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miércoles, 31 de enero de 2018

Cierre de mes

Es un día como cualquier otro para mí. Salgo a correr en mi barrio, aprovechando el viento frío que se apodera de la ciudad desde hace unos cuantos días. Son las algo y veinte minutos del final de enero, de un cierre de mes que se pinta con la sublime luna roja que todos queremos ver. 

Tomo dos bocanadas de aire y comienzo mi galope rítmico sobre el asfalto mojado por el rocío de la mañana. Paso por las calles que recorro con frecuencia, mermando mi velocidad escasa al ver a pocos metros como los vecinos se mueven con ligereza de un lado al otro de la acera para dirigirse a sus habituales lugares. 

Esbozo sonrisas de saludo y prosigo mi maratón personal montado en los tenis negros que me acompañan desde el siglo pasado. El firmamento gris se viste de nubes que ocultan el sol, ese sol que hoy quisiera sentir con fuerza sobre mi piel helada. A medida que avanzo sobre una carretera cualquiera, anhelo regresar a casa, tomar una ducha de agua caliente mientras hierve el café en mi máquina favorita, y abrigarme con un saquito. 

Decido entonces dar la media vuelta mientras la boca se me hace café, pero al doblar la esquina observo a una mujer que está sentada sobre unos cartones a merced del mundo. Ella parece no fijarse en nadie más que sus dos perros, con los que incluso mantiene una conversación. 

Detengo mi carrera y paso a su lado caminando, evitando así que uno de los fieles canes se abalance sobre mí y me muerda el cansancio. 
La mujer me sonríe, y sus perros -créanme o no- también me hacen una mueca de beneplácito seguida por bostezos, que asumo son de hambre y resignación. 

Es un día como cualquier otro para mí, e imagino con tristeza que es un día como cualquier otro para ellos, los que sin techo, ni máquinas de café en casa, sin sacos, frazadas o pisos, tienen que sobrevivir como pájaros, de rama en rama, a expensas de migajas o de cualquier gusano que se asome en un agujero para ser devorado por necesidad.

Y mientras tanto, la luna sigue asomándose cada noche sin importarle nuestra suerte, y el viento por inercia, balbuceando secretos milenarios que nos negamos a comprender, sin ni siquiera imaginar que es tan sabio como la mirada de aquellos tristes ojos que siempre están presentes, lo que pasa es que la mayoría de las veces no abrimos el corazón para verlos.




sábado, 27 de enero de 2018

Para nadie.

¿Y qué es realmente la vida?, se preguntará un hombre cualquiera casi a las 3 de la mañana desde el ocaso de su sábanas mojadas por la sudoración del recuerdo inconcluso.
La vida es, se responderá en silencio mediante palabras escritas, el sinnúmero de melodías arrumadas en su propia mente, aquellas canciones que conllevan las memorias de momentos que ya no sabe si existieron o se los imaginó, el sabor del polvo después de una caída milenaria que quebró sus huesos para siempre, la lágrima sin caer que guarda en su pupila como tesoro enterrado sin mapa.

La verdad es que la vida puede ser solo una mítica excusa para el error, la secuencia de puntos inconclusos plasmados en las membranas ajenas, el precipicio en el que no acabamos de sumergirnos por miedo a ver nuestras propias miserias.


Luego, aquel hombre desvanecido en remotas pesadillas de colores, tiene un momento de lucidez, y bajo la sombra de su propia nada entiende que la vida no se puede definir, mucho menos encasillar en preceptos cósmicos liderados por otros que sumidos en la cruel ignorancia del alma, indican con convicción que poseen una verdad que no tiene bases sólidas.


Y con las campanadas lejanas de un reloj perdido en el ático, se da cuenta que justo a las tres, una ráfaga de viento asecha su piel desnuda para sacudirle las neuronas y abofetear su curiosidad de papel; ya que no vale la pena saber el qué, especialmente cuando no se ha comprendido el para qué.


Menos mal yo no soy ese hombre somnoliento de las tres de la madrugada que con ansiedad desmedida implora por preguntas a sus respuestas mutantes. No quisiera estar en los poros desesperados de aquel desdichado que sin brújula navega por el mar del desencanto, en busca de sus propios ojos.


Para mi infortunio, las ideas de aquel individuo de magnificencia efímera se meten por la ventana de mi edificio y llegan con fuerza, poseyendo a los que con otras dudas amorfas tampoco podemos conciliar el sueño que últimamente es el lujo de los que nada tienen.


Mejor apagaré las velas que me rodean, y entre la calamidad de mis ronquidos graves intentaré resguardarme para que por lo menos, la vida no se defina nunca con palabras.



miércoles, 17 de enero de 2018

Los alaridos sexuales de mis vecinos.

Nos quejamos a menudo sobre las condiciones en las que vivimos: sociedades materialistas, gobiernos corruptos, políticos avaros, brechas sociales inalcanzables, egoísmo como himno, carencia de solidaridad, soledad.
Es fácil asumir que el mundo se ha deformado por conveniencias personales de otros, porque pesa menos la justificación de saberlo marchito que la responsabilidad que tenemos para mejorarlo.

Nos hemos acostumbrado a pensar que la carga de la prueba, o el deber de hacer de la vida una mejor pertenece a aquellos que nos lideran, al gobierno de turno, a los poderosos; y así nos desligamos de cualquier obligación, ¿pues si no pueden ellos, cómo podremos nosotros?

No controlamos nuestro destino pues se nos ha enseñado a ser gobernados en todos los niveles, hemos perdido la capacidad de generar ideas de cambio porque nos minimizamos pensando que, para que surjan, se necesitan maquinarias que las impongan. Nos hemos dividido en dos grupos: los realistas y 'triunfadores', o los ilusos soñadores, aquellos utópicos que viven en las nubes y que tarde o temprano tienen que caer para entender que la vida es cruda y que es imposible cambiar un esquema (viciado o no), que funciona desde siempre.

Frases como: -Sabes lo peligroso que es ir en contravía del sistema-, -mejor no meterse en esos asuntos-, -es imposible con el poco poder que tenemos comparado a los verdaderamente poderosos-; son verdugos de la creatividad humana. 
Luchar en contra de la injusticia de siglos no es descabellado, lograr un cambio generacional es posible, modificar el sistema que conocemos es viable, organizar el mundo de otra forma, de una manera más equitativa depende de nosotros. 

Los sistemas financieros globales controlan la vida diaria, y por ende quienes los manejan. Somos esclavos del oligopolio bancario, rehenes de los titiriteros bursátiles, adoquines frente a los hilos conductores, y lo peor de todo es que estamos tan adaptados al yugo impuesto que ni siquiera nos replanteamos un escenario diferente, y sucumbimos mezquinamente con un síndrome de Estocolmo que ni siquiera comprendemos.

Hay maneras sencillas de ser epicentro de terremotos que sacudan las estructuras arraigadas en el concepto conocido como mercado.

Todos pertenecemos a grupos en menor o mayor cuantía. La familia, los amigos, los compañeros de trabajo, los grupos de WhatsApp -tan usados ahora-, los de entrenamiento, las escuelas, los vecinos, las ciudades, los países, etc.
Todos podemos aportar un aprendizaje a los demás en esos mismos grupos, y a la vez beneficiarnos de las enseñanzas de otros miembros. Un trueque moderno donde el intercambio de dones resulte en  un modelo de nuevo mercado. Donde se hagan listas y cada uno de los integrantes pueda enseñar lo que sabe, sin importar si se beneficiará o no de otro.
Por ejemplo, A, B y C. Donde A pueda aportar su conocimiento musical y enseñar a tocar la guitarra una hora a la semana de manera gratuita a B, o a C, o a ambos. Donde C quiera enseñar un idioma, sin importarle que los servicios que ofrecen A y B sean o no de su agrado; porque sabe que a largo plazo llegará H o K, que le aportarán de manera gratuita algo que si le satisfaga. 

Listas a gran escala, donde podamos de una vez por todas controlar al menos un poco nuestro destino sin tener que depender de las finanzas, donde las limitaciones no sean económicas. 

Tenemos en nuestras manos todas las herramientas para generar modelos diferentes que desaten cadenas. Intercambio de servicios sin interrumpir drásticamente el flujo normal de nuestras actividades, y a la vez interrumpiendo el flujo del capital que llega a las mismas arcas.

Uno más uno es solamente dos, pero cuando la cifra se visualiza de manera exponencial, ese dos es imparable.

Por cierto, sé que el título no concuerda con el contenido, pero créanme que mi intención al comenzar a escribir siendo las 4 am, era diferente al resultado. Y sí, los vecinos han cesado en su euforia, y a diferencia de ellos yo no puedo conciliar el sueño que me han robado. Al menos alguien descansa plácidamente. 







domingo, 14 de enero de 2018

Es una llama que me quema las entrañas.

Mi tío favorito era un hombre multifacético, un visionario, un poeta enamorado de las circunstancias que cobijaban su camino. Ese hombre que cantaba con ecos de tango, el que podía contar historias inverosímiles al mismo mago de Oz, y cuentos terroríficos a cualquier espanto, logrando salir avante en su oratoria peculiar y mágica. Aquel sujeto especialista en leyes, que memorizaba cualquier articulo de los códigos penales, civiles, laborales, como si el mismo los hubiera escrito en una tarde de somnolencia. El sujeto que enseñaba a cientos de alumnos sobre las virtudes de la ética y la moral, sobre los grandes pensadores de la historia, sobre la vida y sus decisiones; y que me enseñaba a mí de manera privada sobre el arte del romanticismo y el poder de la lujuria, sobre la mejor manera de mirar la tarde y las curvas femeninas, sobre cómo ser un experto en la conquista y a la vez un erudito de la noche y los misterios.

Mi tío era un hombre como pocos, como muy pocos. No era un ser común y corriente como los demás hermanos de mis viejos, no era un sujeto que se pudiera encasillar en preceptos determinados, no era aquel individuo que regía su accionar por las conveniencias sociales; no, él era un atípico, un loco solitario lleno de virtudes, un genio de los días, un artífice inequívoco de los errores, esos que lo conducían al placer de las derrotas y de las ganancias.


Mi tío Darío era un continente aparte. 

-Es una llama que me quema las entrañas y me produce una ansiedad extralimitada-, me confesaba, explicando la sensación que lo embargaba ante la necesidad de un trago. 

Luego me explicaba que no era fácil abstenerse de tomar, y por mas que lo intentaba, siempre terminaba sucumbiendo ante las gotas de belleza que abrían esas puertas dimensionales y lo convertían en un sujeto dual: villano y héroe de historias inconclusas.


-Es una llama que me quema las entrañas-, me repetía con padecimiento, con dolor en el alma, con sabor a fracaso, con mirada de niño.


Mi tío Darío partió hace muchos años, pero inexplicablemente siempre me acompaña, y no hablo solo de su recuerdo, de sus palabras, de sus anécdotas, de su gallardía, de sus batallas; me refiero a que desde el mismo día de su viaje dimensional, ha estado conmigo; dejándome mensajes que ahora entiendo, expresando sus ideas en el aire, aduciendo que la vida no se gana ni se pierde, solo se vive tal como es.


Yo también siento esa llama que me quema las entrañas, es un desespero en el pecho generador de ansias, una taquicardia en los huesos, un descomunal incremento de ideas, un sinnúmero de respuestas sin preguntas, dos sombras en la pared cuando camino, la certeza de que nada existe y a la vez yo soy el todo, esa peculiar y abrumadora sensación de poder que me libera del yugo ideológico impuesto a los humanos, una carcajada abrupta que se silencia en la garganta un segundo antes de emanar de mi boca. Esa llama que me quema es mí motor para dar el otro paso, para escribir la siguiente letra, y la otra, y la que sigue, y emancipar mi rumbo, y llenarme de vacíos que me regresan al secreto del que hago parte.


La diferencia es que mi hermoso tío solo sentía esa llama cuando necesitaba del etílico para ser nuevamente él, y yo, yo la siento a diario cuando la noche llega, cuando se prenden mis velas, y mis puertas se abren de par en par, sin limitaciones.









domingo, 7 de enero de 2018

Una nueva etapa.

Estoy cansado de explicarme. No lo haré más, por lo menos por un buen tiempo, y luego, solo a las personas indicadas. No sé por qué algunos quieren esclarecimiento de mis acciones, de mis ideas, de mis palabras, incluso de mis miradas, como si entender a un tipo como yo fuera la gran panacea para lograr el orgasmo cósmico.
Yo no pretendo que me entiendan, de ser así iría a un psicoanalista o a alguien con una profesión similar, pero no es importante en mi momento de vida. Yo solo quiero ser, sin argumentos.
El problema es que los seres humanos pasamos buena parte del tiempo ejercitando acciones para intentar lograr, de alguna forma, pertenecer al grupo que nos rodea, pero ya estoy harto, y ‘ser parte de’ es lo que menos me interesa en este momento.
La individualidad escasea en el mundo de hoy. Encontrar seres que piensen por sí mismos sin importar el comentar ajeno, es complicado. Aun no logramos superar el miedo a quedar solos, a defender nuestras posturas aunque vayan en contravía de los postulados sedentarios impuestos por generaciones, hay un temor latente a crecer con raíces propias. No es fácil abrir los ojos y comprender que cuestionar lo aprendido es relevante para sacar conclusiones personales, para crecer.
Detendré las explicaciones sobre lo que envuelve mi forma de existir; y aunque no hay libertad completa, intentaré alcanzar su sombra, por distante que esté de mis pasos. 
Tampoco quiero escuchar explicaciones ajenas, ni mucho menos justificaciones. El problema es que intentamos figurar con desespero, ser reconocidos, ser bien vistos, admirados, respetados, incluso, adorados. Esos sentimientos magnifican nuestro ego, nos empoderan de una manera errónea. De una u otra forma buscamos relevancia, y no es nuestra culpa. Es la culpa del sistema errado en el que existimos, donde sabemos que entre más importancia tengamos, mayores beneficios adquiriremos. -Premisa cierta en su totalidad-. Y es por ese ciclo vicioso y vacío, que el mundo sigue sumergiéndose en el caos de las clases sociales, de la rivalidad, del clasismo, de la falsedad, de la materialidad y la hipocresía aguda que corta bondades con su filo de doble faz.
Una vez más lo digo, no es nuestra culpa como seres vivos. Todo ha sido manipulado de esta forma para dividirnos como especie, para controlarnos. Dudo que haya una solución integral, dudo que el mundo pueda cambiar con ligereza, dudo que la vida aquí deje de ser injusta. 
Todos queremos figurar. Todos. Ser los mejores en lo que hacemos, estar en el foco de la visualización, ser aplaudidos, aumentar el ego. La explicación es sencilla: sin el ego no somos nada, porque así nos lo han impregnado en el ADN desde que nacemos.
Yo escribo, e inmediatamente subo a mis redes sociales una alerta para que otros me lean. ¿Qué es eso sino ganas de figurar? Me complazco viendo comentarios sobre lo que escribo, me hago pajazos mentales con ideas superfluas que a veces no me aportan nada.
Por eso, a partir de hoy, anunciaré poco mis escritos. La verdad es que me desgasta hablar de lo que escribo, y por esa misma razón es que lo plasmo en hojas, porque prefiero hablar poco.
No quiero decir con esto que ahora soy una persona mejor. No, sigo siendo el mismo ser imperfecto de siempre, el que no cree en dioses ni en cielos, el que ama la soledad y el silencio que emana de la voz de Billie Holiday, el que sin filtros dice lo que piensa, y el que ahora no intentará explicarse más.
Escribir es mi salida, mi desahogo, mi terapia máxima; incluso cuando lo que palpo sobre las hojas blancas no tenga sentido para nadie (lo tiene para mí, y por eso, siempre he escrito para mí). 

Antes lo gritaba a los cuatro vientos, con la sed de ser leído, de que otros carcomieran un pedazo de mis sesos. Ahora, lo hago sabiendo que mis sesos ya están carcomidos y se regeneran con la nostalgia y la algarabía de mis ilusiones oscuras.

El anonimato es imposible, pero mi silencio aducido no.