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miércoles, 17 de diciembre de 2014

Necesito vacaciones extras


Recién regreso de dos semanas de vacaciones. El vuelo de más de 10 horas fue agotador, aunque debo confesar que la turbulencia fue mínina, así como el sabor de mi pollo con arroz, servido antes de aterrizar.

Bajar del avión cargando el pesado equipaje de mano, más un morral en mi espalda, un saco y un abrigo que no pude acomodar en mi maleta, y la premura de todos los otros pasajeros, me ha dejado sudando en los primeros metros recorridos en el aeropuerto.

Llego hasta la fila de inmigración para realizar mi trámite de entrada al país. Ahora debo alistar mi pasaporte, pero no recuerdo dónde lo metí.

Me quito el morral de la espalda, mientras descargo la maleta de mano, e intento posar sobre ella mi saco y mi abrigo enorme. Las gotas de sudor recorren mi pecho, y siento unas ganas aterradoras de hacer pipí.

-¿Por qué no fuiste al baño del avión, idiota-, me reprocho a mí mismo, pero inmediatamente recuerdo que venía sentado en medio de un hombre que roncaba como burro de pesebre, y de una señora que había tomado una pastilla para dormir antes de despegar, y la que incluso me había ofrecido amablemente una de estas mágicas pócimas, la que rechacé por desconfianza (y que ahora me arrepiento de haberlo hecho).

Sigo buscando mi pasaporte sin suerte. Meto mi mano en cada bolsillo. No está en mi pantalón, tampoco en mi abrigo, menos en el saco. Abro por enésima vez el morral lleno de las cosas que no cupieron en la maleta, y escarbo con desespero buscando el librito plastificado que ahora juega a las escondidas.

-Mierda-, pienso con terror. -¿Será que lo dejé en el bolsillo del asiento que tenía en frente, al lado de las revistas y la bolsita para vomitar en caso de ataque terrorista?

Nuevamente las gotas de sudor empapan mi vestuario, pero ahora, el líquido corporal no proviene del calor ambiental, si no del pánico por perder el documento que me permitirá entrar al país y regresar a casa.

Tomo un respiro profundo, y pienso que sería imposible que hubiese metido el pasaporte en tal bolsillito, pero aún así emprendo mi camino de regreso hacia la enorme nave de dos pisos que me condujo a mi destino final.

Mientras camino con prisa en contravía de todos los demás pasajeros, la maleta de mano se desprende de mis dedos y cae al piso. Maldigo la situación y nuevamente me siento extenuado.

Estoy despierto desde hace más de 24 horas, debido a que tuve que estar en el aeropuerto 3 horas antes por ser mi vuelo de caracter internacional. Fuera de eso, el hotel donde estaba, quedaba a 45 minutos de la terminal aérea, por lo que decidí salir con anticipación para evitar perder mi asiento en medio de los dormilones. Para rematar, las 6 horas de diferencia entre lugar A y lugar B, se adicionan a mis ojos somnolientos que encajan perfectamente en el reloj cucú que suena en mis tímpanos.

Busco un pañuelo para secar mi cara sudorosa. Al meter la mano en mi bolsillo trasero del jean, (donde ya la había metido antes), encuentro, sin saber la razón, el pasaporte.

Intento buscar una explicación, pero en menos de 2 segundos desisto de ella, y me encamino otra vez a la larga fila para entrar al país.

-Bienvenido a casa-, me dice con amabilidad el agente de aduana, quien me pregunta si estoy bien, pues tengo cara de moribundo.

-No he dormido muy bien en estas dos semanas, ya sabes, el cambio de horario-, le respondo con una sonrisa fingida, y como autómata, me dirijo a la parte donde arriban las maletas para finalizar mi proceso vacacional.

2 horas después llego a mi apartamento. Estoy completamente fundido. Tomo una ducha, me pongo una camiseta alrevés y dejo caer mi humanidad sobre mi colchón.

Duermo por horas emulando a mis compañeros de vuelo. Creo que ronco como el burro del pesebre que babeaba a mi costado derecho. Despierto y miro el reloj. Son las 4 de la mañana y ya no puedo dormir más.

El sol sale rápidamente y con él, inicia mi primer día de trabajo después de mis dos semanas por fuera.

Llego a la oficina donde me espera el típico ajetreo cotidiano. Reuniones, papeles, libros, guiones, prontitud, llamadas y correos por responder. Me siento nuevamente exhausto.

Recibo entonces un mensaje de texto de una amiga cercana en Colombia. Mi bella (literalmente) interlocutora, me da la bienvenida y me pregunta cómo me siento.

-Mamado (dícese de alguien agotado, cansado, listo para tirar la toalla).

Lina se ríe con letras en mi pantalla del celular, e indica que es necesario tener vacaciones después de las vacaciones.

-Habla con tus jefes y pídeles otros dos días para habituarte-, escribe con sutileza. Sus sílabas vienen cargadas de aromas de flores, y puedo imaginar su ternura en cada palabra. Es como si mi amiga viera mi rostro decaído y mis ojos rojos y llorosos.

Pienso por un momento en la reacción de mi jefe si entrara a su oficina y le dijera:

-Karen: necesito dos días extras de vacaciones para descansar de mis vacaciones-

Imagino entonces sus románticas palabras:

-¿Estás loco? Andá a trabajar y no regreses con ideas absurdas. Ah, y dile a tu hermosa amiga Lina que deje de conspirar en contra de la empresa con sus pensamientos revolucionarios en favor de los empleados que no pueden dormir cuando van de vacaciones-

Por ahora, sigo trabajando, y con varias lecciones aprendidas:

1.     Nunca regresaré de unas vacaciones directamente al trabajo.

2.     Aceptaré pastillas de desconocidos en los aviones.

3.     Guadaré el pasaporte en un lugar que no pueda olvidar

4.     Orinaré en el avión antes de bajarme de él

5.     Me uniré a mi bella Lina en un proyecto de ley mundial para obtener vacaciones depués de las vacaciones.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

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