Con tan sólo unas semanas en Estados Unidos, mi tarea era clara: -Debía conseguir un trabajo-.
Lastimosamente mi inglés precario, y mi falta de experiencia en muchos oficios (casi todos), eran artífices directos para que muchas puertas se me cerraran en la cara (por no decir vulgarmente en la jeta).
A la octava tarde de mi angustiosa exploración en el mercado laboral (porque ya no me quedaba mucho dinero), encontré un pequeño restaurante que tenía un aviso pegado en la ventana, y en el que pude leer una frase que me hizo feliz: “Se busca chef”.
Inmediatamente pensé en qué tan difícil podría ser aprender a cocinar, y con prontitud vinieron a mi memoria los mil y un desayunos que por años les hice a mis tres hermanas en las mañanas de fines de semana. Recordé bien que jamás dejaron nada en el plato y que siempre decían entre risas que cocinaba riquísimo. También me acordé en ese momento que el perro de la casa engordó en esa época inexplicablemente como 20 libras, misterio éste que nunca resolví.
-¿Será que el perro era el que se saciaba con mis manjares?-, analicé en ese momento, pero sin darle muchas vueltas al asunto, decidí entrar en aquel lugar con el convencimiento de ser el mejor cocinero del mundo.
El sitio tenía solamente cuatro mesas en su interior, un largo mostrador de vidrio y un hombre mal encarado atendiéndolo.
-Hello-, le dije en un inglés quebrado, tan quebrado que él intuyó que no lo hablaba, y me respondió en español.
-Sí, a la orden-
Respiré con alivio, ya que por lo menos no tendría que pretender que además de no saber cocinar, no hablaba ni pizca del idioma del tío Sam.
-Señor, vengo por lo del anuncio. ¿Aún necesita el chef?
El hombre, que medía alrededor de 1 metro con 50 centímetros, y que se asimilaba en demasía a la caricatura de Pablo Mármol, el mejor amigo de Pedro Picapiedra, me dijo:
-¿Acaso usted es chef?
-Pues la verdad chef, chef, no soy, pero sí sé cocinar, y muy bien-, le respondí dudoso, sobre todo después de intuir que mis hermanas no se comían mis desayunos. Sin que el hombre me dijera nada, la imagen de mi perro muerto llegó a mi cabeza, y con ella el momento en el que el veterinario nos dijo que había fallecido debido a envenenamiento, por lo que siempre sospechamos de un vecino, al que nunca volví a saludar.
¿Será que lo maté?-, pensé con tristeza.
-Pues yo estoy buscando a alguien que se encargue de la cocina. Nuestra especialidad son las sopas y los sánduches en el almuerzo, así que no es cuestión del otro mundo-, argumentó Pablo Mármol.
-¿Y pa’ eso estaba buscando un chef?-, sonreí.
–No señor, yo soy la persona ideal para este puesto-, manifesté cruzando hasta los dedos de los pies, porque la verdad en ese momento necesitaba emplearme en cualquier cosa.
-¿Y tienes algún certificado que te respalde?-
-Certificado certificado no tengo, pero en mi país mi tía tenía un restaurante y yo siempre cociné a su lado (mentiras, porque mis tías ni han tenido negocios, ni mucho menos saben hervir un agua). Deme la oportunidad y no lo defraudaré-, insistí sin dejar de pensar en mi pobre perro. Ahora el remordimiento comenzaba a atacarme.
-¿Eres colombiano cierto?-, me preguntó.
-Sí señor, pereirano-
-Yo también soy colombiano-, me dijo gritando y dejando que el orgullo patrio le saliera por las cuerdas vocales. –Mi esposa es pereirana-, añadió, y en ese preciso momento sentí una enorme alegría al pensar erróneamente que por ser un compatriota y tener lazos estrechos con mi ciudad de origen, existiría entre los dos una complicidad propia de la gente de mi región (Pero estaba totalmente equivocado).
Está bien-, dijo mi nuevo jefe, y sin pedirme ningún documento más, continuó:
-Comienzas mañana a las 6 am. Eso sí, necesito que estés en entrenamiento por tres días, y esos días no te los pago.
-¿No me va a pagar nada?-
-No, pero una vez sepas hacerlo todo, hablamos de salario. ¿Te parece?-
En ese momento yo estaba bien urgido de dinero y de trabajo, y creo que esto lo notó don Pablo Mármol para aprovecharse de mi necesidad. Como no tenía otra alternativa laboral, decidí aceptar su ofrecimiento, al fin y al cabo a partir de la próxima semana ya podría comenzar a generar un ingreso propio.
Sin bajar el ánimo (al menos no exteriormente), le estreché la mano, y así acepté involucrarme laboralmente en uno de los trabajos en que menos tiempo he durado.
Al llegar a casa, comencé a investigar cómo hacer sopas, y así pasé la tarde entera anotando detalladamente el procedimiento para crear diferentes sabores. De pollo, de vegetales, y de arroz, fueron las que aprendí teóricamente a hacer ese día.
La verdad no me concentré demasiado en los sánduches, porque ¿quién no va a saber hacer un emparedado?, o por lo menos eso pensaba en ese momento.
El hecho es que por una parte estaba muy contento de por fin haber encontrado un trabajo, aunque ignoraba cuánto me pagarían, pero debido a mi inexperiencia en el ámbito laboral estadounidense no tuve la valentía para enfrentarlo y hablar las cosas claras desde el primer momento, lo que me producía mucha inseguridad, además una persona que abusa a su antojo de un empleado no es de fiar, y eso lo supuse desde un principio.
Llegó así mi primer día de trabajo, y desde muy temprano (4:30), ya estaba en pie y repasando con detenimiento las pócimas mágicas para hacer una rica y exquisita sopa. La verdad es que esa noche dormí muy poco, ya que tiendo a sufrir los nervios propios que atacan antes de cualquier evento importante, y para mí el primer día de trabajo como chef, era uno de ellos.
Muy puntualmente llegué al restaurante que sería mi techo laboral por las próximas 4 horas, y el jefe ya estaba adentro esperándome.
-Buenos días-, dije amablemente.
-¿Cómo que lo iba cogiendo la tarde ah Héctor?-, insinuó él, mirando su reloj.
-¿Pero si apenas son las 6?-
-Acostúmbrese a llegar siempre un poquito más temprano. Eso demuestra mucho la clase de trabajador que es usted-
-Ah que vaina, no he comenzado y ya se está quejando-, me dije a mí mismo.
-Sí señor, mañana vengo mucho más temprano-, respondí, intentando no dejar que ningún comentario arruinara mi primer día (y el último).
Sin otro preámbulo, el nuevo jefe me indicó que en la cocina (mi lugar de trabajo) estaba mi delantal blanco y mi gorro.
-¿Gorro?-, pregunté mientras abría mis ojos, imaginándome con un disfraz puesto.
-Sí, sí, ese gorro es necesario porque así no se te van pelos a la comida. Póntelo ya-, ordenó con la misma seriedad que tenía el día anterior.
La verdad es que aquel hombre no era para nada amigable, y su cara de enfado lo acompañaba día y noche, produciéndome inmenso temor y haciéndome presentir que algo iba a salir muy mal, tal como sucedió.
Luciendo como un panadero más que como un chef, recibí mi primera asignación: Prepararle el desayuno al jefe.
-Dos huevos revueltos con cebolla y jamón, ah, y tráeme café, pero hazlo rápido que tengo una cita de trabajo con un señor que está interesado en comprarme el negocio-, dijo el jefe apresurado.
-¿Cómo que va a vender el negocio?-, me pregunté aterrado a mí mismo. O sea, ¿acabo de llegar a trabajar y ya él quiere vender el negocio y dejarme de nuevo desempleado? Con mil preguntas en mi cabeza me fui a cocinar, sin saber siquiera dónde estaban las cosas en esa cocina. Me eché la bendición y comencé a preparar el desayuno (mi especialidad), y en menos de 45 minutos ya tenía los huevos del jefe en un plato. (Los revueltos).
-Aquí tiene. Tal como los pidió-, le dije orgulloso de mi creación.
-Pero eran pa’l desayuno, no para el almuerzo-, respondió malhumorado (como siempre), aduciendo que debía ser mucho más rápido, y que tenía que ponerme inmediatamente a barrer el local y después pasar el trapeador, o mapo, o fregona, como le llaman algunos, ya que cuando llegara su cita, todo tendría que estar completamente impecable. Lastimosamente cuando apenas comenzaba a trapear o (mapear), el supuesto comprador llegó. Era un gringo de aproximadamente unos 50 años de edad, vestido con traje, botas tejanas, y un sombrero de ala ancha que tapaba la mitad de su rostro, dejando solamente a la vista un espeso bigote alargado que se enroscaba en sus puntas.
Miré hacia la puerta esperando que aquel hombre trajera consigo un caballo o una vaca, pero no, para mi suerte había llegado solo. Yo le sonreí cuando entró al restaurante, pero él al verme con el trapero en la mano, y el sombrero de chef panadero de cuarta categoría, me ignoró y fue directamente a saludar al de la plata.
La verdad es que mi memoria (no yo) ha querido reservarse el nombre real de Pablo Mármol, y por más que he intentado acordarme, no lo he logrado, aunque espero que si él alguna vez por error él lee estas líneas, me escriba y me saque de dudas acerca de su verdadera identidad.
Regresando al cuento, los dos hombres se sentaron en una mesa, y comenzaron a hablar de negocios, mientras yo terminaba de trapear el suelo, y mi jefe de comerse mis huevos.
-Héctor, tráele un café a mi amigo-, volvió a ordenar el jefe déspotamente en español, pero aquel hombre inmediatamente indicó que no quería tomar café.
-Just a little water-, replicó el vaquero.
Corrí a la cocina, convencido a medias de que sólo quería agua, y efectivamente tras pensar una y otra vez en sus palabras, regresé con un vaso con agua, y después proseguí con mi oficio de limpieza.
En ese momento me sentía completamente agobiado con la mera idea de que aquel gringo se convirtiera en el nuevo propietario del restaurante, ya que pensaba que una vez adueñado del negocio, prescindiría de mis servicios, porque primero yo no hablaba el inglés necesario para comunicarme con él, segundo no sabía cocinar, y tercero, creo que no le caí bien, ya que sus miradas así me lo hacían suponer.
Mientras analizaba mi futuro en aquel lugar, seguí trapeando el piso, pero sin estar totalmente concentrado en mi labor de limpieza. Precisamente para realizar aquel oficio, utilizaba una caneca amarilla con ruedas, que estaba llena de agua, y que en su parte posterior tenía un compartimiento vacío en el que sumergía el fregador. Esta caneca tenía a su vez una palanca para escurrir el trapeador dentro de la caneca, mezclándose el agua sucia con la limpia.
(Ver imagen)