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miércoles, 31 de diciembre de 2014

El final es un miércoles cualquiera…

Sentado en mi balcón (literalmente), veo las nubes pasar lentamente, mientras el segundero de mi reloj de pared marcha a prisa, finalizando un año más.

Fumo un cigarrillo y saboreo un whiskey sello azul (regalo de una persona muy especial), mientras pienso ¿qué realmente significa terminar un año e inmediatamente comenzar otro? Así de golpe, sin tiempo intermedio para planear nada.

Quizás entre el final de uno y el comienzo del otro, debería haber unos días sin calendario, para por lo menos tomar un respiro, pensar en lo que queremos hacer, sin tener que cargar con la despedida del que terminamos.

Pero la realidad no es esa, ni la vida da tiempo para tomar respiros. Es como si viviéramos en una competencia constante, donde no puedes detenerte a descansar porque otros seguirán corriendo y te dejarán en el último lugar.

La verdad, en este momento de mi vida no siento que esté compitiendo con nadie, ni siquiera con la existencia misma, la que he decidido vivir a mi propio ritmo. Me importa poco estar de primero o de último, porque lo importante ahora para mí es estar.

Mi whiskey sabe exactamente como tiene que saber, y mi cigarrillo se consume entre bocanadas de tranquilidad y vientos de una tarde gris.

Son casi las 4 de la tarde del 31 de diciembre. Un miércoles que marca un mito para millones de personas en el mundo entero. Despedirnos de un ciclo donde hemos puesto tantas esperanzas, y en el que repetitivamente fracasamos con muchas resoluciones que cumplimos solo por los primeros 4 días del año.

Años atrás yo seguía las supersticiones de muchos en estas épocas. Me bañaba con champaña, me llenaba los bolsillos de lentejas, salía corriendo con maletas como un loco por la calle, incluso me llegué a poner los pantaloncillos amarillos y al revés, teniendo graves problemas para orinar de afán. En fin, cada agüero sugerido con tal de tener un año lleno de abundancia económica, salud, viajes y amor.

Pero por más pendejadas que practicaba cada 31 de diciembre, siempre llegaban los inconvenientes cotidianos, la carencia de dinero, la pérdida de empleo, los corazones rotos, las despedidas eternas, las enfermedades y sus consecuencias, las enemistades, los tropiezos, y otros factores negativos que no dependían en absoluto de mis calzones amarillos.

La vida es una rueda que sube y baja, y es imposible que cada día sea un jardín de chocolates, o una pocilga en invierno. Pero he aprendido con las lunas, que mis reacciones a lo que la vida provea es lo que realmente marca la diferencia de mis días, porque son estas reacciones propias las que sí puedo controlar.

Sigo bebiendo mi trago azul, y como todos analizo mis deseos para el año que comienza en par de horas. Quizás muchos de ellos son los mismos que deseé para el 2014, incluso para el 2013, y de ahí para abajo se repetirán algunos.

Tal vez muchos de esos deseos no se cumplirán en el 2015, y los pediré de nuevo para el 2016, 2017 y 2022. Pero jamás llegarán por sí solos. La magia sucede, pero depende de nosotros crearla. El año no hace milagros. Nosotros sí.

Termino el último trago de whiskey de mi botella azul, tal como se terminan estos 365 días llenos de enseñanzas, algunos golpes leves, y mucha vida.
Deseo que el 2015 sea exactamente el resultado de tu trabajo arduo para alcanzar tus metas.


Por cierto, los calzones amarillos nunca están de más.

sábado, 27 de diciembre de 2014

Erección mañanera


Camino por una zona céntrica de Miami. El día soleado se presta para que los transeúntes acaricien con sus miradas las decoraciones navideñas que se posan a lo largo y ancho de la avenida. Me detengo en un café de la esquina y disfruto con pasividad de un expreso, mientras fotografío con mi memoria a quienes pasan por mi lado.

Me gusta mirar a otros, observar sus acciones, imaginar lo que piensan, a qué se dedican, y de dónde provienen. Cada persona tiene en su interior una historia misteriosa, apasionante, loca, incluso fantasmagórica y a veces delictiva. Creo que si cada uno escribiera su historia verdadera, sin tapujos, sin querer mostrar facetas que no existen, tendríamos libros muy interesantes para divertirnos y entendernos mejor.

Pero ¿quién realmente se muestra como es todo el tiempo? Todos cargamos máscaras dependiendo el momento del día en que nos encontremos. Nuestra libertad personal no es más que una idea borrosa que creemos poseer y que nos vanagloriamos de llevar, pero que en determinados momentos escondemos en  eufemismos, acciones u omisiones para agradar a los demás.

Juzgamos lo que a veces nosotros mismos hacemos o deseamos hacer. Señalamos con nuestro dedo torcido a aquellos que obran diferente a nuestras preconcebidas ideas de lo que es bueno y malo. Nos da miedo mostrarnos como somos ante otros, especialmente ante aquellos que de una u otra manera ejercen algún poder sobre nosotros, sea económico, social, laboral o familiar.

‘El qué dirán’, es un lastre que llevamos como esclavos del tiempo, y que nos limita ante el presente y por ende el futuro. Tememos con reverencia lo que piensen los demás de nosotros, sabiendo que nadie vive nuestra propia vida, ni siente lo que sentimos, o entiende las situaciones que enfrentamos cada día.

Aun así, nos inhibimos de ser nosotros mismos en muchas ocasiones, porque tememos que nos juzguen, que nos señalen, que no les agrademos a los demás, que nos critiquen.

Decir lo que pienso, genera cada día malestar en mis círculos sociales y familiares.

-No creo en religiones, y mi fe es en mí mismo- ¡Profano!

-Esa mujer está muy bella- ¡Infiel!

-No me caen bien tus amigos- ¡Asocial!

-Qué rico unos tragos de más- ¡Borracho!

-Me encantaría un ménage à trois con ustedes- ¡Libertino!

-Claro, probemos- ¡Amoral!

-Me importa un pepino lo que pienses- ¡Irreverente!

En fin, un sinnúmero de señalamientos que ya no me afectan en absoluto, ni perjudican mi manera de actuar, pensar o sentir.

Seguí entonces tomando mi expreso caliente, cuando sin darme cuenta se acercó un hombre a mi mesa, y me saludó.

-Disculpa, ¿eres el autor de ‘La iglesia del diablo’?-, me preguntó cambiando el tono de voz por uno serio que iba acorde con sus cejar arqueadas.

-Sí señor. Yo escribí el libro-, le contesté con una sonrisa sincera, contento de saber que alguien me había reconocido en un lugar cualquiera.

-¿Querrá un autógrafo, o quizás una foto?-, pensé para mí, pero afortunadamente no abrí la boca.

-Leí tu libro, y me pareció un irrespeto a la iglesia-, indicó el sujeto.

-¿Todavía querrá la foto o el autógrafo?, pensé en silencio, pero no sentí que era lo que buscaba mi interlocutor.

-No me gusta lo que escribes, ni la manera en que te expresas de la madre iglesia y de quienes trabajamos en ella-, continuó el enorme hombre que vestía de negro.

-Imagino que no quiere foto ni autógrafo-, volví a pensar, ahora con una sonrisa de idiota.

-Es tu opinión y la respeto. Gracias por leerla-, le dije con tranquilidad, alejando mi rostro un poco de su cuerpo, pues temía en cualquier momento recibir un golpe indeseado del enojado lector.

El hombre me miró con rabia una vez más, y moviendo su cabeza en señal de desaprobación, dijo:

-Es una lástima que hayan escritores como tú en este mundo. Deberías dedicarte a otra cosa-, y sin decir nada más de lo que me acuerde, dio media vuelta y partió de aquel lugar.

-Mierda-, pensé de nuevo. -¿A qué otra cosa me puedo dedicar?-

La verdad es que soy un fracaso para otras cosas, y lo digo por experiencia propia, ya que he intentado desarrollarme en otros oficios, pero el resultado ha sido catastrófico.

Soy consciente de que el contenido de mi novela causa malestar en los más conservadores, y que el título de la misma genera controversias de muchos aspectos. Pero todo tiene una razón de ser en mi cabeza, y respeto la opinión de quienes como aquel hombre no coinciden con mis ideas.

Me gusta la diversidad de pensamientos. Me encanta que existan pros y contras en cada tema. Me fascina que seamos diferentes en cada aspecto, por pequeño que sea. Creo que lo verdaderamente importante es el respeto a la diferencia y la tolerancia con aquellos que no nos gustan.

Horas más tarde regresé a mi apartamento, donde encontré esta nota de hoy con su título inicial: “Erección mañanera”, e inmediatamente recordé que al despertarme quise escribir sobre este fenómeno constante que vivo. Pero en la vida todo cambia y a mí me gustan esos cambios improvistos.

Prometo que pronto escribiré sobre el título original, esperando que aquel hombre de negro no vaya a leer mis intimidades mañaneras, que seguramente le suceden a él también.

miércoles, 24 de diciembre de 2014

Ruidos navideños


El bulloso ruido de un taladro carcome mis oídos. Haciendo un esfuerzo máximo por ignorarlo, meto mi cabeza bajo la almohada con intenciones de seguir durmiendo, pero es imposible. El sonido cada vez es más fuerte.

Abro un ojo lagañoso y levanto mi cabeza hacia el reloj de pared. Son solamente las 7 de la mañana, y el sol aún no comienza a aparecer en mi ventana. Es diciembre 24, y hoy no tengo que ir a la oficina, por lo que mi plan para esta jornada es dormir, dormir y dormir, hasta que el estómago me levante con quejidos hambrientos, pero como nunca en la vida sucede como lo planeo, el ruido que me despierta no proviene de mis tripas.

-Mierda-, exclamo con rabia, mientras el taladro incrementa su trabajo tal como si estuviera posado sobre mi cabeza.

He llegado a casa a eso de las 5 de la mañana, y hoy es uno de los pocos días donde dormir es prioridad en mi rutina, sin embargo, hay un ‘carpintero’ sin madre en el edificio, regocijado con el espíritu navideño, y quizás organizando su casa para la fiesta de esta noche (a la que por demás no estaré invitado).

Por un momento glorioso, la herramienta que odio se detiene. La paz del silencio abriga mi entorno, y mis párpados abrumados por el cansancio se cierran una vez más sirviendo como puente para que vuelva a profundizarme en mi plácido sueño. Pero la dicha es efímera, y nuevamente el taladro maldito recobra sus fuerzas y me grita al oído: ‘Levántate, es navidad’.

Lleno de frustración y rabia, me levanto de mi cama, dispuesto a caminar hacia el apartamento responsable, y meterle el taladro a su dueño por uno de sus orificios personales; pero me detengo a mitad del camino, ya que no sé a ciencia cierta de dónde proviene el bullicio.

Llamo a la portería del edificio y me quejo con voz de ultratumba.

-Buenos días señor Héctor Manuel-, me dice el portero con regocijo en su voz. Sin verlo, puedo imaginar su sonrisa de oreja a oreja, que deja entrever un mueco inferior por donde entra el frío de la madrugada.

Exclamo al dichoso hombre que el ruido del taladro no me deja dormir, y que por favor le pida al responsable que mengue su labor demoniaca hasta al menos medio día.

Regreso a cama a la espera de que cese el campo de batalla, y reine nuevamente la tranquilidad en mi habitación.

Al cabo de unos eternos minutos, el taladro calla su voz. Ahora el de la sonrisa de oreja a oreja soy yo.

Me sumerjo una vez más en mis sábanas negras, y me dejo acariciar por la ausencia de la broca taladrando mi espacio. Pero cuando ya uno de mis ojos se ha dormido, comienza un segundo martirio: canciones de navidad provenientes del apartamento contiguo.

Puedo escuchar a las dos pequeñas que viven en tal unidad, cantando con sus voces desafinadas, las estrofas creadas para la ocasión.

-No puede ser-, me quejo molesto. –Todavía no es navidad-, grito desesperado golpeando la pared de mi cuarto, y esperando que mis vecinos escuchen mis súplicas, pero no es así.

Laura y Lena, las dos hermosas y tiernas niñas del 505, ahora se han convertido en dos brujas desalmadas que planean destruir mi integridad física.

Por un momento breve, siento que las odio, como odio sus canciones navideñas, mis paredes desprotegidas por el ruido ajeno, o al taladro y su propietario. Solamente quiero descansar en paz, en silencio, pero es imposible hacerlo en vísperas de navidad.

Atolondrado entonces por mi carencia de descanso, tomo una ducha, preparo un café, y salgo de casa con rumbo a terminar mis compras navideñas, no sin antes pasar por casa de mis vecinos y abrazar a las pequeñas Lena y Laura, las dos bellas culpables de mi cara de idiota y mi andar zigzagueado.

Eso sí, si me topo con el dueño del taladro, aún tengo planes de metérselo por donde menos le quepa.

Feliz víspera de navidad.

 

 

sábado, 20 de diciembre de 2014

Somos tres

Recuerdo como si fuera ayer cuando mi esposa me dio la noticia meses atrás. Era una mañana lluviosa y con truenos. Pienso que quizás el tiempo atmosférico presagiaba el suceso que se acercaba.

Con voz trémula, ella intentó contarme de qué se trataba, pero sus palabras no salían de su boca con la normalidad acostumbrada.

-¿Qué te pasa?-, le pregunté asustado.

Su respuesta fue un baldado de agua helada. No puedo negar que aquella noticia me dejó congelado. El ‘ice bucket challenge’ que nunca hice, llegaba en aquel momento de manera inesperada. Mentiría si digo que sentí alegría, regocijo o ilusión por nuestra adición a la familia. No fue así.

Pueden pensar que soy un tipo descorazonado, falto de compromiso, insensible, o cuanto adjetivo más les dé la gana. Quizás tengan razón.

-Seremos tres en diciembre-, finalizó mi musa.

-¿Estás segura?-, pregunté una vez más con un gesto de desaprobación  que se convirtió rápidamente en tristeza y depresión.

-Sí, estoy segura. Ya lo verifiqué-.

Inmediatamente, inquirí con una pregunta que me calificaría con un cero en la tabla de notas. Aunque no me arrepiento en absoluto de haber expresado lo que dije, ella aún no olvida mis palabras.

-¿Hay algo que podamos hacer para evitarlo?-, exclamé con la esperanza de encontrar una solución.

Su reacción fue la esperada. El llanto emanó y su melancolía quedó regada por varios rincones de nuestro pequeño apartamento.

-Eres un desalmado-, pensaría ella en el mejor de los casos, pero la verdad es que me preocupaban muchas cosas.

Nuestra residencia es pequeña, acondicionada especialmente para nosotros dos. Un nuevo integrante significaría una variación completa de mi estilo de vida. Además, el hecho de que la fecha de llegada de nuestra pequeña, coincidiera con el mes de diciembre, generaba en mí una clase de molestia desmesurada.

Tendríamos que sacrificar nuestras fiestas familiares, nuestras salidas con amigos, nuestras celebraciones tradicionales, por esperar el fruto de una noche donde no pensé bien las consecuencias.

-Deja de llorar-, la abracé. Si no hay nada qué hacer, pues vamos a hacerle frente a la situación y trataremos de que todo suceda de la mejor manera, le dije con sinceridad y falto de romanticismo.

Parece que fue ayer, cuando recibí la noticia de que seríamos tres. Confieso en estas hojas, que durante buena parte de estos largos y complicados meses, intenté en varias oportunidades lograr que ella pensara diferente, y tomáramos una decisión drástica sobre nuestro futuro.

-Aún hay tiempo de evitar esta llegada-, le dije, a sabiendas de que no aceptaría.

Pero el destino se me salió de las manos.

Hace pocas horas llegó. No sé a ciencia cierta cuántas libras pesa, ni su tamaño. Sus ojos azules sobresalen en su rostro circular. Nuestra reacción al verla fue diferente. Mi esposa lloró como una niña, mientras la abrazaba con ternura. Yo por el contrario, no he llorado, ni la he besado todavía. Un abrazo un poco seco ha sido mi único acercamiento por ahora.

Sentado en aquella enorme sala de espera, llegaron miles de pensamientos a mi mente.

Todo comenzó aquella noche hace nueve meses. Había llegado de mi oficina y mi esposa se veía triste, taciturna, pensativa.

Me indicó que extrañaba a su madre, y que quisiera pasar una navidad con ella. Mi cansancio extremo no me dejó pensar bien en sus próximas palabras.

-¿Crees que podemos invitarla a que pase diciembre con nosotros?

-Claro-, supuse que le dije, mientras pensaba en otra cosa.

Hoy, mi suegra arribó. No llegó en una cigüeña procedente de Paris, no; arribó en un avión desde Eslovaquia.


Ahora somos tres en casa, y lo seremos por los próximos tres meses.

miércoles, 17 de diciembre de 2014

Necesito vacaciones extras


Recién regreso de dos semanas de vacaciones. El vuelo de más de 10 horas fue agotador, aunque debo confesar que la turbulencia fue mínina, así como el sabor de mi pollo con arroz, servido antes de aterrizar.

Bajar del avión cargando el pesado equipaje de mano, más un morral en mi espalda, un saco y un abrigo que no pude acomodar en mi maleta, y la premura de todos los otros pasajeros, me ha dejado sudando en los primeros metros recorridos en el aeropuerto.

Llego hasta la fila de inmigración para realizar mi trámite de entrada al país. Ahora debo alistar mi pasaporte, pero no recuerdo dónde lo metí.

Me quito el morral de la espalda, mientras descargo la maleta de mano, e intento posar sobre ella mi saco y mi abrigo enorme. Las gotas de sudor recorren mi pecho, y siento unas ganas aterradoras de hacer pipí.

-¿Por qué no fuiste al baño del avión, idiota-, me reprocho a mí mismo, pero inmediatamente recuerdo que venía sentado en medio de un hombre que roncaba como burro de pesebre, y de una señora que había tomado una pastilla para dormir antes de despegar, y la que incluso me había ofrecido amablemente una de estas mágicas pócimas, la que rechacé por desconfianza (y que ahora me arrepiento de haberlo hecho).

Sigo buscando mi pasaporte sin suerte. Meto mi mano en cada bolsillo. No está en mi pantalón, tampoco en mi abrigo, menos en el saco. Abro por enésima vez el morral lleno de las cosas que no cupieron en la maleta, y escarbo con desespero buscando el librito plastificado que ahora juega a las escondidas.

-Mierda-, pienso con terror. -¿Será que lo dejé en el bolsillo del asiento que tenía en frente, al lado de las revistas y la bolsita para vomitar en caso de ataque terrorista?

Nuevamente las gotas de sudor empapan mi vestuario, pero ahora, el líquido corporal no proviene del calor ambiental, si no del pánico por perder el documento que me permitirá entrar al país y regresar a casa.

Tomo un respiro profundo, y pienso que sería imposible que hubiese metido el pasaporte en tal bolsillito, pero aún así emprendo mi camino de regreso hacia la enorme nave de dos pisos que me condujo a mi destino final.

Mientras camino con prisa en contravía de todos los demás pasajeros, la maleta de mano se desprende de mis dedos y cae al piso. Maldigo la situación y nuevamente me siento extenuado.

Estoy despierto desde hace más de 24 horas, debido a que tuve que estar en el aeropuerto 3 horas antes por ser mi vuelo de caracter internacional. Fuera de eso, el hotel donde estaba, quedaba a 45 minutos de la terminal aérea, por lo que decidí salir con anticipación para evitar perder mi asiento en medio de los dormilones. Para rematar, las 6 horas de diferencia entre lugar A y lugar B, se adicionan a mis ojos somnolientos que encajan perfectamente en el reloj cucú que suena en mis tímpanos.

Busco un pañuelo para secar mi cara sudorosa. Al meter la mano en mi bolsillo trasero del jean, (donde ya la había metido antes), encuentro, sin saber la razón, el pasaporte.

Intento buscar una explicación, pero en menos de 2 segundos desisto de ella, y me encamino otra vez a la larga fila para entrar al país.

-Bienvenido a casa-, me dice con amabilidad el agente de aduana, quien me pregunta si estoy bien, pues tengo cara de moribundo.

-No he dormido muy bien en estas dos semanas, ya sabes, el cambio de horario-, le respondo con una sonrisa fingida, y como autómata, me dirijo a la parte donde arriban las maletas para finalizar mi proceso vacacional.

2 horas después llego a mi apartamento. Estoy completamente fundido. Tomo una ducha, me pongo una camiseta alrevés y dejo caer mi humanidad sobre mi colchón.

Duermo por horas emulando a mis compañeros de vuelo. Creo que ronco como el burro del pesebre que babeaba a mi costado derecho. Despierto y miro el reloj. Son las 4 de la mañana y ya no puedo dormir más.

El sol sale rápidamente y con él, inicia mi primer día de trabajo después de mis dos semanas por fuera.

Llego a la oficina donde me espera el típico ajetreo cotidiano. Reuniones, papeles, libros, guiones, prontitud, llamadas y correos por responder. Me siento nuevamente exhausto.

Recibo entonces un mensaje de texto de una amiga cercana en Colombia. Mi bella (literalmente) interlocutora, me da la bienvenida y me pregunta cómo me siento.

-Mamado (dícese de alguien agotado, cansado, listo para tirar la toalla).

Lina se ríe con letras en mi pantalla del celular, e indica que es necesario tener vacaciones después de las vacaciones.

-Habla con tus jefes y pídeles otros dos días para habituarte-, escribe con sutileza. Sus sílabas vienen cargadas de aromas de flores, y puedo imaginar su ternura en cada palabra. Es como si mi amiga viera mi rostro decaído y mis ojos rojos y llorosos.

Pienso por un momento en la reacción de mi jefe si entrara a su oficina y le dijera:

-Karen: necesito dos días extras de vacaciones para descansar de mis vacaciones-

Imagino entonces sus románticas palabras:

-¿Estás loco? Andá a trabajar y no regreses con ideas absurdas. Ah, y dile a tu hermosa amiga Lina que deje de conspirar en contra de la empresa con sus pensamientos revolucionarios en favor de los empleados que no pueden dormir cuando van de vacaciones-

Por ahora, sigo trabajando, y con varias lecciones aprendidas:

1.     Nunca regresaré de unas vacaciones directamente al trabajo.

2.     Aceptaré pastillas de desconocidos en los aviones.

3.     Guadaré el pasaporte en un lugar que no pueda olvidar

4.     Orinaré en el avión antes de bajarme de él

5.     Me uniré a mi bella Lina en un proyecto de ley mundial para obtener vacaciones depués de las vacaciones.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

martes, 2 de diciembre de 2014

6 horas después...

Vivo 6 horas después de lo acostumbrado. He llegado a Eslovaquia en los días recientes, y en esta parte del mundo el reloj ha corrido más rápido que en mi hogar.

Mi cuerpo no se acostumbra todavía al cambio y por eso duermo cuando todos despiertan, y despierto en la mitad de la tarde. (Como ahora mismo, que son pasadas las 5 de la mañana, y en mi organismo son solo las 11 de la noche).

Debido a que me he obligado a adaptarme a los horarios, pasó todo el día somnoliento, apendejado, un poco zombie y por ende cansado.

He disfrutado mucho mi estadía en esta bella tierra, pero estas 6 horas me han vuelto loco (más de lo habitual).

Quién iba a creer que solamente 6 horas pueden afectar tanto?

Mi reloj de muñeca (y no, no tiene una muñeca pintada), marca mi horario pasado. No lo he adelantado porque realmente nunca lo hago. Sin importar el país donde esté, siempre llevo la hora de la ciudad donde vivo. Quizás si lo actualizo a mi rutina, logre acostumbrarme pronto a estas 6 horas en el futuro, y así no esté tan conciente de un horario que ya no me pertenece.

Los primeros rayos de sol ya se asoman por mi ventana, indicándome que no será media noche, y que ya es hora de levantarme a comenzar una jornada que aun no he podido terminar.

Vivo 6 horas después que antes. 6 horas que he perdido y que estoy dispuesto a encontrar. Así que duerme ya, porque yo debo ir a desayunar.