El bulloso ruido
de un taladro carcome mis oídos. Haciendo un esfuerzo máximo por ignorarlo,
meto mi cabeza bajo la almohada con intenciones de seguir durmiendo, pero es
imposible. El sonido cada vez es más fuerte.
Abro un ojo
lagañoso y levanto mi cabeza hacia el reloj de pared. Son solamente las 7 de la
mañana, y el sol aún no comienza a aparecer en mi ventana. Es diciembre 24, y
hoy no tengo que ir a la oficina, por lo que mi plan para esta jornada es
dormir, dormir y dormir, hasta que el estómago me levante con quejidos
hambrientos, pero como nunca en la vida sucede como lo planeo, el ruido que me
despierta no proviene de mis tripas.
-Mierda-,
exclamo con rabia, mientras el taladro incrementa su trabajo tal como si
estuviera posado sobre mi cabeza.
He llegado a
casa a eso de las 5 de la mañana, y hoy es uno de los pocos días donde dormir
es prioridad en mi rutina, sin embargo, hay un ‘carpintero’ sin madre en el
edificio, regocijado con el espíritu navideño, y quizás organizando su casa
para la fiesta de esta noche (a la que por demás no estaré invitado).
Por un momento
glorioso, la herramienta que odio se detiene. La paz del silencio abriga mi
entorno, y mis párpados abrumados por el cansancio se cierran una vez más
sirviendo como puente para que vuelva a profundizarme en mi plácido sueño. Pero
la dicha es efímera, y nuevamente el taladro maldito recobra sus fuerzas y me
grita al oído: ‘Levántate, es navidad’.
Lleno de frustración
y rabia, me levanto de mi cama, dispuesto a caminar hacia el apartamento
responsable, y meterle el taladro a su dueño por uno de sus orificios
personales; pero me detengo a mitad del camino, ya que no sé a ciencia cierta
de dónde proviene el bullicio.
Llamo a la
portería del edificio y me quejo con voz de ultratumba.
-Buenos días
señor Héctor Manuel-, me dice el portero con regocijo en su voz. Sin verlo,
puedo imaginar su sonrisa de oreja a oreja, que deja entrever un mueco inferior
por donde entra el frío de la madrugada.
Exclamo al
dichoso hombre que el ruido del taladro no me deja dormir, y que por favor le
pida al responsable que mengue su labor demoniaca hasta al menos medio día.
Regreso a cama a
la espera de que cese el campo de batalla, y reine nuevamente la tranquilidad
en mi habitación.
Al cabo de unos
eternos minutos, el taladro calla su voz. Ahora el de la sonrisa de oreja a
oreja soy yo.
Me sumerjo una
vez más en mis sábanas negras, y me dejo acariciar por la ausencia de la broca
taladrando mi espacio. Pero cuando ya uno de mis ojos se ha dormido, comienza
un segundo martirio: canciones de navidad provenientes del apartamento
contiguo.
Puedo escuchar a
las dos pequeñas que viven en tal unidad, cantando con sus voces desafinadas,
las estrofas creadas para la ocasión.
-No puede ser-,
me quejo molesto. –Todavía no es navidad-, grito desesperado golpeando la pared
de mi cuarto, y esperando que mis vecinos escuchen mis súplicas, pero no es
así.
Laura y Lena,
las dos hermosas y tiernas niñas del 505, ahora se han convertido en dos brujas
desalmadas que planean destruir mi integridad física.
Por un momento breve,
siento que las odio, como odio sus canciones navideñas, mis paredes
desprotegidas por el ruido ajeno, o al taladro y su propietario. Solamente
quiero descansar en paz, en silencio, pero es imposible hacerlo en vísperas de
navidad.
Atolondrado
entonces por mi carencia de descanso, tomo una ducha, preparo un café, y salgo
de casa con rumbo a terminar mis compras navideñas, no sin antes pasar por casa
de mis vecinos y abrazar a las pequeñas Lena y Laura, las dos bellas culpables
de mi cara de idiota y mi andar zigzagueado.
Eso sí, si me
topo con el dueño del taladro, aún tengo planes de metérselo por donde menos le
quepa.
Feliz víspera de
navidad.
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