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miércoles, 11 de noviembre de 2015

Mi primer ataúd

Llevo aproximadamente 4 semanas con un fuerte dolor en la parte superior de mi pierna izquierda. De un momento a otro siento una puñalada punzante que me hace vibrar del dolor y que dura por varios segundos.

Haciendo un espacio obligatorio a mis obligaciones diarias, visité al médico de confianza, y tras revisarme detenidamente, decidió que lo mejor era que me practicara una resonancia magnética en la espalda, pues está casi seguro que existe alguna anomalía en algún área de la misma. (Ya entiendo mi joroba).

Hago entonces una cita con el especialista, y al llegar al consultorio, me hacen desvestir y poner una bata de hospital. Luego me entran a una oficina inmensa donde se posa una máquina en forma de cúpula.

-Acuéstate aquí-, me dice una mujer mientras me señala con su mano la camilla que se extiende fuera del iglú de metal.

Le hago caso, y dejo caer mi esqueleto sobre aquella lata fría y solitaria. Luego la bella encargada me pasa unos tapones para los oídos, y me indica que durante el examen habrá algo de ruido.

-¿Sufres de claustrofobia?-, me pregunta con una hermosa sonrisa, al momento en que juega con su pelo negro.

Le digo que hasta ahora no he padecido de miedo cuando estoy encerrado, y bromeando le digo que mi miedo es salir a espacios abiertos. Ella me hace un guiño amigable, y me dice que respire profundo y que trate de cerrar los ojos mientras dure el examen. Luego me da un cable con un botoncito especial, y argumenta que si en algún momento siento pánico, pues que lo apriete. (Ella vendrá a mi rescate, quiero pensar).

En ese momento, la camilla empieza a entrar automáticamente a la máquina, y me doy cuenta que el techo de la misma es exageradamente bajito y que prácticamente estoy a ras del mismo. A los costados de mi cuerpo hay dos paredes muy cerca de mis brazos y piernas. Comienzo entonces a hiperventilar, y una sensación de angustia se apodera de mí en ese horroroso momento.

Lo primero que llega a mi mente, es la sensación de estar dentro de un ataúd. Por primera vez en mi vida, siento claustrofobia, y mi cuerpo lo sabe bien. Los pálpitos del corazón aumentan de manera vertiginosa. El aire comienza a faltarme. Intento calmarme, pero me resulta difícil hacerlo.

Sé que tengo en mi mano el timbre de emergencia que me sacará de aquel lugar tétrico, pero analizo que si lo hago, perderé más tiempo, que pasarán algunas horas y después me volverán a meter en la caja fúnebre.

-Tienes que controlarte, tienes que controlarte-, me digo en voz alta, y mezclo mis palabras con la respiración profunda.

Metido en aquel lugar, miles de pensamientos me agobian. Imagino cómo será morir y que me metan en un cajón, y luego a un hueco profundo donde seré tapado con tierra. Allí de seguro no tendré botones de emergencia en los dedos, ni nadie escuchará mi lamento.

Recuerdo entonces una historia que mi papá cuenta, y en la que uno de sus amigos murió y fue enterrado, pero en la primera noche de estar en su bóveda, el sepulturero escuchó unos ruidos provenientes del nuevo inquilino del cementerio. Al día siguiente, los encargados del panteón sacaron el ataúd, y al abrirlo encontraron al huésped boca abajo, y a la madera arañada.

Esa historia me ha carcomido siempre la cabeza. El solo hecho de pensar que han enterrado a alguien vivo, y que muere por asfixia dentro de una caja rectangular, comienza a generarme nuevamente pánico.

-Quiero que me cremen-, decido en aquel momento de existencialismo profundo. Decido también que no quiero un ataúd ni siquiera en mi velorio; es más, no quiero un velorio en absoluto.

Dentro de aquella máquina, -mi primer ataúd-, me doy cuenta de la importancia de la libertad, de poder estirar tus extremidades, de poder moverte de un lado a otro, de poder caminar. Cosas tan sencillas que no valoramos, pero que tienen un significado incomparable.

De un momento a otro el ruido desaparece, y mi camilla comienza a deslizarse hacia la salida. El martirio ha terminado.

-Tuvimos un pequeño problema y tenemos que repetir el examen-, me dice ahora la mujer, a la que visualizo como una maldita bruja con malas noticias.

Ignoro la expresión en mi rostro, pero sé que es graciosa, porque ella comienza a reírse y me dice:

-Era una broma, todo salió bien-

Descanso y sonrío por su broma de mal gusto.

Minutos después me visto, y abandono aquel consultorio, con la convicción de que en una vida anterior no fui Drácula.