Llevo aproximadamente
4 semanas con un fuerte dolor en la parte superior de mi pierna izquierda. De
un momento a otro siento una puñalada punzante que me hace vibrar del dolor y
que dura por varios segundos.
Haciendo un
espacio obligatorio a mis obligaciones diarias, visité al médico de confianza,
y tras revisarme detenidamente, decidió que lo mejor era que me practicara una
resonancia magnética en la espalda, pues está casi seguro que existe alguna
anomalía en algún área de la misma. (Ya entiendo mi joroba).
Hago entonces
una cita con el especialista, y al llegar al consultorio, me hacen desvestir y
poner una bata de hospital. Luego me entran a una oficina inmensa donde se posa
una máquina en forma de cúpula.
-Acuéstate
aquí-, me dice una mujer mientras me señala con su mano la camilla que se
extiende fuera del iglú de metal.
Le hago caso, y
dejo caer mi esqueleto sobre aquella lata fría y solitaria. Luego la bella encargada
me pasa unos tapones para los oídos, y me indica que durante el examen habrá
algo de ruido.
-¿Sufres de
claustrofobia?-, me pregunta con una hermosa sonrisa, al momento en que juega
con su pelo negro.
Le digo que
hasta ahora no he padecido de miedo cuando estoy encerrado, y bromeando le digo
que mi miedo es salir a espacios abiertos. Ella me hace un guiño amigable, y me
dice que respire profundo y que trate de cerrar los ojos mientras dure el
examen. Luego me da un cable con un botoncito especial, y argumenta que si en algún
momento siento pánico, pues que lo apriete. (Ella vendrá a mi rescate, quiero
pensar).
En ese momento, la
camilla empieza a entrar automáticamente a la máquina, y me doy cuenta que el
techo de la misma es exageradamente bajito y que prácticamente estoy a ras del
mismo. A los costados de mi cuerpo hay dos paredes muy cerca de mis brazos y
piernas. Comienzo entonces a hiperventilar, y una sensación de angustia se
apodera de mí en ese horroroso momento.
Lo primero que
llega a mi mente, es la sensación de estar dentro de un ataúd. Por primera vez
en mi vida, siento claustrofobia, y mi cuerpo lo sabe bien. Los pálpitos del corazón
aumentan de manera vertiginosa. El aire comienza a faltarme. Intento calmarme,
pero me resulta difícil hacerlo.
Sé que tengo en
mi mano el timbre de emergencia que me sacará de aquel lugar tétrico, pero analizo
que si lo hago, perderé más tiempo, que pasarán algunas horas y después me
volverán a meter en la caja fúnebre.
-Tienes que
controlarte, tienes que controlarte-, me digo en voz alta, y mezclo mis palabras
con la respiración profunda.
Metido en aquel
lugar, miles de pensamientos me agobian. Imagino cómo será morir y que me metan
en un cajón, y luego a un hueco profundo donde seré tapado con tierra. Allí de
seguro no tendré botones de emergencia en los dedos, ni nadie escuchará mi
lamento.
Recuerdo entonces
una historia que mi papá cuenta, y en la que uno de sus amigos murió y fue enterrado,
pero en la primera noche de estar en su bóveda, el sepulturero escuchó unos ruidos
provenientes del nuevo inquilino del cementerio. Al día siguiente, los
encargados del panteón sacaron el ataúd, y al abrirlo encontraron al huésped
boca abajo, y a la madera arañada.
Esa historia me
ha carcomido siempre la cabeza. El solo hecho de pensar que han enterrado a
alguien vivo, y que muere por asfixia dentro de una caja rectangular, comienza
a generarme nuevamente pánico.
-Quiero que me
cremen-, decido en aquel momento de existencialismo profundo. Decido también que
no quiero un ataúd ni siquiera en mi velorio; es más, no quiero un velorio en
absoluto.
Dentro de
aquella máquina, -mi primer ataúd-, me doy cuenta de la importancia de la
libertad, de poder estirar tus extremidades, de poder moverte de un lado a
otro, de poder caminar. Cosas tan sencillas que no valoramos, pero que tienen
un significado incomparable.
De un momento a
otro el ruido desaparece, y mi camilla comienza a deslizarse hacia la salida.
El martirio ha terminado.
-Tuvimos un pequeño
problema y tenemos que repetir el examen-, me dice ahora la mujer, a la que
visualizo como una maldita bruja con malas noticias.
Ignoro la expresión
en mi rostro, pero sé que es graciosa, porque ella comienza a reírse y me dice:
-Era una broma,
todo salió bien-
Descanso y
sonrío por su broma de mal gusto.
Minutos después me
visto, y abandono aquel consultorio, con la convicción de que en una vida
anterior no fui Drácula.