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jueves, 28 de marzo de 2019

knockout en el último round.

La ginecóloga de mi esposa me sugiere que me practique un examen de esperma, pues quiere descartar que tenga algún problema para engendrar.

Acatando sus indicaciones, hago una cita en un instituto de fertilidad donde me dicen que debo llegar  con una abstinencia de al menos 3 días.

Cumplo las indicaciones (sin problemas mayores, pues ya estoy acostumbrado), y me presento a la hora indicada en el sitio correcto. Las expectativas que llevo son grandes, pues es mi primera vez haciendo algo placentero de manera obligada, además, estoy seguro hasta ese momento que el placer no será el mismo.
Me registro con una señora mayor que me hace llenar una planilla con datos personales, y me siento en medio de unos 6 o 7 hombres con cara de espanto, que pretenden mirar a ninguna parte mientras piensan de qué manera se hará el procedimiento del que todos somos especialistas añejos.

Uno de ellos, de unos 50 años, hace una llamada y habla con su mujer, y sin mermar el volumen de su voz le reprocha por no haberlo acompañado, aduciendo que se siente incómodo allí y que su ayuda era importante para cumplir su tarea. Yo sonrío tratando de asumir el momento con naturalidad, e imagino que quizá la colaboración de alguien sería valiosa en ese momento. 
Una enfermera con cara de pocos amigos sale de una puerta en la mitad del salón y comienza a llamar a los tímidos pacientes, y ellos, uno por uno con nerviosismo marcado, se adentran por un camino donde se pierden a escasos pasos.

Al fin es mi turno. Sigo a la enfermera por un pasillo congestionado, donde médicos y asistentes deambulan mientras hablan de sus procedimientos rutinarios. La mujer me señala un cuarto que queda en el mismo corredor, y al echarle una mirada ligera observo una silla y un televisor sobre una repisa.

—En ese cajón hay películas por si necesitas ayuda visual—, indica ella, y sin mirarme a los ojos me entrega un tarrito transparente que lleva mi nombre. Aduce además que no puedo usar lubricante, y que intente que la muestra completa quede dentro del recipiente. 
Ahora el que no la mira a los ojos soy yo, pues realmente es incómodo el momento.
Antes de irse, me dice que al terminar apriete un botón y ella llegará a verificar que haya firmado unos papeles finales donde hay que indicar la hora exacta de la “entrega”, y qué tan sencillo fue el proceso.

Cierro entonces la puerta con seguro, y respiro profundamente verificando que no será una jornada fácil, pues estoy más apagado que fósforo en aguacero. Abro por curiosidad el cajón, y encuentro DVD’s con nombres tan exagerados que me dan risa. “Pornocchio”, “Sex Toy Story”, “Sperminator”, “The sexorcist” entre otros que no recuerdo, y que me hacen pensar que por lo menos hay algo de creatividad tras aquellos trabajos. 
El ruido externo impide cualquier clase de concentración, pues las voces se sienten incluso al otro lado de la puerta donde hay una estación con un computador, y donde asumo hay como mínimo 3 personas, quizá imaginando lo que está pasando en los cuartitos contiguos. 

Sigo tan desactivado como entré, y prendo el televisor para despejarme un poco, pero el volumen está alto y se escuchan dos mujeres que gimen como sopranos mientras un gigante negro se les posa encima. 
Me asusto al pensar que el ruido se escuchará afuera, y al darme cuenta que el volumen no funciona, decido apagar la máquina con rapidez al momento que escucho risas ajenas.

—Mierda, no voy a ser capaz de esto—, pienso convencido, y quiero salir de ahí, pero ya he pagado 150 dólares que no quiero perder.
Como hombre precavido vale por dos, me pongo los audífonos que he llevado y así silencio el ruido de terceros que me impide la tarea única.
Luego, intento relajarme y abro en internet un sitio de ayuda visual, pero la presión del momento no juega a mi favor.
Pasan los minutos, y el segundero resuena en el pequeño cuarto con fiereza, como diciéndome: —No tienes toda la mañana, ¿qué tan difícil es dejar fluir la energía?

Pero no fluye.
Busco en la pantalla algo que me llame la atención, y paso los siguientes 15 minutos de un lado al otro sin encontrar nada que me brinde gozo.
Por fin logro concentrarme en unas imágenes hermosas que suenan bien, y me esfuerzo en dejarme ir por el momento.
—Lo estoy logrando, no te desenfoques—, me digo con certeza sabiendo que podrá dar resultado, pero en ese preciso momento entra un mensaje de WhatsApp de mi padre, y al abrirlo (por curiosidad), veo una leyenda del espíritu santo sobre una paloma, además la música de fondo con sabor a iglesia se encarga de sumirme nuevamente en el frío del ártico, y sin esperármelo comienzo a oler incienso y a imaginarme la cara buena de papá.
—Si solo supieras donde estoy y lo que intento—, sonrío nuevamente.

Respiro una vez más, y consciente de que ya llevo allí más de 30 minutos, me concentro en la misma imagen de mi celular, y vuelvo a meterme en la película encomendada. 
—Es ahora o nunca—, decido, pero solo segundos después entra una llamada.
Es mi madre. Sin saber el por qué, contesto, y antes de que me deje hablar me dice:
—Vendrás a almorzar, cociné unos fríjoles que están como para chuparse los dedos—
Le digo que sí iré, pero que no puedo hablar en ese momento pues estoy en medio de un trámite importante.
—Dale hijo, me cuentas más tarde—y se despide echándome la bendición.

Ahora nuevamente se ha apagado lo poco que estaba prendido, y la única imagen que circunda en mi cabeza es la de mi madre y sus frijoles, mientras que alrededor vuela el espíritu santo al compás de los aleluya que salen de la boca de mi  viejo.

—Mierda, concéntrate—, maldigo, pero no tengo rabia, sino risa, esa misma que opaca cualquier indicio de enarbolar mis pensamientos. 

Una hora más tarde la misión no se ha cumplido y el desespero comienza a inundarme. Aprovecho unos minutos de silencio y regreso a las imágenes didácticas que espero sean útiles.
Ruego para que nadie más me llame, ya que estoy a punto de tirar la toalla, pero sin rendirme avanzo hasta el round décimo de la pelea, y siguiendo mi entrenamiento empírico logro sacar casta y meter un gancho cruzado, y tras un jab de izquierda los ánimos del público se caldean, y aprovechando el momento cumbre, tomo un aire y con un uppercut finalizo la contienda antes de que suene la campana. 
Es un knockout en el último round. He ganado la pelea.

Instantes después, llega la enfermera primera sin mi cinturón de campeón, y mirando el reloj me dice:

—Pensé que te habías quedado dormido—


—Solo una parte de mi—, y nos miramos a los ojos por primera y última vez, sabiendo que esa mirada de triunfo es solo de mi parte, pues estoy seguro que para ella yo perdí la pelea por decisión unánime.

sábado, 16 de marzo de 2019

Apaga mi vela de cumpleaños.

Es como si nuevamente estuviera recorriendo aquellos pasos que he dado, yendo una vez más a los sitios lejanos a los que nunca regresé, viendo la gente que no puedo ver jamás, sintiendo en mi boca y en mi nariz el deseo de descubrir el mundo que ya conozco. Sigo sin dormir mucho, y las 3 de la madrugada se mantienen intactas y poderosas, tal como si fueran un lugar en vez de un fragmento del tiempo que es efímero. 
Llevo años habitando los contornos que se alojan entre las 3 y las 4 am, ahí poseo una cama, un café, un olor que no se borra, los ojos que me hipnotizan, el roce de la musa que desaparece en intervalos y que juega en su mente a quedarse conmigo, aunque no pueda. 
Me regalo el tiempo y el espacio, esos dos conceptos que creemos entender pero que se bifurcan en las mentes de los curiosos y nunca más se unen de nuevo, incluso borrando el rastro histórico y convenciéndonos que son tan innecesarios como los monarcas y las competiciones. 
Hoy cumplo un aniversario más de mi nacimiento, un buen momento para dejarse ir hacia la nada y recordar lo que la mente nos permita. Pero es que son tantas las imágenes, que quizá tardaría otras 4 décadas (y un poco más) en volver a percibir cada situación que creo haber vivido, pues ya no tengo consciencia plena de lo que imaginé y de lo que viví -no importa-, al final contaré ambas como si fueran realidad, o las escribiré como si las estuviera inventando, nadie se enterará.

Hoy no celebraré en bares o restaurantes, quiero estar en casa, rodeado de mis ficciones y realidades, de mis musas y duendes, de mis anhelos certeros, tranquilo, sin remordimientos, cargando mis errores y experiencias con la frente en alto, intentando superar al yo de hoy, aprendiendo y maravillándome de la cosas más simples en las que poco nos fijamos. Y así quisiera celebrar cada día, sin esperar a que haya otro movimiento de traslación para ponerme la mejor camisa, o estrenarme unos zapatos, o esperar a que mis amigos me llamen y me digan que me aprecian, o comerme un pastel y pedir deseos mientras le echo babas a las velas como bombero prematuro. ¿Por qué esperar tanto para celebrar? 

Así que con sinceridad los invito a que si me conocen y me ven, me regalen abrazos (así no sea mi cumpleaños), o que me llamen en cualquier momento y me digan que me aprecian, y me saquen de la inmensa soledad que llena el cuarto entre las 3 y las 4. Y si no me conocen, pues no está de más tener un nuevo amigo, al fin y al cabo son los recuerdos lo único que perdura en el espiral en que nos sumergimos.

Hoy a mis 42, comenzaré a celebrar cada día, incluso los malos, pues no quiero morirme antes de dejar de respirar.