Recuerdo como si
fuera ayer cuando mi esposa me dio la noticia meses atrás. Era una mañana
lluviosa y con truenos. Pienso que quizás el tiempo atmosférico presagiaba el
suceso que se acercaba.
Con voz trémula,
ella intentó contarme de qué se trataba, pero sus palabras no salían de su boca
con la normalidad acostumbrada.
-¿Qué te pasa?-,
le pregunté asustado.
Su respuesta fue
un baldado de agua helada. No puedo negar que aquella noticia me dejó
congelado. El ‘ice bucket challenge’ que nunca hice, llegaba en aquel momento
de manera inesperada. Mentiría si digo que sentí alegría, regocijo o ilusión
por nuestra adición a la familia. No fue así.
Pueden pensar
que soy un tipo descorazonado, falto de compromiso, insensible, o cuanto
adjetivo más les dé la gana. Quizás tengan razón.
-Seremos tres en
diciembre-, finalizó mi musa.
-¿Estás
segura?-, pregunté una vez más con un gesto de desaprobación que se convirtió rápidamente en tristeza y depresión.
-Sí, estoy
segura. Ya lo verifiqué-.
Inmediatamente,
inquirí con una pregunta que me calificaría con un cero en la tabla de notas.
Aunque no me arrepiento en absoluto de haber expresado lo que dije, ella aún no
olvida mis palabras.
-¿Hay algo que
podamos hacer para evitarlo?-, exclamé con la esperanza de encontrar una solución.
Su reacción fue
la esperada. El llanto emanó y su melancolía quedó regada por varios rincones
de nuestro pequeño apartamento.
-Eres un
desalmado-, pensaría ella en el mejor de los casos, pero la verdad es que me
preocupaban muchas cosas.
Nuestra
residencia es pequeña, acondicionada especialmente para nosotros dos. Un nuevo
integrante significaría una variación completa de mi estilo de vida. Además, el
hecho de que la fecha de llegada de nuestra pequeña, coincidiera con el mes de
diciembre, generaba en mí una clase de molestia desmesurada.
Tendríamos que
sacrificar nuestras fiestas familiares, nuestras salidas con amigos, nuestras
celebraciones tradicionales, por esperar el fruto de una noche donde no pensé
bien las consecuencias.
-Deja de
llorar-, la abracé. Si no hay nada qué hacer, pues vamos a hacerle frente a la situación
y trataremos de que todo suceda de la mejor manera, le dije con sinceridad y
falto de romanticismo.
Parece que fue
ayer, cuando recibí la noticia de que seríamos tres. Confieso en estas hojas, que durante buena parte de estos largos y complicados meses, intenté en varias
oportunidades lograr que ella pensara diferente, y tomáramos una decisión drástica
sobre nuestro futuro.
-Aún hay tiempo de
evitar esta llegada-, le dije, a sabiendas de que no aceptaría.
Pero el destino
se me salió de las manos.
Hace pocas horas
llegó. No sé a ciencia cierta cuántas libras pesa, ni su tamaño. Sus ojos azules
sobresalen en su rostro circular. Nuestra reacción al verla fue diferente. Mi
esposa lloró como una niña, mientras la abrazaba con ternura. Yo por el
contrario, no he llorado, ni la he besado todavía. Un abrazo un poco seco ha
sido mi único acercamiento por ahora.
Sentado en
aquella enorme sala de espera, llegaron miles de pensamientos a mi mente.
Todo
comenzó aquella noche hace nueve meses. Había llegado de mi oficina y mi esposa
se veía triste, taciturna, pensativa.
Me indicó que
extrañaba a su madre, y que quisiera pasar una navidad con ella. Mi cansancio
extremo no me dejó pensar bien en sus próximas palabras.
-¿Crees que
podemos invitarla a que pase diciembre con nosotros?
-Claro-, supuse
que le dije, mientras pensaba en otra cosa.
Hoy, mi suegra
arribó. No llegó en una cigüeña procedente de Paris, no; arribó en un avión desde
Eslovaquia.
Ahora somos
tres en casa, y lo seremos por los próximos tres meses.
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