Translate

miércoles, 31 de julio de 2013

Las dos manos del mundo

Nací siendo zurdo, y nunca nadie me dijo que mi vida sería más complicada debido a eso. Desde muy  pequeño comencé a sentir las consecuencias de hacer mis oficios con una mano diferente a la de la mayoría.
Recuerdo borrosamente que cuando estaba en Kinder me sacaron al tablero y me hicieron escribir las vocales con una tiza. A medida que lo hacía (con la mano izquierda), el puño y el antebrazo fueron borrando las letras ya escritas, y cuando terminé de hacer la “u”, solamente quedaban sobre el pizarrón vestigios del yeso blanco con el que escribía.
Yo no entendía muy bien a dónde habían ido mis vocales, y todos los demás niños de la clase se reían de mi cara de sorpresa. Después descubrí que mi brazo izquierdo siempre estaba sucio con tiza blanca.
Pensando que lo mismo ocurriría en mi cuaderno, comencé a escribir las vocales de derecha a izquierda, pues no quería que al acabar mis planas, no tuviera nada sobre las líneas de mi cuaderno de ‘Superman’.
Por mucho tiempo escribí al revés, o sea de derecha a izquierda, y hoy, con 35 años de vida, todavía al escribir, una que otra frase me sale de esa manera, y sólo me entero cuando regreso a leer lo que he hecho.
En mis años de colegio tuve muchos inconvenientes por el hecho de escribir con la mano “equivocada”, como decían muchos. Sacarle punta a mis colores era toda una odisea, ya que el sacapuntas no funcionaba para mí, y me tocaba girar los lapicitos de manera contraria y haciéndoles mucha fuerza. Ahora bien, conseguir un pupitre para izquierdos era como encontrar aquella aguja en el famoso pajar, y me tocó acostumbrarme a escribir en uno derecho y terminar con un lumbago en la espalda y en el cuello. Cortar papeles con las tijeras derechas era otra travesía, al igual que escribir en un cuaderno argollado donde me estorbaban cada uno de los aros metálicos.
Con el paso de los años me fui acostumbrando a vivir en un mundo diseñado para otros (los derechos), aunque no he dejado de hacer daños, quebrar cosas, y actuar diferente a los diestros. Pero es que realmente no es fácil adaptarse a un universo derecho, cuando no lo eres. Inclusive llegué a tener una profesora que me pegaba en la mano izquierda y pretendía obligarme a escribir con la derecha, pero mi madre se enteró y la puso en su lugar.
Es que ser zurdo era visto por algunos como un defecto, o tal vez siglos atrás como una obra del infierno, y hoy se mantienen expresiones tales como: ‘Me levanté con el pie izquierdo, o si me pica la mano izquierda perderé dinero”, como si la izquierda representara mala suerte (y no me refiero a la política).
El mouse del computador a la derecha, y la cuerdita supremamente corta que no alcanza a llegar al otro lado; sentarse a cenar y darle codazos todo el tiempo a quien está a tu izquierda; abrir una botella de vino con el sacacorchos que gira al contrario; mover la palanca de cambios de un auto con una mano que no es tu preferida; abrir la nevera y las puertas de las alacenas, abrir una lata de sardinas; llegar a una casa de campo y querer tocar la guitarra de tus amigos (lógicamente no acondicionada para ti); prender tu auto; dar un apretón de manos con tu mano derecha, entre mil otras actividades que no podemos hacer como queremos y que al hacerlas al contrario cometemos algunos errores. (Yo muchísimos)
-Es que eres muy torpe-, me dicen constantemente, pero pocos entienden que mi torpeza tiene una razón especial, que me cuesta aún manejar a la perfección la mano derecha, y la mayoría de artículos en este mundo no están diseñados para quienes no lo hacemos.
Cada noche llego a mi casa con el dedo anular izquierdo sucio de tinta de lapicero, porque a pesar de que hoy en día todos escriben en computadores, yo tengo que usar papel y bolígrafo en cada momento para que mis ideas fluyan. Esta manchita en mi dedo ya es parte de mí, la llevo conmigo hace 35 años, y espero poder llevarla otros 35 más.
La comunidad zurda en el planeta está calculada en aproximadamente el 10%, y aunque hoy ya existen tijeras para nosotros, sacapuntas, reglas, cuadernos, cuchillos, tazas de café, y muchos otros artículos más, siento que mi torpeza no disminuye. ¿Será que me acostumbre a ella como a vivir en un mundo de derechos?
Así que si te saludo con mi mano izquierda, no creas que soy un mal educado, es solo que me niego a acostumbrarme totalmente a ser como el 90% del mundo.

martes, 30 de julio de 2013

¿Ya aprendió a orinar?


Entro a una tienda, compro algunas cosas y pago con un billete. Me devuelven muchas monedas, las tomo con mi mano y las echó al bolsillo. Luego saco las llaves del carro del otro bolsillo, y me voy jugando con ellas en mi mano hasta que me subo al vehículo.
Muevo el radio, toco la palanca de cambios, el celular, la botella de agua que me estoy tomando, y al cabo de unos minutos arribo a donde quiero.
Me bajo del auto, y me encuentro con alguna gente que conozco. Nos saludamos dándonos la mano. Luego sigo mi camino, se me cae la botella de agua al piso y me agacho a recogerla, alcanzando a rozar el pavimento con mis dedos.
Llego a mi destino final, abro la puerta, tomó un lapicero que está a la entrada y anoto mi nombre sobre una hoja en blanco. El portero hace una llamada, y me pasa la bocina del teléfono para que hable con alguien.
Tras la aprobación de aquel hombre, camino un par de pasos más, presiono el botón del elevador, y una vez dentro de este, vuelvo a hundir el número del piso a donde me dirijo.
Me bajo del ascensor, pero antes de ir a la oficina donde me esperan, decido entrar al baño con ansias de orinar.
La mayoría de los hombres entran al baño y se dirigen directamente al sanitario donde dejarán su “agüita amarilla” (como decían Los Toreros Muertos); pero muy pocos se lavan las manos antes de tocar su miembro viril, ya que la costumbre es lavarse después de.
No se dan cuenta que estarán llevando a su preciado amigo infecciones emanadas de las monedas, las llaves, las puertas, el ascensor, las manos ajenas, los lapiceros, el piso, el celular, y mil objetos más que tocamos constantemente y que están llenos de suciedad y microbios, los mismos que se posan sobre uno de los órganos que más limpios deberían estar.
Ir a orinar sin lavarse las manos, es atentar contra la salud personal, o por lo menos así lo considero yo. Claro está, no hay tampoco excusa para no hacerlo después de desahogar aquellas ansias que nos hacen caminar como bailando de lado.
Lastimosamente la costumbre y enseñanza es clara: ¡Lávese las manos después de ir al baño, no sea cochino!
¿Pero estamos siendo limpios si no lo hacemos antes?
Ojalá al orinar recuerden donde estuvieron sus manos momentos antes de tocar su buen y fiel amigo.
Abrazos.
 

lunes, 29 de julio de 2013

El adiós que nadie quiere pronunciar.

La semana pasada falleció la madre de un buen amigo. La noticia la recibí de parte de él mismo, quien me dijo en una llamada telefónica que su viejita se había ido a descansar. A pesar de que jamás la conocí, me quedé de una sola pieza tras el informe, y solamente le dije en ese momento que lo sentía mucho, y que me diera la dirección de la sala funeraria para ir a acompañarlo.
Al momento de aquella llamada yo estaba trabajando, y no podía salir inmediatamente hacia el sitio donde yacía su madre. Después averigüé que la funeraria estaría abierta de 6 de la tarde hasta la medianoche, y que la señora sería enterrada al próximo día en horas de la mañana.
La funeraria estaba relativamente cerca de mi oficina, por lo que podría ir directamente una vez saliera del trabajo a las 11 de la noche. Lo único incómodo era que no estaba vestido apropiadamente para la ocasión, ya que tenía un pantalón color caqui y una camisa azul, pero lo importante en ese momento no es cómo luzcas sino estar con quien sufre la pérdida física de su ser querido.
El hecho es que llegué a la funeraria pasadas las 11 pm, y allí estaba mi amigo. Nos abrazamos y le manifesté mis condolencias. Por lo general en esos momentos donde la muerte es protagonista, es muy difícil encontrar las palabras adecuadas para expresarnos, ya que todos dicen lo mismo.
“Lo siento mucho, o te acompaño en tu dolor”, son esas dos frases típicas que se pronuncian y que suenan tan frívolas y repetitivas, que estoy seguro mucha gente menciona sin sentir nada.
-Lo siento mucho-, le dije a mi amigo; -te acompaño en tu dolor-, le expresé después, con la salvedad que sí lo estaba sintiendo, ya que perder a la madre no debe ser nada fácil.
Siempre he considerado que el mejor horario para ir a un velorio es tarde en la noche, ya que en horas de la tarde van la mayoría de los amigos, y en la noche, o en la madrugada los dolientes comienzan a quedarse solos, y necesitan mayor compañía.
La verdad es que a mí me deprime demasiado ir a un funeral, y este no fue la excepción. Mientras los pocos presentes que quedaban a esa hora hablaban sobre lo ocurrido, yo me recosté en una de las columnas de cemento de aquel frío lugar, y me quedé allí cabizbajo y en silencio por más de media hora. De un momento a otro, algo me tocó suavemente la parte posterior del brazo derecho, y cuando yo volteé a mirar, no había nadie a mí alrededor.
La piel se me erizó, y la barba sin afeitar de un par de días comenzó a levantarse sobre mi cara. Miré de nuevo hacia todos los lados, pero no tenía a nadie cerca. Entonces ‘medio asustado’ decidí sentarme en la salita con las demás personas, para evitar estar solo en una esquina de la funeraria.
Comencé a mirar las personas que estaban allí sentadas, y a pensar cuántas de ellas estaban realmente ahí en cuerpo físico, y no eran quizás espectros desencarnados que estaba viendo pero que no tenían materia corporal. (¿Confuso?)
Luego corroboré que mi teoría estaba errada, ya que todos comenzaron a despedirse, y yo a tocarlos disimuladamente para saber quién era de verdad y quién de mentira (todos eran reales).
La funeraria cerró casi a la una de la mañana, y yo me marché con mi amigo. Luego fuimos a comer algo y después nos despedimos en un fuerte abrazo donde sobraron las palabras.
Sin poder evitarlo me dirigí a la casa de mis padres, entré cautelosamente en la madrugada, desactivé la alarma, saludé al perro que roncaba debajo de la mesa del comedor, y en puntillas subí hasta su habitación. Luego abracé a mi madre hasta el punto de que la desperté.
-¿Estás bien? ¿Qué pasó? ¿Qué hora es? ¿Qué haces aquí?-, me dijo Matilde con su voz somnolienta, pero yo le murmuré que todo estaba bien y que se quedara calladita mientras la abrazaba.
Mi madre representa todo para mí, es mi guía, mi motor, mi confidente, mi ángel de la guarda, y esa noche al ver a mi amigo con el corazón roto por la partida de su vieja, no pude evitar pensar en la mía.
Luego, tras besarnos muchas veces y decirnos lo mucho que nos queremos, me marché dispuesto a tratar de descansar,  aunque no lo logré esa madrugada.
Yo no encendí una velita por el alma de la madre de mi amigo, pero en este escrito le deseo que sea feliz ahora que le han salido alas y comienza a volar libremente.

domingo, 28 de julio de 2013

El amor puro es el mejor.

Quiero invitarte a que mires esta imagen conmigo.
La encontré en Facebook, y decía que este muchacho se había graduado del colegio y quería darle las gracias a su padre por el esfuerzo hecho para brindarle estudio, además intentaba decirle lo mucho que se enorgullecía de él.
Yo no pude confirmar esta información, pero a decir verdad, lo que menos importa aquí es si el texto que acompañaba esta foto es cierto o no, ya que como muchos dicen por ahí, una imagen vale más que mil palabras.
La primera vez que observé esta fotografía no pude evitar sensibilizarme al punto de las lágrimas, e imaginé el sacrificio de este hombre para poder sacar a su hijo adelante.
Como pueden ver en la imagen, el ‘supuesto padre’ ni zapatos tiene, y al parecer vive en condiciones extremas de pobreza; no obstante el ‘supuesto hijo’, orgulloso de su papá quiso tomarse una foto y quizás exhibirla, para enseñarle al mundo entero que lo importante no es cómo lucen los demás por fuera, sino que lo que realmente vale la pena es cómo son por dentro, y estoy seguro, que si esta fotografía es de un padre e hijo, como lo asumo, el hombre sin zapatos es un ser excepcional.
En sus ojos también pude percibir enorme humildad, y no hablo de pobreza solamente, sino humildad de corazón, con una profunda mirada de bondad, de miedo, de dolor, de sufrimiento.
Y ahora tras mirar estos dos hombres, analizo en los millones de hijos que se avergüenzan de sus padres porque aquellos no lucen como ellos quisieran, tal vez porque los viejos no tienen la clase de sus nuevos amigos, o porque no hablan bien, o no saben mucho de etiqueta, o no visten con los mejores diseños, o hablan demasiado, o muy poco; o mil excusas más que tienen muchos hijos para dejar a sus padres a un lado, y ruborizarse cada vez que estos entran en acción.
Mirando al hombre de la foto, he vuelto a pensar en lo bello que es la humildad del ser humano, sobre todo cuando no está condicionado con el poder, la superficialidad de las altas sociedades, el qué dirán los demás, el ego, la vanidad,  la avaricia.
A pesar de que este hombre dista en demasía de mi padre, pude ver en sus ojos a mi bello viejo, a su amor incondicional, a su esfuerzo de años por darme una educación fundada en valores, a su humildad que lo caracteriza, a su sentido de la modestia y fidelidad de amigo. Y aquí recuerdo una de las frases que mi padre me enseñó desde que yo era muy pequeño: “Siempre saluda a todos con amabilidad y respeto, sin importar si barren la calle o si son empresarios, de todos los seres hay algo importante que aprender”; me repitió mi viejo desde siempre.
Pues es verdad, hoy viendo este hombre de la foto y a su hijo, he aprendido que el amor puro no tiene valor.
Un abrazo sincero para todos y gracias por regresar a leerme.
 

sábado, 27 de julio de 2013

Hoy no hay musa

Me siento frente a la pantalla en blanco a escribir la nota diaria de este blog que abrí hace dos semanas, y en el que me prometí plasmar una historia cada día. (Aunque ya en estos 15 días he roto mi promesa en tres ocasiones).

Miro el teclado, el espacio en blanco, los colores de esta máquina 'hp', (es la marca); y la verdad es que no tengo la menor idea de qué escribir. No quisiera crear palabras vacías que no conduzcan a ninguna parte, y que al finalizar de leerlas usted diga "pero este pendejo me está haciendo perder el tiempo con sus idioteces". Por eso he decidido pensar muy bien el contenido de mi nota de sábado.
Corren los minutos y ninguna idea clara pasa por mi mente. Hoy no he salido de casa y es por eso que no tengo nada anecdótico que contar, exceptuando que esta mañana desperté en el sofá, y no precisamente porque me hayan mandado allí de castigo, (que por cierto lo merezco), sino porque el sonambulismo me ataca de vez en cuando; pero hoy no quiero escribir sobre mis problemas de cama.
-Quisiera dejar un mensaje importante en estas líneas-, pienso; pero inmediatamente me digo mentalmente que el objetivo de este espacio no es ese, sino desahogar mi necesidad (o necedad) de escribir.
-Pues si quieren un mensaje de vida que lean un libro de superación personal, o que hablen con un gurú-, vuelvo a pensar, y sonrío con malicia.
Realmente me importa poco ganar adeptos, seguidores, o conseguir esas palmaditas en la espalda que te dicen, qué bien lo haces. Yo escribo porque la mente me lo pide, de la misma forma en que el estómago me pide comida. Creo que tengo una adicción a escribir, y es por tal razón que decidí crear esta página.
Luego leo los 6 párrafos anteriores y me doy cuenta que no he dicho aún nada, y vuelvo a sonreír, esta vez con vergüenza.
-Qué pena con la gente que lee esto-, pienso otra vez. -Pensarán que han perdido sus minutos, y seguramente no regresaran a leerme-, analizo seriamente, y sin evitarlo otra sonrisa se dibuja en mi cara.
Pero es que no todos los días tengo una historia jocosa que escribir, o un cuento interesante, o me paro en la caca de un perro (para mi suerte); por eso es que mejor saldré a tomarme un café y dejar que la vida me sorprenda y me regale la inspiración necesaria para contarles algo; y sino que por lo menos el café sirva de remedio a mi sonambulismo constante.
Chao.

jueves, 25 de julio de 2013

Mi día de buena suerte

Por primera vez en mucho tiempo logro salir de mi oficina un poco antes de las 6 de la tarde. Miro el cielo aun azul donde reposa el sol radiante que ilumina el océano atlántico, y me siento afortunado de que tenga el resto del día solamente para mí.
Sin prisa ninguna planeo minuciosamente qué hacer, ya que por lo general durante los días de semana no termino de trabajar hasta pasadas las 11 de la noche, pero hoy no es igual. Siento que la suerte conspira a mi favor y pasaré unas buenas horas en mi agradable compañía.
Mientras voy caminando hacia mi auto levanto mi rostro y observo de nuevo el horizonte. Inconscientemente una sonrisa de preso recién liberado se dibuja en mi cara. Cierro los ojos, respiro profundamente y doy otro paso, sin saber lo que me espera.
Entonces mi felicidad se ve interrumpida cuando mi zapato izquierdo se posa con determinación sobre un excremento canino que se encuentra justo al lado de mi vehículo. Inmediatamente olvido el cielo azul, el sol radiante, el aire puro, y me concentro enojado en la enorme plasta amarillenta que embarra la suela de mi zapato.
A juzgar por la magnitud de aquella desagradable sorpresa, puedo asegurar que aquel perro tiene alma de elefante, y frunciendo el ceño, intento encontrar con mi mirada al culpable de que mi cordón haya cambiado de color.
-No te preocupes, eso es buena suerte-, me grita un hombre que se monta en su carro, mientras se ríe.
Lo miro molesto, y no le digo nada. Luego levanto mi zapato y observo que la caca de aquel animal (llámese perro o dinosaurio) se ha incrustado en cada una de las ranuras de la suela, y me doy cuenta que no será nada fácil limpiarlas.
-¿Será buena suerte?-, pienso para mí, y dándome ánimos me digo que quizás aquel hombre tenga razón. –Hoy  la suerte está de mi lado-, deduzco.
Abro mi carro, y guardo mi maletín de mano. Después camino hacia un andén lejano y paso el zapato una y otra vez sobre el filo de este, limpiando buena parte de la inmundicia.
Luego busco un palito pequeño y comienzo a limpiar las ranuras de la suela. El olor es fétido, y sospecho que aquel perrito está comiendo inadecuadamente. Logro limpiar la mayor parte del estiércol, pero algunos vestigios quedan como recuerdo de la mascota que no quiero tener.
Decido guardar el zapato en la cajuela del carro, y manejar en medias. (Al fin y al cabo, el pie izquierdo no tiene oficio alguno en un vehículo automático).
El sol se ha ocultado y el cielo se ha puesto oscuro.
-Qué mierda-, pienso literalmente, pero no dejando menguar mis planes decido partir hacia la playa, queriendo ir a cenar en un sitio donde toca una banda de rock en español.
Tomo la ruta hacia mi destino, pero instantes después me encuentro atrapado en un tráfico caótico, donde ningún auto se mueve. Paso casi una hora en el mismo punto, y las primeras estrellas aparecen en el cielo. Al fin los carros comienzan a rodar, y termino siendo desviado por la policía a una carretera que no me lleva a donde quiero ir.
-Hoy no me conviene salir-, analizo, y sin dudarlo tomo la ruta hacia mi casa, pensando en que la suerte no está de mi lado.
Tal pensamiento es corroborado metros más adelante, cuando las luces de una patrulla de la policía detienen mi marcha.
-Tiene una luz trasera que no funciona-, me dice el agente, después de haber revisado mi licencia y la registración de mi carro.
-No tenía la menor idea-, argumento ya cansado.
El representante de la ley me da entonces una multa de tráfico, y me indica que si arreglo aquel daño pronto, no tendré que pagarla.
A las 11 de la noche entro por fin a la casa brincando en un solo pie, con un zapato lleno de boñiga, un tiquete de tránsito y el estómago vacío.
Abro la nevera y me hago un sándwich, luego me doy un baño de agua caliente, me tiro a mi cama confortable, hablo con la gente que amo, y me doy cuenta que aquel hombre tenía razón: Hoy es mi día de buena suerte.




martes, 23 de julio de 2013

Un abrazo verrugoso!!

Uno de los recuerdos más latentes de mis primeros años de vida, es el de un hombre que se sentaba en una calle de mi ciudad a pedir limosna. Lo que verdaderamente recuerdo de aquel sujeto, es que su cuerpo estaba cubierto de verrugas. El pobre hombre enseñaba públicamente su torso desnudo, y puedo jurar que fácilmente tenía más de mil de estas pequeñas verruguitas. Era tan impresionante el estado en que se encontraba, que sin decir palabra alguna lograba recaudar una buena cantidad de dinero diariamente.
Cada vez que yo pasaba de la mano de mi madre, fijaba mi miope vista en el cuerpo de aquel señor, y sin evitarlo, un escalofrío recorría mis extremidades.
La imagen de aquel extraño individuo se quedó en mi mente para siempre.
Los años pasaron, crecí, salí de mi país, hice una vida diferente, pero tengo que confesar que muchas noches soñé con aquel hombre y sus verrugas.
En mis pesadillas constantes, el tipo este se acercaba a mí para darme un abrazo. Afortunadamente despertaba antes de que el hombre lograra pasar sus verrugas por mi cara.
Hace solamente unos meses, mi pesadilla pasó a un plano que nunca imaginé.
Una mañana cualquiera desperté con un malestar en un dedo de mi mano derecha. Para el medio día el malestar se había transformado en un diminuto granito que me picaba, y dos días después, aquel granito comenzaba a adquirir la diabólica forma de una verruga.
Mi primera reacción fue asociativa. Por un momento pensé que aquel sujeto de mis pesadillas había compartido conmigo un pedacito de su sufrimiento, pero mi hermana me dijo que dejara de ser idiota, que eso era imposible.
A pesar de las amorosas palabras de mi hermana, yo seguí creyéndo que el verrugoso me había pegado una verruga. La sugestión se apoderó de mi a grado tal, que en cuestión de tres semanas mi mano derecha estaba llena de verruguitas. Unas se posaban en la parte inferior de mis dedos, otras en mis coyunturas, y el resto como Pedro por su casa, en donde les daba la gana.
Ahora el verrugoso era yo. El monstruo de mis pesadillas se comenzaba a apoderar de mi cuerpo. Decidido entonces a cortar de raíz la extraña mutación, visité un médico.
-Tienes verrugas-, afirmó el especialista.
-¿No?, menos mal se dio cuenta, porque de lo contrario nunca me hubiera enterado-, le contesté sonriendo.
Entonces el doctor me miró enfadado por mi comentario y me dijo que había que quemarlas.
-Pues quémelas-, respondí.
-Te va a doler-, advirtió, sin entender que lo que me estaba mortificando era la imagen de un hombre que conocí en mi infancia.
-Tranquilo doc, yo resisto el quemón-, argumenté sin saber lo que me esperaba.
Luego el viejo médico me inyectó la anestesia dentro de los dedos. El tembloroso doctor me chuzó en cinco ocasiones, y en cada una de ellas recordé en silencio a su progenitora. Una vez el galeno comprobó que mi mano estaba dormida, procedió a quemarme las verrugas con un cauterizador.
Como emulando la malvada época de la inquisición, el verdugo inició su propia cacería de brujas. Yo era la bruja en este caso.
Una a una fue quemándome las verrugas que se apoderaban de mi mano. El olor a carne chamuscada invadió el pequeño consultorio médico. Me dio hambre, pero al mismo tiempo la anestesia desaparecía, y comencé a experimentar un fuerte dolor.
Imaginé cómo quemarán las llamas del infierno (aunque no crea en tal), y me pregunté si don Sata anestesia a sus víctimas antes de cocinarlas.
-Ya hemos terminado-, me dijo el sudoroso médico, quien había realizado un trabajo perfecto. -¿Te duele mucho?-, preguntó.
-No mucho-, respondí, al momento en que una lágrima resbalaba por mi nariz de bruja.
El galeno me envolvió todos los dedos con gasas, y me aconsejó tomarme un par de días libres en mi trabajo.
Luego regresé a mi casa, quemado como una bruja, envuelto en gasa como una momia, y con el espíritu del verrugoso de mi ciudad.
Desde esa noche, no he vuelto a soñar con el hombre de las verrugas que conocí cuando era niño. Ahora sueño con un primo chiflado que mi abuela tenía en el manicomio. ¿Se me estará pegando?

lunes, 22 de julio de 2013

El Tour de Francia en los ojos de un bobo.

Confieso que el ciclismo no es una de mis aficiones, que casi nunca lo veo, y que ni siquiera bicicleta tengo; sin embargo en el Tour de Francia que finalizó este domingo, la notable participación de mi compatriota Nairo Quintana, -un joven de 23 años de edad, criado en el seno de una familia de humildes campesinos que vendían frutas y hortalizas para sobrevivir-, hizo que aprendiera a disfrutar este bello deporte, y que me pasara algo de lo que aún me estoy riendo y quiero compartir.
Resulta que el sábado, Nairo, vistiendo una camiseta blanca, iba adelante del pelotón en su caballito metálico junto a otros dos corredores. Creo que faltaban solamente unos dos kilómetros, cuando aquel hombre usando los súper poderes conseguidos con una alimentación basada en papas, sopa de gallina, arepas, y frijolitos, decidió darse a la fuga dejando atrás a sus dos rivales, y causando que mi corazón comenzara a latir velozmente. Una emoción indescriptible se apoderó de mí, y comencé a aplaudir y a gritarle voces de apoyo, como si él me estuviera escuchando.
Cuando Nairo arribó a la meta en solitario, mis ojos se encharcaron de orgullo y salté como grillo por toda la sala. Después tomé el teléfono y llamé a mis hermanas para compartirles la noticia, y todos nos abrazamos virtualmente mientras valorábamos el esfuerzo de este muchacho que salió de la nada y que ahora hace patria en el exterior.
El domingo era el día en que la carrera finalizaba, y yo ya estaba pendiente de Nairo y su actuación.
A las 10 de la mañana, mi padre me llamó diciéndome que estaban en la competencia, y que fuera a su casa a verla con él. No lo pensé dos veces, y convertido en un fanático del ciclismo llegué pronto para ver el último día del Tour, esperando que Naira volviera a figurar.
Como poco entiendo del deporte este, vi a Nairo otra vez vistiendo su camiseta blanca, y de nuevo dado a la fuga con los mismos dos ciclistas del día anterior.
-Wow, estos tres son de lo mejor-, le dije a mi padre, mientras le explicaba que un día antes habían sido ellos los que estaban adelante, tal como pasaba en este momento.
Faltando unos dos kilómetros, Nairo de nuevo decidió fugarse, dejando atrás (otra vez) a sus dos rivales, y causando una vez más que mi corazón palpitara más veloz que el movimiento de sus pedales. Claro está, que como ahora estaba en compañía de mi padre y mi madre (que se sumó al escuchar nuestro escándalo), comencé a emocionarme aún más, y al ver a nuestro ciclista colombiano estar muy cerca de la meta, me arrodillé frente al televisor con alegría inmensa, mientras gritaba que era un monstruo por hacer en dos días consecutivos una hazaña como esta.
Mis viejos, quienes me siguen la corriente, también gritaban y se abrazaban entre ellos llenos de orgullo, y una vez que Nairo llegó a la meta, aplaudimos como locos y nos fundimos en amor patriótico, dejando derramar nuevamente un llanto de alegría.
-Dos veces seguidas, esto es increíble-, les dije, dándome cuenta que me estaba quedando ronco.
En ese momento llegó a la casa mi cuñado, y al vernos aún tan emocionados nos preguntó qué pasaba.
-El ciclista colombiano volvió a ganar-, respondió mi mamá, mientras todos reíamos como abobados con lo acontecido, y yo comenzaba a escribir en las redes sociales un mensaje de satisfacción.
Mi cuñado soltó una carcajada, y nos dijo que era imposible, ya que la carrera todavía no comenzaba, y que lo que estábamos viendo era la repetición del día anterior.
-¿Qué?-, dijimos todos en coro, al momento en que un halo de vergüenza se apoderaba de todos nosotros, y mi cara se convertía en un arcoíris donde la estupidez era la encargada de irradiar aquellos colores.
Hoy aún estoy ronco, pero con ganas de comprarme una bici.


sábado, 20 de julio de 2013

Un chef quiebra huevos.

Hoy quiero compartir con ustedes un capítulo de mi segundo libro llamado "Chicken Parmegiana", el cual en este momento estoy terminando de escribir. En este manuscrito he decidido contar las mil y una torpezas cometidas por este servidor en el mundo, y aunque en ciertos momentos resultaron humillantes, hoy he aprendido a reírme de ellas.
Quizás este capítulo este un toque extenso, pero les prometo que lo disfrutaran.
Un abrazo a todos y espero sus comentarios.
UN CHEF QUIEBRA HUEVOS
Con tan sólo unas semanas en Estados Unidos, mi tarea era clara: -Debía conseguir un trabajo-. 
Lastimosamente mi inglés precario, y mi falta de experiencia en muchos oficios (casi todos), eran artífices directos para que muchas puertas se me cerraran en la cara (por no decir vulgarmente en la jeta).
A la octava tarde de mi angustiosa exploración en el mercado laboral (porque ya no me quedaba mucho dinero), encontré un pequeño restaurante que tenía un aviso pegado en la ventana, y en el que pude leer una frase que me hizo feliz: “Se busca chef”.
Inmediatamente pensé en qué tan difícil podría ser aprender a cocinar, y con prontitud vinieron a mi memoria los mil y un desayunos que por años les hice a mis tres hermanas en las mañanas de fines de semana. Recordé bien que jamás dejaron nada en el plato y que siempre decían entre risas que cocinaba riquísimo. También me acordé en ese momento que el perro de la casa engordó en esa época inexplicablemente como 20 libras, misterio éste que nunca resolví.
-¿Será que el perro era el que se saciaba con mis manjares?-, analicé en ese momento, pero sin darle muchas vueltas al asunto, decidí entrar en aquel lugar con el convencimiento de ser el mejor cocinero del mundo.
El sitio tenía solamente cuatro mesas en su interior, un largo mostrador de vidrio y un hombre mal encarado atendiéndolo.
-Hello-, le dije en un inglés quebrado, tan quebrado que él intuyó que no lo hablaba, y me respondió en español.
-Sí, a la orden-
Respiré con alivio, ya que por lo menos no tendría que pretender que además de no saber cocinar, no hablaba ni pizca del idioma del tío Sam.
-Señor, vengo por lo del anuncio. ¿Aún necesita el chef?
El hombre, que medía alrededor de 1 metro con 50 centímetros, y que se asimilaba en demasía a la caricatura de Pablo Mármol, el mejor amigo de Pedro Picapiedra, me dijo:
-¿Acaso usted es chef?
-Pues la verdad chef, chef, no soy, pero sí sé cocinar, y muy bien-, le respondí dudoso, sobre todo después de intuir que mis hermanas no se comían mis desayunos. Sin que el hombre me dijera nada, la imagen de mi perro muerto llegó a mi cabeza, y con ella el momento en el que el veterinario nos dijo que había fallecido debido a envenenamiento, por lo que siempre sospechamos de un vecino, al que nunca volví a saludar.
¿Será que lo maté?-, pensé con tristeza.
-Pues yo estoy buscando a alguien que se encargue de la cocina. Nuestra especialidad son las sopas y los sánduches en el almuerzo, así que no es cuestión del otro mundo-, argumentó Pablo Mármol.
-¿Y pa’ eso estaba buscando un chef?-, sonreí.
–No señor, yo soy la persona ideal para este puesto-, manifesté cruzando hasta los dedos de los pies, porque la verdad en ese momento necesitaba emplearme en cualquier cosa.
-¿Y tienes algún certificado que te respalde?-
-Certificado certificado no tengo, pero en mi país mi tía tenía un restaurante y yo siempre cociné a su lado (mentiras, porque mis tías ni han tenido negocios, ni mucho menos saben hervir un agua). Deme la oportunidad y no lo defraudaré-, insistí sin dejar de pensar en mi pobre perro. Ahora el remordimiento comenzaba a atacarme.
-¿Eres colombiano cierto?-, me preguntó.
-Sí señor, pereirano-
-Yo también soy colombiano-, me dijo gritando y dejando que el orgullo patrio le saliera por las cuerdas vocales. –Mi esposa es pereirana-, añadió, y en ese preciso momento sentí una enorme alegría al pensar erróneamente que por ser un compatriota y tener lazos estrechos con mi ciudad de origen, existiría entre los dos una complicidad propia de la gente de mi región (Pero estaba totalmente equivocado).
Está bien-, dijo mi nuevo jefe, y sin pedirme ningún documento más, continuó:
-Comienzas mañana a las 6 am. Eso sí, necesito que estés en entrenamiento por tres días, y esos días no te los pago.
-¿No me va a pagar nada?-
-No, pero una vez sepas hacerlo todo, hablamos de salario. ¿Te parece?-
En ese momento yo estaba bien urgido de dinero y de trabajo, y creo que esto lo notó don Pablo Mármol para aprovecharse de mi necesidad. Como no tenía otra alternativa laboral, decidí aceptar su ofrecimiento, al fin y al cabo a partir de la próxima semana ya podría comenzar a generar un ingreso propio.
Sin bajar el ánimo (al menos no exteriormente), le estreché la mano, y así acepté involucrarme laboralmente en uno de los trabajos en que menos tiempo he durado.
Al llegar a casa, comencé a investigar cómo hacer sopas, y así pasé la tarde entera anotando detalladamente el procedimiento para crear diferentes sabores. De pollo, de vegetales, y de arroz, fueron las que aprendí teóricamente a hacer ese día.
La verdad no me concentré demasiado en los sánduches, porque ¿quién no va a saber hacer un emparedado?, o por lo menos eso pensaba en ese momento.
El hecho es que por una parte estaba muy contento de por fin haber encontrado un trabajo, aunque ignoraba cuánto me pagarían, pero debido a mi inexperiencia en el ámbito laboral estadounidense no tuve la valentía para enfrentarlo y hablar las cosas claras desde el primer momento, lo que me producía mucha inseguridad, además una persona que abusa a su antojo de un empleado no es de fiar, y eso lo supuse desde un principio.
Llegó así mi primer día de trabajo, y desde muy temprano (4:30), ya estaba en pie y repasando con detenimiento las pócimas mágicas para hacer una rica y exquisita sopa. La verdad es que esa noche dormí muy poco, ya que tiendo a sufrir los nervios propios que atacan antes de cualquier evento importante, y para mí el primer día de trabajo como chef, era uno de ellos.  
Muy puntualmente llegué al restaurante que sería mi techo laboral por las próximas 4 horas, y el jefe ya estaba adentro esperándome.
-Buenos días-, dije amablemente.
-¿Cómo que lo iba cogiendo la tarde ah Héctor?-, insinuó él, mirando su reloj.
-¿Pero si apenas son las 6?-
-Acostúmbrese a llegar siempre un poquito más temprano. Eso demuestra mucho la clase de trabajador que es usted-
-Ah que vaina, no he comenzado y ya se está quejando-, me dije a mí mismo.
-Sí señor, mañana vengo mucho más temprano-, respondí, intentando no dejar que ningún comentario arruinara mi primer día (y el último).
Sin otro preámbulo, el nuevo jefe me indicó que en la cocina (mi lugar de trabajo) estaba mi delantal blanco y mi gorro.
-¿Gorro?-, pregunté mientras abría mis ojos, imaginándome con un disfraz puesto.
-Sí, sí, ese gorro es necesario porque así no se te van pelos a la comida. Póntelo ya-, ordenó con la misma seriedad que tenía el día anterior. 
La verdad es que aquel hombre no era para nada amigable, y su cara de enfado lo acompañaba día y noche, produciéndome inmenso temor y haciéndome presentir que algo iba a salir muy mal, tal como sucedió.
Luciendo como un panadero más que como un chef, recibí mi primera asignación: Prepararle el desayuno al jefe.
-Dos huevos revueltos con cebolla y jamón, ah, y tráeme café, pero hazlo rápido que tengo una cita de trabajo con un señor que está interesado en comprarme el negocio-, dijo el jefe apresurado.
-¿Cómo que va a vender el negocio?-, me pregunté aterrado a mí mismo. O sea, ¿acabo de llegar a trabajar y ya él quiere vender el negocio y dejarme de nuevo desempleado? Con mil preguntas en mi cabeza me fui a cocinar, sin saber siquiera dónde estaban las cosas en esa cocina. Me eché la bendición y comencé a preparar el desayuno (mi especialidad), y en menos de 45 minutos ya tenía los huevos del jefe en un plato. (Los revueltos).
-Aquí tiene. Tal como los pidió-, le dije orgulloso de mi creación.
-Pero eran pa’l desayuno, no para el almuerzo-, respondió malhumorado (como siempre), aduciendo que debía ser mucho más rápido, y que tenía que ponerme inmediatamente a barrer el local y después pasar el trapeador, o mapo, o fregona, como le llaman algunos, ya que cuando llegara su cita, todo tendría que estar completamente impecable. Lastimosamente cuando apenas comenzaba a trapear o (mapear), el supuesto comprador llegó. Era un gringo de aproximadamente unos 50 años de edad, vestido con traje, botas tejanas, y un sombrero de ala ancha que tapaba la mitad de su rostro, dejando solamente a la vista un espeso bigote alargado que se enroscaba en sus puntas.
Miré hacia la puerta esperando que aquel hombre trajera consigo un caballo o una vaca, pero no, para mi suerte había llegado solo. Yo le sonreí cuando entró al restaurante, pero él al verme con el trapero en la mano, y el sombrero de chef panadero de cuarta categoría, me ignoró y fue directamente a saludar al de la plata.
La verdad es que mi memoria (no yo) ha querido reservarse el nombre real de Pablo Mármol, y por más que he intentado acordarme, no lo he logrado, aunque espero que si él alguna vez por error él lee estas líneas, me escriba y me saque de dudas acerca de su verdadera identidad.
Regresando al cuento, los dos hombres se sentaron en una mesa, y comenzaron a hablar de negocios, mientras yo terminaba de trapear el suelo, y mi jefe de comerse mis huevos.
-Héctor, tráele un café a mi amigo-, volvió a ordenar el jefe déspotamente en español, pero aquel hombre inmediatamente indicó que no quería tomar café.
-Just a little water-, replicó el vaquero.
Corrí a la cocina, convencido a medias de que sólo quería agua, y efectivamente tras pensar una y otra vez en sus palabras, regresé con un vaso con agua, y después proseguí con mi oficio de limpieza.
En ese momento me sentía completamente agobiado con la mera idea de que aquel gringo se convirtiera en el nuevo propietario del restaurante, ya que pensaba que una vez adueñado del negocio, prescindiría de mis servicios, porque primero yo no hablaba el inglés necesario para comunicarme con él, segundo no sabía cocinar, y tercero, creo que no le caí bien, ya que sus miradas así me lo hacían suponer.
Mientras analizaba mi futuro en aquel lugar, seguí trapeando el piso, pero sin estar totalmente concentrado en mi labor de limpieza. Precisamente para realizar aquel oficio, utilizaba una caneca amarilla con ruedas, que estaba llena de agua, y que en su parte posterior tenía un compartimiento vacío en el que sumergía el fregador. Esta caneca tenía a su vez una palanca para escurrir el trapeador dentro de la caneca, mezclándose el agua sucia con la limpia. 
(Ver imagen)

Lógicamente tras escurrir el trapeador dos o más veces, el agua estaba completamente negra, como si aquel sitio no se hubiera limpiado por años.  Afortunadamente para la salud pública, y gracias a mi espectacular trabajo, ya casi todo el piso estaba limpio y brillando. Solamente me faltaba la zona donde los dos hombres conversaban sobre mi destino económico.
Queriendo saber lo que realmente sucedía, me acerqué a la mesa donde ambos sujetos llevaban a cabo la negociación, y preocupado más por entender sus palabras que por la suerte del embaldosado, metí mal el trapeador al área de escurrido, y al bajar la palanca hubo un movimiento brusco de la caneca, lo que propinó que en un dos por tres ésta diera una vuelta hacia un lado, y el agua sucia y negra cayera en su totalidad sobre el pantalón del gringo y sus botas.
-What the fuck (insulto)-, gritó con furia el mojado hombre, mientras se ponía de pie y sacudía ferozmente sus feas botas.
-Sorry, sorry, sorry, sorry-, era lo único que yo podía decir, mientras sentía el frío de la muerte laboral sobre mi piel, y mi rostro se tornaba pálido.
-Maldita sea Héctor, por qué no te fijas mejor-, gritó Pablo.
-Sorry, sorry, sorry, sorry-, repetía yo mientras observaba nervioso que el agua sucia logró mojar al gringo hasta las pantorrillas.
Yo no sé de ahí en adelante la conversación que ambos hombres tuvieron en ese momento, pero el vaquero muy disgustado tomó el sombrero, se lo puso e intentó salir del lugar refunfuñando, y al momento de dar su tercer paso, sus botas se deslizaron sobre la baldosa mojada. 
Patinando el hombre logró llegar hasta la puerta, con tan buena suerte para todos que no se fue al suelo.
Yo que me encontraba inmóvil por el desafortunado suceso, miré a mí aún jefe, y este con humo saliendo de sus pequeñas orejas me dijo:
-Me dañaste el negocio. Limpia rápido y te espero en la cocina-
-Sí señor, sorry, sorry-
Tras varios minutos eternos de limpieza, llegue a la cocina, donde don Pablo Mármol estaba despellejando unos muslos de pollo.
-Héctor, comenzamos con el pie izquierdo-, mencionó enojado.
Pensé en ese momento decirle que para mí el pie izquierdo significaba lo contrario (porque soy zurdo), pero decidí quedarme callado para evitar más problemas.
-Voy a ir al banco a arreglar un asuntico. Ahí queda sobre el fogón una olla con agua. Necesito que eches esos dos panales de huevos, y que termines de limpiar estos pollos, no me tardo-, y salió por la puerta trasera susurrando entre dientes algo que no pude ni quise entender, pero que me imaginaba muy bien.
Asustado aún por el daño hecho, me propuse a esforzarme al máximo para no cometer otro error que me costara el trabajo, por lo que hice un esfuerzo para recordar las indicaciones del jefe y seguirlas al pie de la letra.
-“queda una olla con agua sobre el fogón, echa dos panales de huevos ahí, y termina de limpiar los pollos’-, había ordenado el hombre.
Exactamente como dijo, había una olla sobre el fogón prendido. Yo me asomé y noté que efectivamente había un poquito de agua dentro del recipiente. Fui por los dos panales (60 huevos), y comencé a quebrar huevo por huevo con mucho cuidado, mientras iba tirando las cáscaras dentro de una bolsita de basura.
Una vez los 60 óvulos de la gallina estaban ya dentro de la olla, pensé:
-¿Y ahora qué hago?-
Busqué con la mirada algo que me pudiera servir para mi próximo paso, y como por arte de magia logré ver en el fondo un batidor de huevos. Todo conspiraba para que mi trabajo se hiciera a la perfección, por lo que sin perder tiempo lo tomé por el mango y comencé a batir los huevos dentro de la olla con agua.
No sé por cuánto tiempo estuve yo revolviendo esos 60 huevos, pero creo que fueron más de 10 minutos, porque recuerdo que me estaba doliendo el brazo. 
También observé los muslos de pollo que había en un plato, y que debería limpiar. Para mi parecer, aquellos muslos estaban ya bastante limpios, pero por si las dudas, los lavé de nuevo y los dejé sobre un plato para que se escurrieran.
En un momento determinado el jefe entró a la cocina y me encontró muy contento batiendo mi nueva creación culinaria. El hombre abrió sus ojos como si hubiera visto al mismísimo diablo, y yo le devolví la mirada con orgullo, ya que sabía que estaba haciendo mi trabajo como se debía hacer.
-¿Qué estás haciendo animal?-, gritó nuevamente.
-Batiendo los huevos como usted me dijo, ¿por qué se enoja?- contesté irritado por su irrespeto.
Brincando con velocidad se asomó a la olla, y vio que allí yacían dos panales de huevos quebrados, por lo que volvió a gritar mientras se llevaba una mano al rostro.
-Era para que cocinaras los huevos, no para que los quebraras-, y sin decir nada más tomó la olla por la orejas y botó mi creación al lavaplatos, donde yacían los muslos de pollo.
Su cara se tornaba roja, y de nuevo el humo salía por sus orejas. 
-Pero usted no me dijo que eran cocinados-, tuve las agallas de argumentar.
-Largo-, indicó mi ex jefe mientras me señalaba con su diminuto índice la puerta de atrás.
Con tristeza me quité el gorro de panadero que ya comenzaba a ser parte de mí, y el delantal que en menos de cuatro horas estaba completamente sucio.
-¿Regreso mañana?-
-Largo-, gritó colérico, y tocándose el pecho. 
-Muchas gracias por la oportunidad-, manifesté con voz de desconsuelo, y caminando lentamente salí literalmente por la puerta de atrás.
Ahora nuevamente estaba a la deriva haciendo parte de las filas del desempleo. Mi trabajo como chef había concluido.

viernes, 19 de julio de 2013

El viernes no es como lo pintan!

La noche del viernes está comenzando. Como por arte de magia los ánimos y la energía perdida tipo miércoles o jueves, renacen instantáneamente cuando el sol se esconde. En las últimas dos horas he recibido cerca de 20 llamadas de conocidos que me invitan a tomarnos unos tragos, o a una fiesta allí, o una comida allá.
-Estoy trabajando hasta un poco más de las 10 de la noche, pero al salir de aquí voy un rato-, les he dicho a todos, mientras ahora me pregunto cómo haré para desplazarme a tantos sitios, y muy adentro de mí, sé que no terminaré yendo a ninguna parte.
La motivación que inspira un viernes en la noche es incomparable. Todos hacen planes, todos sonríen, todos tienen mejor humor, mejor disposición (de irse de la oficina). Y como culparlos, si es que este día genera una magia especial en el ambiente que nos lleva a un viaje mental a otros universos de descanso, de disfrute, de relax.
Miro el reloj y observo que todavía me faltan más de dos horas para que suene mi reloj de viernes diciéndome: 'Estás libre hasta el lunes", y ansioso vuelvo a mirarlo, pero me doy cuenta que no ha avanzado sino unos segundos.
De un momento a otro, uno de los señores que hace el aseo en el edificio, entra a mi oficina con una aspiradora ruidosa, y me saluda. Luego me pide permiso y comienza a limpiar la carpeta de una manera cuidadosa y poniendo esmero en cada pedazo, pues según él se acumula mucho polvo en la alfombra.
Nos ponemos a charlar un poco, y me dice que es nuevo en este trabajo, en esta ciudad, e inclusive en este país. Alberto me dice que llegó a Estados Unidos hace 8 meses procedente de Cuba, y que ahora está feliz porque su esposa y su hijo de 14 años acaban de llegar de la isla.
-Ahora estamos todos juntos, y ya eso es demasiado para mí-, aduce él, mientras sus ojos alumbran con un brillo de agradecimiento con la vida.
Alberto me cuenta que este es su segundo trabajo, ya que durante el día parquea carros para una compañía de renta de vehículos en el aeropuerto.
-Trabajo 6 días a la semana, y en las noches limpio este edificio-, me explica con un gesto de felicidad.
Muchas personas en su condición se estarían quejando de tener tanto trabajo, de madrugar inclusive los sábados, de trabajar los viernes hasta la media noche, o quizás más; pero no es el caso de Alberto, ya que él, -un inmigrante que busca un mejor futuro para su familia-, está agradecido por poder estar en una tierra de libertad y oportunidades.
¿Te puedo tomar una foto y hablar de vos en mi blog?-, le pregunto.
Tras su mirada extrañada, me pregunta ¿qué es un blog?, y ¿para qué quiero una foto de él?

Le explico mi propósito, y accede sin entender aún muy bien a quién le importaría saber sobre su vida.
 

Luego se despide en un apretón de manos y continúa su trabajo en el inmenso edificio.
Mientras muchos de nosotros estamos pendientes de salir del trabajo para ir a rumbear, a ver amigos, a tomarnos unos tragos; otros como él, dan las gracias por tener un trabajo, sin importar el horario, o los sacrificios que tengan que hacer.
No pretendo que nadie piense que descansar o disfrutar de nuestros fines de semana sea malo, en absoluto, sino que a veces solamente observamos a quienes están mejor que nosotros, y nos olvidamos de todos aquellos que batallan para tener una vida digna.
Seguramente esta noche después del trabajo también iré por ahí de viernes social, y en silencio brindaré por Alberto y su futuro. Salud para todos.