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jueves, 3 de diciembre de 2020

2020: el año en que comencé a escribir el libro más importante de mi vida.

¿Qué decir del 2020 que ya no sepan? No ha sido fácil para ninguno de nosotros, ya que todos de una u otra forma lo hemos padecido. 

Más de un millón y medio de muertes relacionadas con la pandemia hasta ahora en el mundo, millones de personas que se contagiaron y que padecieron el temor a morir, secuelas físicas que aún habitan en millones de hogares, fuera de las nefastas repercusiones económicas causadas por la pérdida de empleos y el cierre de negocios que nos han sumergido en la incertidumbre sobre lo que sucederá en el futuro.

Creo que todos conocemos a alguien que murió por el virus. En muchas ocasiones, esos casos sucedieron en nuestras propias familias, teniendo que despedir a la distancia a los seres que amamos, los que no pudimos tener cerca en esos últimos instantes. Puedo asegurar que todos tenemos a alguien cercano que por lo menos se contagió. Ahora bien, el cúmulo de ansiedad generado por las malas vivencias y noticias del 2020 ha hecho mella en la psiquis colectiva, aún así, y a pesar de que los contagios continúan con fuerza en el mundo entero, la resiliencia del ser humano es siempre mayor que cualquier obstáculo.

Personalmente yo llevo encerrado en mi casa desde marzo 16, día de mi cumpleaños y momento en que los casos se acrecentaron con fuerza en mi ciudad. Ese fue el último día que estuve en mi oficina y casualmente la última vez que fui a dar clases en la universidad. A partir de ese momento todo cambió para mí, como ha cambiado igual para ustedes.

La esperanza de las vacunas venideras -de la que muchos "expertos" en teorías conspirativas siguen considerando como la marca de la bestia de la que hablan los libros religiosos, o la manera en que los poderosos controlarán las riendas del resto de los mortales-, de lo que no creo lo uno ni lo otro, genera en mí una alegría especial, porque sé que es la antesala a volvernos a abrazar con los abuelos, con nuestros padres, con la familia que no hemos podido ver porque hemos decidido no exponerlos al abismo, con esos amigos que tanto queremos. Y esa esperanza, esa luz al final de este túnel tan largo y oscuro, ayuda a que lidiemos mejor con el aún complicado presente.

Hace pocos días celebramos el Día de Acción de Gracias, una fecha en la que faltaron muchos, pero que sirvió, como ha servido el caos llamado 2020, para darnos cuenta de las cosas que realmente importan en la vida. De todas las situaciones negativas tienen que salir lecciones y aprendizajes que nos hagan crecer y de esta pandemia yo he aprendido a vivir cada día con agradecimiento máximo por seguir aquí, por tener, aunque lejos, a mi familia y saberlos protegidos, por conservar mis dos trabajos en un momento donde hacerlo es una fortuna, por amar lo que hago, por contar con un grupo de amigos cercanos que a pesar de que son pocos, son los necesarios, por la oportunidad de seguir soñando y planeando mi futuro cercano, porque aprendí entre otras cosas a no planearme más a largo plazo.

Y a pesar de que el 2020 también me atropelló, logré ponerme en pie, sacudirme el polvo y limpiar las heridas (que van por dentro) para continuar enfrentando a la vida, porque es que no veo otra forma de vivirla.

En septiembre presenté mi segunda novela (Tarde de golondrinas), que ya fue nominada como libro del año en formato de audilibro. Esto es algo que me sigue llenando de ilusión, especialmente porque antes de que finalice el año podré tenerla de manera física en mis manos.

Sé que diciembre apenas comienza, pero desde ya mi balance me deja con una sonrisa en el alma, una que no se puede controlar y que irradia una energía muy diferente en cada uno de mis poros. 

El motivo de mi éxtasis profundo es un libro que comencé a escribir y que jamás quiero terminar. No sé cómo explicar el sentimiento que me embarga ahora, pero lo comparo con un personaje imbatible, sin carencias ni enemigos suficientemente fuertes para destruirlo. Y es que no puedo darme el lujo de bajar la guardia, especialmente ahora que voy a ser papá.

Vos sos desde ya mi obra favorita.






viernes, 3 de julio de 2020

Me cuido de la pandemia mientras estoy despierto, pero dormido no respondo

Debo confesar que desde que comenzó el cuento de la pandemia yo he estado un poco paranoico, quizás más que un poco. 

Escasamente he salido de casa, creo que desde marzo 16, día en que inició la cuarentena en mi trabajo, habré pisado el exterior un par de veces, y eso porque me he obligado a tomar algo de sol y a caminar alrededor de mi casa para respirar aire puro. 

Claro, también he ido una que otra vez al supermercado, lugar donde las precauciones que tomo son extremas. 

Ya tengo varios amigxs que se han contagiado con la pandemia, pero que afortunadamente están saliendo adelante con sus múltiples síntomas. Aunque la verdad sea dicha, nadie puede asegurarte de qué manera va a reaccionar tu cuerpo y tu sistema inmunológico ante el virus.

Por eso yo soy de los que todavía al llegar a casa, limpio y lavo las compras, boto las bolsas plásticas, y nunca entro con mis zapatos a mi apartamento. Inmediatamente arribo a mi hogar, meto mi ropa a la lavadora y mi cuerpo a la ducha.

Cada vez que salgo de casa me disfrazo con un tapabocas semi espacial que me cubre casi la cara completa, además siempre salgo con camisetas de manga larga y gorras, fuera de gafas de sol para evitar que mis ojos miopes estén expuestos a cualquier peligro. Los guantes es lo único que he dejado de usar, porque siento que tengo más control cuando mis manos están desnudas, pero de resto, siempre que salgo tiendo a ser confundido con un astronauta.

Aún así, cuando llego a casa y me quito la parafernalia, y me ducho en una ceremonia donde me echo jabón sobre el jabón, y lavo mi ropa, y desinfecto con alcohol las llaves, el celular y los pomos de las puertas, termino con dolor de garganta y pensando que me he contagiado.

Un amigo galeno me ha dicho que lo que pasa es que mientras tenemos el tapabocas puesto, vamos inhalando el monóxido de carbono que estamos exhalando y por eso se nos irrita la garganta por unas cuantas horas, una teoría que tienes sentido y que ha logrado que mi sistema nervioso esté mas relajado.

Pero, a lo que voy con este cuento, es que a veces, en la mayoría de las ocasiones, las cosas nunca pasan como vos quieres y te toca sortear la vida de la manera en que venga. 

¿A qué voy con esto? Pues bien, les cuento.

La pandemia ha generado en mi mucho estrés, no es un secreto. Esa incertidumbre sobre lo que pasará con la gente  que quiero, esos que están más susceptibles por enfermedades preexistentes; además al trabajar en un medio de comunicación es imposible controlar el flujo informativo que se maneja a diario, donde la mayoría de las noticias tienen que ver con contagios, muertes, desempleo, recesiones y un cúmulo negativo encarnado en la realidad que todos vivimos.

Yo desde el primer día he intentado balancear mi cabeza con ejercicio, meditaciones, lecturas, buena alimentación, pero a veces el estrés no me abandona.

Hace solo un par de noches desperté mientras caminaba en uno de los pasillos de mi edificio. Lógicamente estaba sin tapabocas y sin muchas otras cosas. De un momento a otro sentí que el elevador se abrió y de él salieron varias personas sin protección ninguna que me saludaron con amabilidad y risas, al ver que lo único que tenía puesto eran unos boxers.

Con mi pelo de 4 meses sin cortar, parado por todas los lados, y mi barba sin arreglar, parecía más un náufrago asustado que el patético vecino sonámbulo del 1101.

Cuando me enteré bien de lo que pasaba ya era muy tarde. Ya habían pasado a mi lado varios especímenes humanos que no llevaban tapabocas.

-Mierda-, me dije ya despierto, mientras escuché a pocos metros el sonido trágico del estornudo que desprendía uno de ellos.

Con rapidez regresé a mi cueva, me metí con urgencia a la ducha y luego me preparé un té caliente con miel y limón, pensando mientras me lo tomaba que una cosa piensa el burro y otra el que lo está enjalmando.

Por cierto, el burro de la historia soy yo, sin duda alguna.






domingo, 26 de enero de 2020

Melissa y Yolanda, una unión para siempre.

La bella Yolanda no presentía nada extraño. Su mañana era perfecta y los planes de la tarde le alegraban el alma. Después de dejar algunos documentos en su oficina, decidió regresar a casa por unos minutos y comer algo, antes de salir de nuevo a recoger a sus dos nietos en la escuela.

El sol de enero se mezclaba con el aire del invierno, y por primera vez en muchos meses hacía frío, como en el norte. El viento congelado rozaba su rostro. Se sintió viva, llena de energía, era como si aquellos soplos del ártico le revitalizaran la mente. Una bocanada de hielo la acarició al bajar la ventana de su auto, y allí no pudo evitar que una sonrisa aflorara en agradecimiento, una sonrisa sincera que sería la última de todas.

Apretó uno de los botones que estaban en su llavero intentando abrir la puerta de su garaje, y sin querer abrió fue el baúl de su auto. Yolanda levantó las cejas en señal de molestia, pero intentando resolver su error y no perder mucho tiempo, se bajó velozmente para cerrarlo.

No se dio cuenta que había dejado su auto en reversa. Con paso veloz, como siempre, llegó hasta la parte trasera de su vehículo, y con su mano izquierda cerró la puerta, sin notar que un pedazo de su saco largo gris había quedado dentro del baúl.
Y allí ocurrió su invierno.

El auto comenzó a retroceder, y ella, al intentar moverse hacia un lado cayó al piso, pues no pudo deshacerse del abrigo que la protegía y que ahora la ataba. 
La rueda trasera se incrustó en su ser. Un grito agudo llamó la atención de la única persona que pasaba cerca del lugar, una joven con un perrito.

Melissa llegó corriendo, pero era imposible mover el auto. La única solución era levantarlo con un gato hidráulico que permitiría rescatarla.

Tomando su mano, le preguntó su nombre.

-Me llamo Yolanda, indicó la mujer con la voz cortada.

Los gritos de la joven llamaron la atención de los vecinos, quienes se agruparon para intentar levantar el auto, pero no eran suficientes para lograrlo.

-Quédate conmigo Yolanda, ya está llegando la policía, le decía una y otra vez aquella muchacha intentando darle ánimos. 

Sus ojos se abrazaron fuertemente. Yolanda ya no emitía sonidos, y poco a poco iba soltando la mano de Melissa.

-Dios está con nosotras, dios está aquí, dios está aquí, repetía la joven como mantra, mientras que su humanidad se derrumbaba al ver que pasaban los segundos y la mujer se alejaba.

-Dios está con nosotras, volvió a decir Melissa entre lágrimas, esas que caían sobre la mano sin fuerza de la mujer.

Una ambulancia arribó al destino. También dos patrullas de policía y un carro de bomberos. 
Minutos después, Yolanda partía en una camilla con rumbo al hospital.

Melissa tiene el corazón partido. Hablé con ella y me dice que le duele no haber podido hacer más por la mujer.
Si solo supiera lo vital que fue su compañía en esos últimos minutos de vida de Yolanda, si solo entendiera la importancia de su mano y su voz al lado de quien partía para siempre.

Yolanda tuvo que marcharse en una mañana de viento frío, y a pesar del dolor que sintió su cuerpo, y del pánico por saber que estaba atrapada, no estuvo sola. Había una mano amorosa que la sostenía. 

Todos nos iremos algún día, pero ojalá que en ese momento haya una Melissa cerca para que nos tome de la mano y nos diga que Dios está con nosotros.