Recién regreso de dos semanas de
vacaciones. El vuelo de más de 10 horas fue agotador, aunque debo confesar que
la turbulencia fue mínina, así como el sabor de mi pollo con arroz, servido
antes de aterrizar.
Bajar del avión cargando el pesado equipaje
de mano, más un morral en mi espalda, un saco y un abrigo que no pude acomodar
en mi maleta, y la premura de todos los otros pasajeros, me ha dejado sudando
en los primeros metros recorridos en el aeropuerto.
Llego hasta la fila de inmigración para realizar
mi trámite de entrada al país. Ahora debo alistar mi pasaporte, pero no
recuerdo dónde lo metí.
Me quito el morral de la espalda,
mientras descargo la maleta de mano, e intento posar sobre ella mi saco y mi
abrigo enorme. Las gotas de sudor recorren mi pecho, y siento unas ganas
aterradoras de hacer pipí.
-¿Por qué no fuiste al baño del avión,
idiota-, me reprocho a mí mismo, pero inmediatamente recuerdo que venía sentado
en medio de un hombre que roncaba como burro de pesebre, y de una señora que
había tomado una pastilla para dormir antes de despegar, y la que incluso me
había ofrecido amablemente una de estas mágicas pócimas, la que rechacé por
desconfianza (y que ahora me arrepiento de haberlo hecho).
Sigo buscando mi pasaporte sin suerte.
Meto mi mano en cada bolsillo. No está en mi pantalón, tampoco en mi abrigo,
menos en el saco. Abro por enésima vez el morral lleno de las cosas que no
cupieron en la maleta, y escarbo con desespero buscando el librito plastificado
que ahora juega a las escondidas.
-Mierda-, pienso con terror. -¿Será que
lo dejé en el bolsillo del asiento que tenía en frente, al lado de las revistas
y la bolsita para vomitar en caso de ataque terrorista?
Nuevamente las gotas de sudor empapan mi
vestuario, pero ahora, el líquido corporal no proviene del calor ambiental, si
no del pánico por perder el documento que me permitirá entrar al país y
regresar a casa.
Tomo un respiro profundo, y pienso que
sería imposible que hubiese metido el pasaporte en tal bolsillito, pero aún así
emprendo mi camino de regreso hacia la enorme nave de dos pisos que me condujo
a mi destino final.
Mientras camino con prisa en contravía
de todos los demás pasajeros, la maleta de mano se desprende de mis dedos y cae
al piso. Maldigo la situación y nuevamente me siento extenuado.
Estoy despierto desde hace más de 24
horas, debido a que tuve que estar en el aeropuerto 3 horas antes por ser mi
vuelo de caracter internacional. Fuera de eso, el hotel donde estaba, quedaba a
45 minutos de la terminal aérea, por lo que decidí salir con anticipación para
evitar perder mi asiento en medio de los dormilones. Para rematar, las 6 horas
de diferencia entre lugar A y lugar B, se adicionan a mis ojos somnolientos que
encajan perfectamente en el reloj cucú que suena en mis tímpanos.
Busco un pañuelo para secar mi cara
sudorosa. Al meter la mano en mi bolsillo trasero del jean, (donde ya la había
metido antes), encuentro, sin saber la razón, el pasaporte.
Intento buscar una explicación, pero en
menos de 2 segundos desisto de ella, y me encamino otra vez a la larga fila
para entrar al país.
-Bienvenido a casa-, me dice con
amabilidad el agente de aduana, quien me pregunta si estoy bien, pues tengo
cara de moribundo.
-No he dormido muy bien en estas dos
semanas, ya sabes, el cambio de horario-, le respondo con una sonrisa fingida,
y como autómata, me dirijo a la parte donde arriban las maletas para finalizar
mi proceso vacacional.
2 horas después llego a mi apartamento. Estoy
completamente fundido. Tomo una ducha, me pongo una camiseta alrevés y dejo
caer mi humanidad sobre mi colchón.
Duermo por horas emulando a mis
compañeros de vuelo. Creo que ronco como el burro del pesebre que babeaba a mi
costado derecho. Despierto y miro el reloj. Son las 4 de la mañana y ya no
puedo dormir más.
El sol sale rápidamente y con él, inicia
mi primer día de trabajo después de mis dos semanas por fuera.
Llego a la oficina donde me espera el
típico ajetreo cotidiano. Reuniones, papeles, libros, guiones, prontitud,
llamadas y correos por responder. Me siento nuevamente exhausto.
Recibo entonces un mensaje de texto de
una amiga cercana en Colombia. Mi bella (literalmente) interlocutora, me da la
bienvenida y me pregunta cómo me siento.
-Mamado (dícese de alguien agotado, cansado,
listo para tirar la toalla).
Lina se ríe con letras en mi pantalla
del celular, e indica que es necesario tener vacaciones después de las
vacaciones.
-Habla con tus jefes y pídeles otros dos
días para habituarte-, escribe con sutileza. Sus sílabas vienen cargadas de
aromas de flores, y puedo imaginar su ternura en cada palabra. Es como si mi
amiga viera mi rostro decaído y mis ojos rojos y llorosos.
Pienso por un momento en la reacción de
mi jefe si entrara a su oficina y le dijera:
-Karen: necesito dos días extras de
vacaciones para descansar de mis vacaciones-
Imagino entonces sus románticas
palabras:
-¿Estás loco? Andá a trabajar y no
regreses con ideas absurdas. Ah, y dile a tu hermosa amiga Lina que deje de conspirar
en contra de la empresa con sus pensamientos revolucionarios en favor de los
empleados que no pueden dormir cuando van de vacaciones-
Por ahora, sigo trabajando, y con varias
lecciones aprendidas:
1.
Nunca
regresaré de unas vacaciones directamente al trabajo.
2.
Aceptaré
pastillas de desconocidos en los aviones.
3.
Guadaré
el pasaporte en un lugar que no pueda olvidar
4.
Orinaré
en el avión antes de bajarme de él
5.
Me
uniré a mi bella Lina en un proyecto de ley mundial para obtener vacaciones
depués de las vacaciones.
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