simple vista en el firmamento. Pasará tan lejos que hay que visualizarla con telescopios especiales

- ¿Entonces cabrón? - inquiere molesta

-Pues que es bueno vivir preparados para lo peor. ¿Quién nos asegura que amaneceremos mañana?

-Sos un pelotudo-

-Y vos una bella loca- (hago énfasis en lo de loca).

Colgamos minutos después, y me quedo pensando en que si el universo es perfecto, un asteroide debería chocar directamente con este planeta y finiquitarnos en un milisegundo, donde no suframos, donde ni nos enteremos que ya hemos desaparecido, y donde no tengamos que seguir padeciendo por las atrocidades que se cometen a diario en este globo, por las injusticias sociales, por el dolor ajeno, por el llanto que sale del alma de los más desamparados, mientras otros intentan no mirar para evitar frustraciones de cama.

Pero la vida no es perfecta, ni mucho menos el universo, así que es improbable esperar finales bellos en cuentos mal deformados como este llamado existencia.

Por ahora sigo evocando el largo esqueleto de mi bella amiga argentina, una de las únicas cosas perfectas que conozco.

domingo, 30 de julio de 2017

Tengo un enemigo peligroso (Denuncia)

Tengo un nuevo enemigo y no sé cómo deshacerme de él. Sé que escribir sobre un tema tan serio como este puede generar escozor para muchas personas, pero no me importa, al fin y al cabo ninguna de ellas tiene que batallar con la ansiedad permanente de ser atacado en cualquier momento por el adversario que se ha enfocado en destruirme.

Sus intenciones son claras, acabar con mi camino; y no tengo duda ninguna que si me descuido puede lograrlo. Lo siento cerca, me respira en la nuca, y estoy supremamente atemorizado del futuro, de mi futuro.

He buscado protección de diferentes maneras, pero hasta ahora sigo vulnerable al peligro que se aproxima; a veces pienso que es solo cuestión de tiempo para perder la contienda, esa misma que no he iniciado y que no entiendo de qué manera ha crecido hasta el punto de arrinconarme contra las cuerdas.

No escribo en un acto de desespero, tampoco es una despedida, ni mucho menos un testamento, pues poco tengo para dejar, más que algunas ideas descabelladas, un par de proyectos inconclusos y algunos años bien vividos. Es solo que he perdido el respeto por los tabúes, por aquellos secretos que se empacan en mentiras de celofán ya sea por el qué dirán, o por vergüenza hacia una sociedad que mucho critica y poco aporta. 

Siento que hay que hablar con claridad, y a mí, que me gusta escribir, pues escribir sin tapujos o adornos para satisfacer a otros. Tampoco es una confesión ni nada que se le asemeje, pues mis secretos (que no son pocos) solo me conciernen a mí, e incluso a veces se me olvidan. 

Volviendo al cuento iniciado, mi bestial enemigo es más fuerte de lo que yo quisiera, es un sujeto peligroso y malévolo, indeseable; y yo necesito liquidarlo de una vez por todas bajo la premisa de la defensa propia, de la supervivencia personal, de la autonomía que siento perder cada vez que se acerca. El problema es que no es una tarea sencilla, y él tiene mucha más experiencia que yo en el maldito arte de finiquitar a sus oponentes.

—¿Quién no tiene enemigos? —dirán muchos, pero créanme cuando les digo que nadie desearía tener uno como el mío. Quizás no sea el peor de todos, pero el simple hecho de que me siento atacado por este, ya lo hace el peor para mí. 

Nunca me he destacado por ser un tipo de problemas, y creo que puedo contar con los dedos de mi mano los ‘enemigos’ que he tenido, los que tal vez sean un par de novios celosos y un profesor de la universidad con el que tuve una fuerte discusión académica que finalizó en su retiro obligado. Pero el de ahora supera todas las expectativas, es un monstruo, un asesino serial, un engendro del abismo, de mi abismo incontenible.

Mi enemigo es la depresión. 

¿Y por qué hacerlo público a los dos lectores que me siguen en el blog? Porque de pronto alguno de los dos (cifra exponencial), lucha en contra de la misma barbarie interna, del mismo demonio bañado en tristeza y desolación, de ese estigma que se calla por pena, por vergüenza de ser juzgado, por el miedo de que otros piensen que nuestra psiquis cojea aún en los caminos más seguros. Pero ¿qué se le va a hacer si cuando no se cojea de una pata se cojea de la otra?

Siempre he sido un tipo nostálgico, melancólico, pero estas actitudes inherentes a mi naturaleza nunca me han afectado en el diario vivir. Tengo pocos amigos, muy pocos, pero son suficientes. Prefiero la soledad de mi apartamento que la compinchería de los conocidos, la tarde de domingo que la noche del viernes, la magia de las 3 am que la nitidez de las 10 de la mañana, la esperanza de los libros que me abrazan, a la realidad nefasta en la que floto; el compás de las letras escritas, que el ruido de las palabras habladas. Así he vivido por cuatro décadas, y así he sobrevivido con pocas cicatrices; pero ahora mi mirada ha decaído y me enfoco sin querer en mis zapatos, los que observo por infinito tiempo mientras una tristeza absurda se apodera de mi todo. 

Y no, no tengo problemas personales, mi depresión no emana de mi frustración diaria, no emerge de problemas sentimentales o laborales, no toma fuerza en deudas (aunque las tengo), ni en insatisfacciones propias. Es más, pudiera decir, incluso con jactancia, que vivo un buen momento en todos los aspectos, y por eso no me explico la razón por la que ahora enfrento el enemigo que opaca la historia que iba tan bien encaminada.

—¡Ánimo! Mira las bendiciones que tienes y concéntrate en ellas, da gracias al cielo por ese gran camino, tienes que ser fuerte—, son solo algunas de las frases cargadas de hojarasca (mierda) que escucho de quienes han notado a mi enemigo, como si alguna de ellas diera resultado. Y es que no es así. Es como si te doliera la garganta y yo te dijera: ánimo, no pienses en eso, agradece por lo que tienes, bla bla bla.

La depresión es una enfermedad, y yo la padezco con fiereza. 
—¿Y por qué tener vergüenza de confesarlo? 
—¿Acaso soy el único con depresión en este mundo?

Tal vez nos da miedo asumir que no estamos totalmente en control de nuestra vida, que somos débiles, que estamos vivos y que de ello se desprenden muchos conflictos internos, que a veces la mente nos juega malas pasadas y llegamos al punto de sentirnos diminutos, sin ganas de seguir, de respirar. 

—Repito: ¿Acaso soy el único con esos síntomas? 
Pues de ser el caso, acepto una camisa de fuerza (azulita, talla L para que no me quede muy apretada, y si tiene bolsillo mejor -para guardar mis lentes-).

Ja ja, ya percibo la llamada de mi jefe preocupada por las implicaciones coyunturales que pueda tener un loco como yo en el ambiente de trabajo, pero mis síntomas, para su tranquilidad mental, no van más allá de la mirada perdida en el suelo en horas de la mañana.


Por ahora planearé la forma de contrarrestar al villano, y si no puedo con él, por lo menos trataré de enfocar mi mirada desolada en un voluptuoso y bronceado cuerpo playero que me haga olvidar que el enemigo sigue cerca.


martes, 20 de junio de 2017

Una difícil decisión

Con sorpresa recibí hace poco más de un año una invitación para participar en una reunión de un grupo del que había leído mucho, especialmente en novelas y leyendas casi míticas.
La curiosidad me carcomió por los siguientes días en los que me debatía entre la incertidumbre y la desconfianza. Muchas preguntas arribaban sin respuestas ¿por qué yo? ¿es esto cierto? ¿qué quieren de mí? ¿será una broma?, y otras que iban llegando con el paso de las noches. 
Con cautela y absoluta reserva comencé a averiguar todo lo que pude sobre ellos, pero lo que encontré no me satisfizo, pues el internet está lleno de historias contradictorias basadas en el miedo y la ignorancia religiosa, teorías que hallé inadmisibles. Soy un tipo que duda de todo, incluso de mis certezas momentáneas. Mis años me han enseñado a desconfiar de las hipótesis absolutas, de las justificaciones basadas en libros “sagrados”, de los fanatismos; independientemente de mi aversión religiosa o a grupos con pensamientos inmóviles, pues en este universo todo se transforma y cuando un colectivo no lo hace cae en el absurdo ideológico. 
Días después recibí un nuevo comunicado, esta vez en forma de invitación personal a tomarme un café con un extraño -el que asumí estaba detrás de la primera misiva-.
Guardando por completo la discreción exigida y tomando mis precauciones personales, accedí a esa reunión en uno de los cafés de mi ciudad, en medio de decenas de peatones y a una hora donde el sol aun brillaba sobre nuestras frentes. 
Mi anfitrión me esperaba. Su cara desconocida me recibió con amabilidad. Por momentos me sentí inmerso en las novelas que escribo en mis noches de desahogo, lo que me llenaba de adrenalina. Conversamos un rato de temas superfluos, de trivialidades del día, del mundo y sus acasos, de la vida, esa que es tan trivial como uno quiere que sea.
Poco a poco nuestra interesante conversación se convirtió en una cena con más personas, en discusiones profundas sobre el destino, en encuentros en otras ciudades del globo (están por todas partes), en desayunos mezclados con café, en caras nuevas e ideas novedosas. Muchas mini reuniones sucedieron antes de la fecha indicada en la primera carta que recibí en mi casilla postal.
--¿No creen que sería contraproducente un tipo como yo en un grupo tan cerrado como este?--, pregunté meses después a esas caras ya repetidas en una cena en una ciudad lejana, aduciendo que a pesar de que creo que la libertad está coartada por presiones sociales, por malintencionadas y erróneas ideologías ancestrales, y por un círculo inescrupuloso de titiriteros que juegan con la ignorancia y el temor de masas, aún pienso, en mi utópica inocencia, que yo puedo decidir mis pasos, o algunos de ellos. 
Recuerdo que se sintieron aludidos por mis comentarios directos, que les molestó mi peligrosa sinceridad (peligrosa para mí), y que algunas señas me hicieron entender que un par de ellos estaban ofendidos por lo expresado.
Mi contacto inicial, que se convertía en un compañero de tertulias, me dijo que yo era libre de tomar mis propias decisiones en este caso, y que aun podía decidir si asistir o no a la reunión programada para la fecha que se acercaba.
Lo malo de los grupos exclusivos es no pertenecer a ellos, dicen algunos por ahí, dejando claro que es mejor estar dentro de la colada que fuera de ella, especialmente cuando con vos o sin vos, van a seguir funcionando; pero es que yo nunca he servido para los grupos de más de dos, o para seguir reglas, indicaciones provenientes por niveles superiores que aunque no compartimos debemos seguir como hormigas persiguiendo dulces. No tengo vocación de seguidor de filosofías de vida, ni de movimientos de poder; mi meta no es salvarme ni salvar a nadie, no busco ganarme el paraíso, conquistar el mundo, ser reconocido o llenar mis arcas. Yo solo quiero estar tranquilo, hacer lo que buenamente me dé la gana, no rendirle cuentas a nadie, aprender de mis errores (como este que cometo al narrar esta historia), buscar lo que no se me ha perdido, curiosear hasta que me aburra, pensar por mi mismo, y tomar mis propias decisiones, o las que yo creo que son propias.
Por eso no fui a la reunión inicial, a esa que me introducía en un mundo diferente, y que. . . bueno, tantas cosas.
—Gracias por pensar en mí, pero sabes que no soy material para lo que buscas. Están mucho mejor con mi ausencia—, indiqué a mi interlocutor inicial, o final, no sé ya. 
Él sonrió sin sorpresa, sé que siempre supo que yo no era la persona indicada. Quizás era todo un experimento para probar que todos caben allí, tal vez perdió una apuesta y tenía que convencer a un tipo no apto para la tarea, o a lo mejor y como él me dijo antes de estrecharme la mano, yo no entiendo todavía el motivo de lo sucedido.
—¿Estaré a salvo, cierto?— le pregunté con malicia externa, aunque internamente aquella duda iba cargada de sinceridad.
—No lo dudes ni un solo segundo. Te doy mi palabra—, indicó aquel hombre al que no volví a ver más.

martes, 9 de mayo de 2017

SIMPLES PASOS PARA ARRUINAR TU MAC


-Verifica que tu computadora portátil, casi nueva y costosa, esté prendida sobre tu escritorio.  

-Camina con prisa hacia la nevera y extrae de ella una cerveza en botella.

-Ábrela con tu mano desnuda, girando la tapa y cerciorando que una pequeña cortada se haya posado sobre la base de tu dedo anular izquierdo.

-Menciona un par de improperios al viento, de esa forma el dolor será momentáneo.

-Regresa hacia el escritorio mientras bebes un poco del líquido frío.

-Siéntate y pon la botella cerca de la laptop.

-Abre un paquete papas fritas, preferiblemente de manera apresurada, dando la sensación de que no has comido en al menos 36 horas.

-Métete una papa a la boca, verificando que no la puedas masticar bien, e intentando tragarla cuasi entera.

-Deja que la papa crocante se atore en tu tráquea (si tu rostro comienza a cambiar de color lo estás haciendo a la perfección).

-Toma la cerveza y échate a la boca un trago que ayude a bajar el sólido salado que tienes en la garganta. Intenta sumirte en el desespero (si piensas que morirás ahogado, el resultado será mucho mejor).

-Levántate de la silla mientras te llevas una mano al cuello como si pudieras tocar la papa por la parte exterior de la garganta.

-Siente como la papa baja por tu esófago, lijando con tenacidad las paredes del tubo muscular y dejando una secuela de tos ronca y una pujadera digna de tus abuelos.

-Regresa a tu asiento mientras emites un suspiro de salvación.

-Desafía la suerte y métete otra papa a la boca, sin importar que aún no estés respirando bien.

-Toma la cerveza y tómate un nuevo trago.

-Verifica que la papa que tienes en la boca se atasque cerca de la faringe y te genere falta de oxígeno.

-Vuelve a toser, esta vez con mayor desesperación que la anterior.

-Agarra la cerveza por cuarta vez y bebe lo que puedas.

-Concéntrate en respirar, olvidando por completo el sitio del escritorio donde posarás la botella.

-Mira con terror como la botella se cae sobre el teclado de tu computadora, al momento en que la cerveza se riega a borbotones sobre ella.

-Sin que hagas nada, la computadora se apagará de inmediato. Observa lentamente la manera en que la has arruinado.

-Corre con prisa y busca servilletas, papel de cocina o cualquier otro implemento que sirva para secarla (aunque ya es demasiado tarde).

-Vuelve a dejar que los improperios salgan de tus cuerdas vocales.

Nota: No importa la cantidad o el calibre de las groserías que digas, nada hará que la máquina regresa a la vida.

-Ve a un técnico y alístate a pagar por tus errores.

-No vuelvas a comer papas fritas ni a tomar cerveza junto a tu costosa laptop.

sábado, 22 de abril de 2017

Un 'threesome' a futuro

Los 40 años comienzan a reflejarse en el espejo de mi baño. Poco me observo con detenimiento, pero sin saber el por qué, hace algunas horas mientras me cepillaba los dientes, y al ver por vez primera mis ojeras profundas, analicé mi rostro y encontré marcas que eran desconocidas. Ignoro si son nuevas, quizás llevan ahí un par de meses o años, o de pronto es que ahora que tengo lentes nuevos puedo observar la verdadera forma en la que luzco.

La verdad es que poco me preocupan las arrugas, las canas que ya se asoman en mis sienes, o los huecos que se observan en mi cabeza, porque después de los 40, he decidido dejarme caer el pelo.

Siento que estoy en una buena edad, me siento conforme conmigo mismo, tengo una buena carrera profesional que sigo cultivando con esfuerzo, solo tengo un par de kilos de más, y aún, y lo digo con orgullo, no necesito tomar ayudas suplementarias para que el vigor emanado de la luna llena inunde mis ansias diarias.

Sin embargo noto cambios en mi cotidianidad que provienen de las décadas recorridas. Por ejemplo, es sábado y el reloj marca las 11 de la noche. He tenido dos invitaciones para salir; una para tomar unos tragos en un bar cercano, y otra para jugar cartas en la casa de buenos amigos, pero poco me provoca abandonar mi bunker. El bullicio y la algarabía de los sitios públicos me harta, también me causa escozor estar en medio de mucha gente, ver borrachos en la calle, grupos de amigos que actúan de la misma forma y adquieren la personalidad colectiva para querer encajar, parejas que se besuquean canivalescamente, autos que pasan con los decibeles de sus estéreos a la máxima potencia, queriendo lucir atractivos cuando la verdad es que todos sabemos que sus conductores tienen la autoestima baja y el coeficiente intelectual disminuido, chicas en tacones y minifaldas, pintadas para el circo y queriendo levantar al príncipe de la noche, el mismo que en la mañana, cuando el sol pose sus rayos sobre sus lagañas olorosas, volverá a ser el sapo de todos los días; y sobre todo, me da una mamera gigantesca (léase ‘falta de entusiasmo’), conducir en la noche y buscar parqueadero, o en su defecto pedir un Uber de ida y vuelta y esperar en la calle a que no me encuentre, y después de dar 3 vueltas a la manzana termine cancelando mi servicio).

Sin quejarme más, siento que estoy un poco agotado por mi rutina, y que cuando llega el anhelado y corto fin de semana, mi cuerpo y mi mente están tan cansados que solo quiero quedarme en casa, en mi mundo, en la tranquilidad de mi quinto piso y sin presiones de ningún tipo, saltando del sofá a la cama, de la cocina a la biblioteca, de la guitarra al piano, de una cerveza a al baño, de mis libros a mis amores. Así estoy más satisfecho, relajado y recargando baterías que se consumen con mayor rapidez que antes. 

En horas de la mañana hablé con un amigo desde Colombia con el que no conversaba desde hacía al menos 10 años. Tocamos el tema de los 40 años, pues dentro de poco, y si la suerte lo cobija, él también llegará a lo que yo llamo la mitad de la vida (claro está, en el mejor de los casos). Hablamos del presente, del trabajo, de fútbol, de la familia, y entre una cosa y la otra, vino una pregunta que me hizo pensar sobre mi realidad:

—Héctor, indicó con voz misteriosa. ¿Por lo menos ya tuviste un trio sexual?—, y sin dejarme contestar añadió: —Recuerda que entre más años las posibilidades son menores.

Hice entonces un silencio lleno de franca tristeza. Me demoré en contestarle, no porque quisiera engañarlo, si no porque me puse a pensar en sus palabras  vacías, en esas que indagan en la vida propia sin autorización ni licencia alguna. Le dije que nunca había hecho un ‘threesome’, pero que pensaba que la edad no tenía nada que ver para hacerlo, (me di ánimos), y le cambié de tema, no sin antes escuchar que para él eran experiencias fabulosas y no sé cuánta babosada más dijo, pues sin querer no le puse más atención. Luego colgamos con amabilidad y con la certeza que pasarán al menos otros diez años antes de volver a tener una charla tan vacua como esa.

Luego pensé en lo mucho que implicaría ser parte de una experiencia sexual en trío. —Debe ser desgastante, y no sé si esté al nivel para salir avante en una batalla de tal hegemonía—, me dije a mí mismo. Además, sería vergonzoso fracasar en los quehaceres horizontales de un grupo que cuenta con vos para lograr un buen objetivo; y aunque siempre me he sentido atraído por la presencia de los triángulos, ahora no podría ser hipotenusa, y posiblemente ni llegaría al cateto.

No descarto que en algún momento resuelva con seguridad al menos un teorema de pitágoras, pero por ahora me enfoco en que la vida fluya, sin presiones ni ataduras, sin búsquedas ni mapas, solo la dejo ser, sin agendas, sin pretensiones o miedos, tal cual debe ser. 

Ya no pienso más en cuál es el sentido de la existencia, o por qué estoy aquí, o cómo hago para cambiar el mundo, o todas esas dudas apoteósicas que me carcomen los sesos y que tienen respuestas subjetivas de acuerdo a mi estado de ánimo y a los acontecimientos diarios. Ya no vivo para resolver misterios inconclusos, o intentando agradar o pertenecer a sitios y organizaciones ideológicas que me valen un pepino. Creo que los años me han regalado un poco de irreverencia, de descaro, y acepto tales obsequios con los brazo abiertos.
—Es que estás atravesando la crisis de la mediana edad, me ha dicho cualquiera por ahí, argumentando que pronto me verá en un auto descapotado, o en una moto.

—La gente si habla pendejadas—, pienso de nuevo, mientras imagino el auto negro con asientos de cuero donde exploraré los avances de la trigonometría.


viernes, 24 de marzo de 2017

Lluevo sangre y Margarita lo sabe...

La depresión se confunde con un fuerte dolor de cabeza que no me deja en paz. He tomado pastillas de muchos miligramos para disminuir los punzones que me quiebran el cráneo, también tomo café, y en mi desespero nocturno hasta me he puesto rebanadas de papas crudas y otros remedios caseros que no funcionan. Repentinamente, mi nariz torcida emana sangre y me mancha el pecho y las piernas, sin contar con el rastro rojizo que queda en las baldosas blancas hasta llegar al baño. Un mar rojo diminuto inunda mi lavamanos. Allí navega por un breve instante mi temor momentáneo de tener un tumor o un daño cerebral de otra naturaleza.

Y es que admito que siempre pienso con exageración. Creo que va ligado a mi esencia. Batallo por más de tres mil seiscientos segundos para calmar la hemorragia, y en medio de la madrugada me meto a la ducha para limpiarme los glóbulos rojos que manchan mi piel. 

Descubro luego que mi sábana también ha sido decorada por la hemoglobina, y sin ganas de cambiarla decido irme al sofá y pernoctar allí hasta que mi cuerpo argumente lo contrario. Despierto con la luz del día que se cuela por las rendijas de mis persianas, y me doy cuenta que el dolor ha desparecido. Por primera vez en más de dos semanas he abierto los ojos sin malestar en mi enorme cabeza. Me siento bien, tranquilo, despejado, pensando con claridad, con total claridad.

Agradezco que es viernes, día en el que Margarita arregla mi apartamento. Saco la sábana de mi colchón y dejo las nuevas sobre la cama; luego limpio el piso para que ella no se incomode con las manchas oscuras, y tras tomarme un jugo, salgo a correr aprovechando que soy una persona ‘nueva’. Bajo las escaleras de mi edificio evitando usar el elevador, pero al llegar al primer piso me encuentro con un aguacero inesperado.

Con sombrillas algunos pasan por la calle dando salticos planeados para no meter los zapatos en los charcos que ya se forman. La lluvia no cesa, y la mañana se llena de truenos y viento.

—Mal día para salir a correr, afirma Fabio el portero, que lleva una capa de Batman y abre la puerta a los vecinos que salen a trabajar.

No le digo nada, y sin pensarlo dos veces salto a la calle y no me dejo detener por el clima. Y es que me siento tan bien, tan seguro de lo que quiero, que es imposible que la lluvia calme mi ímpetu. Corro alrededor de mi edificio sin llevar nada más que lo que tengo puesto. No tengo música en mis oídos, no cargo botella de agua, reloj, o celular en el bolsillo, ni siquiera las llaves de mi casa, las que dejé bajo una matera enorme al lado del ascensor. Voy solo con mis tenis, con mis ojos que observan la prisa que pasa a mi lado, con mis pulmones frescos que respiran pasto y tierra, deleitándome con las gotas frías que me arropan. Me vuelvo mierda, y me encanta.

Corro sin destino mientras mi camiseta se pega a mi cuerpo. Han pasado un par de carros y me han llenado de lodo, pero no me molesto. Una verdadera sensación de libertad me invade, desde los dedos de los pies que nadan dentro de mis zapatillas, hasta mi cabeza sin dolor.

—¡Dios!, grita Margarita al verme regresar empapado.

—No te preocupes, le respondo con una sonrisa, y le digo que evitaré ensuciar lo que ya ha limpiado, pero ella asustada replica:

—¿Se cayó? Está lleno de sangre.

Por ahora, desconozco lo que pasa, pero sea lo que sea se resolverá con tranquilidad y aplomo. Y es que la vida es corta, es breve, es tan solo un destello que pasa por nuestras narices con una rapidez que no alcanzamos a comprender. Preocupaciones, quejas, ambiciones, prisa propia, negativismo, y otros sentimientos por el estilo, nos carcomen las entrañas día a día, y se convierten en prioridades en el camino que cada uno de nosotros tiene en frente. Y entre el corre corre de la rutina y la insatisfacción marcada que nos abriga, se desvanece la vida propia. Por eso la sangre inesperada y el terremoto en mi cabeza, no serán suficientes para estropear las ganas de seguir desafiando las sorpresas que se crucen por mi vía.


He llegado a un momento en el que la individualidad es mi mejor aliada, en el que la soledad es valorada, en el que no estar asociado con grupos o creencias me llena de beneplácito y me sacia la mente. Un momento en el que no tengo temor a decir lo que pienso, a hablar sin tapujos, a pedir lo que quiero, a buscar mi sentido de vida, a decir no con honestidad, a que me importe un reverendo comino el qué dirán, el qué pensarán. Conozco mis múltiples defectos y trabajo para erradicar algunos, encaro con sinceridad a mis demonios, a  mis pasiones bajas, y estoy satisfecho con ellos, pues de lo contrario no tendría sentido correr bajo la lluvia sin que nada me persiga. Ahí está la diferencia.