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domingo, 1 de mayo de 2016

Mansión Playboy vs Hospital.

-El día luce fabuloso desde este sitio; el cielo se ha tornado azul desde hace ya varias horas, y los rayos del sol logran rozar mi piel fría a través de los cristales opacos de esta ventana sucia, la que seguramente lleva ya varios meses sin que nadie la limpie por fuera-, indicó aquella mujer en voz alta, acostada en una cama de hospital.

Conectada a dos monitores y con decenas de cables cruzados por su abdomen, respiraba con dificultad. Su tos quebrada y ruidosa dejaba al descubierto su flema de colores, mientras la frente se llenaba de sudor y su rostro palidecía.

-Cuando salga de aquí voy a acostarme en un parque a oler la tierra fresca y a dejar que las hojas de los árboles caigan sobre mi cuerpo. Es una sensación encantadora-, volvió a indicar la paciente del 508. Dos minutos más tarde, un cura entró a la habitación para ofrecerle sus servicios religiosos, pero ella los rechazó con una sonrisa amable.

-Estoy en paz conmigo misma-, me dijo sin que yo le preguntara nada, y luego prosiguió:

-La vida poco ha sido fácil para mí, desde pequeña aprendí a sufrir el abandono y la soledad, sin saber los motivos-, luego su boca se llenó de tos, y con dificultad se sentó en su camilla para desgarrar sobre un pañuelito sus secreciones emanadas del fondo de sus entrañas, haciéndome tragar mi saliva en señal de repulsión.

-Tengo los pulmones destrozados. El puto cigarrillo-, dijo con una mueca de arrepentimiento.

Yo no mencioné palabra alguna, pero pensé que cada uno es artífice de su destino, y que cuando nos arrepentimos de lo que hacemos, la mayoría de las veces es demasiado tarde.

Junto a ella, en otra camilla, reposaba mi madre, quien presentaba dificultad al respirar y que esperaba un cuarto para ella sola.

Una hora más tarde, aquella mujer tuvo un nuevo caso de abandono: el nuestro, pues nuestro cuarto estaba listo.

-Buena suerte-, me despedí. -Ojalá puedas salir pronto de aquí y te mejores-, indiqué a sabiendas de que mi primer deseo se convertiría en realidad, pero no el segundo, tal como ella lo sabía.

Los hospitales son sitios lúgubres y tristes. No me gustan en absoluto, especialmente los fines de semana, donde preferiría estar tirado en la playa dejando que las olas mojen mis pies, y que la arena me acolche mientras me tomo una cerveza fría y disfruto la pasividad de la naturaleza.

Pero es que uno no escoge donde lo pone el destino, porque si así fuera yo estaría los domingos en la mansión PlayBoy, haciendo de las mías. En lugar de aquel maravilloso y erótico lugar, me encuentro en un hospital con mi madre en un cuarto y con mi papá en otro. Ambos enfermos de sus pulmones, ambos con sus baticas verdes con un diseño de espalda destapada, ambos a tan cortos metros de distancia uno del otro, y aún así sin verse personalmente, ambos batallando en contra de una infección respiratoria mientras se preocupan más por el otro que por ellos mismos.

-¿Cómo ves a tu papá-, me pregunta ella preocupada.

-No dejes solita a tu mamá-, indica él cuando entro a su cuarto.

-Dile a tu papá que pronto salimos de esta crisis-

-Cúbrele los pies a tu mamá, que ella es muy friolenta-

-¿Qué dice el médico de tu papá-, indaga ella sin que me haya preguntado ni una sola vez, qué ha dicho su propio médico.

-Necesito mejorarme pronto para cuidar a tu mamá-, sugiere él.

Mientras tanto, los dos siguen muy enfermos, con agujas en sus brazos por donde les aplican los antibióticos, con caras pálidas y desgano, con buenos deseos pero sin ánimos de cumplirlos.

Correr de un cuarto a otro ha sido un buen ejercicio en estos días donde el hospital es mi playa. Al pasar por el cuarto 508, veo que la mujer poeta ya no está allí, y que su cama ahora la ocupa un anciano que ronca como locomotora urgida de reparación.

Pregunto por su paradero y me dicen que su estado empeoró y hubo que moverla de urgencia a cuidados intensivos, donde ahora lucha por su vida. 

Camino entonces al cuarto de mi mamá y la abrazo, le digo lo mucho que la amo y la necesito. Luego hago lo mismo con mi viejo; y aunque sé que ambos mejorarán y serán dados de alta, me atormenta la simple idea de pensar que un día la marcha tendrá que continuar.

Ahora, a pesar de que me siento como un zombie y que estoy exhausto, me siento feliz y doy gracias de que tengo a mis viejos bellos a solo unos cuantos pasos de distancia, y que puedo tocarlos y contarles historias, y que hay especialistas cuidándolos y atendiéndolos. Y desearía entrar al 508 y abrazar a aquella mujer, y decirle que mañana yo me tiraré en un parque y oleré la tierra, y luego esperaré a que me caigan hojas y ramitas de un árbol cualquiera, y le contaré con lujo de detalles esta experiencia armoniosa, pero como dije antes, cuando nos arrepentimos siempre es tarde.

Buen viaje mujer, buen viaje.