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martes, 9 de febrero de 2021

Galletas, sangre y adrenalina: el árbol prohibido.

Salgo a caminar por las calles de mi barrio. Ha pasado la medianoche y un viento frío sopla con fuerza sobre mi rostro desnudo. Me he quitado por fin el tapabocas, aprovechando la soledad de las aceras. 

Sin prisa, como en pocas ocasiones, emprendo el camino iluminado por las luces de las lamparitas que se posan cada cierto número de pasos. El sonido de los grillos me acompaña y de vez en cuando se cruza con rapidez uno que otro gato, quizás asustado por mi andar zigzagueante (por falta de equilibrio).

Respiro profundamente y me detengo en una esquina cualquiera donde se posa un enorme árbol con sus raíces salidas. Creo que he pasado por ese mismo lugar cientos de veces en los años que llevo viviendo cerca, pero es la primera vez que me detengo a contemplarlo.

Recuerdo entonces cuando hace muchos años, tantos que pareciera una vida distinta, solía subirme en uno de los árboles de la casa de mi abuela. Allí pasaba horas enteras escondido, visualizando el mundo desde la altura, comiendo galletas de dulce e imaginando que algún día edificaría una casita entre sus ramas donde pudiera pasar la noche.

Pero nunca hice esa casa en el árbol. Y el tiempo pasó inclemente. Creo que esa fue la última vez que me subí a un árbol.

Así que sin cuestionarme los motivos para no volverlo a hacer, decidí emular aquellos recuerdos satisfactorios. Ahora no tenía galletas en los bolsillos, ni tampoco tenía que esconderme de nadie, solo de mí mismo.

Para mi suerte, la esquina donde estaba el enorme tronco no tenía luces, así que nadie podría percatarse de mi inocente aventura. Sin la elasticidad de mis años de adolescencia emprendí el ascenso, pero no encontraba con facilidad un sendero de apoyo que me ayudara a escalarlo. 

Sin rendirme, pensé en una manera poco convencional para llegar hasta una de sus ramas. Tomé varios metros de impulso y corrí con prisa hacia su tronco, luego me elevé en el aire como jugador enano de baloncesto y me agarré de una de sus bifurcaciones, y con extrema dificultad y ayudado con mis piernas largas logré por fin treparme como malabarista callejero al primer piso.

-Lo logré-, me dije entusiasmado y lleno de orgullo, sin percatarme que había causado suficiente ruido como para que el vecino de la casa contigua se despertara y prendiera la luz de su habitación.

-¿Quién anda allí?-, gritó sin mucha amabilidad.

-Mierda-, pensé asustado. ¿Cómo le explico que estoy recordando viejos tiempos y que no soy un ladrón de paso que intenta saltar hasta su predio?

El hombre se asomó a su ventana y volvió a gritar. Creo que en la oscuridad de la madrugada logró ver mi sombra y se asustó. Luego ordenó a alguien más que estaba con él a que llamara a la policía.

Mil pensamientos pasaron por mi mente en un segundo. Tenía que escapar de allí antes de que llegaran los uniformados y me acusaran de melancólico en primer grado de estupidez.

No podía permitir que mis anhelos de juventud terminaran en un arresto sin motivo, así que ante las nuevas voces de emergencia que se recitaban dentro de esa vivienda, decidí que tenía que saltar del árbol, pero todo estaba muy oscuro y no tenía certeza del lugar donde caería. 

Mientras planeaba mi salto al vacío, los bichitos también se despertaron y molestos se abalanzaron contra mis piernas. Ahora estaba picado por varios de ellos, enfrentaba el peligro inminente de la caída al vacío y esperaba con espanto las sirenas policiales o un disparo del enojado sujeto.

A la voz de tres salté sin paracaídas y mi rodilla izquierda recibió el impacto de la tierra mojada. Luego emprendí los cien metros planos (zigzagueantes) como caco de vereda, tratando de llegar a mi edificio antes de que otras luces se encendieran.

Ahora estoy en casa, con una rodilla sangrando y con picaduras de hormigas hasta en las nalgas, además con un antojo mortal de galletas de dulce (inexistentes en mi cocina).

En mi pericia frustrada olvidé el tapabocas colgado en el árbol, el que servirá de evidencia reina (si se animan a hacerle examen de ADN) de que un tipo sin mucha motricidad y con sus recuerdos intactos, extraña a su abuela.