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sábado, 18 de agosto de 2018

Otro amigo que se va...

Quisiera regresar más frecuentemente a mi ciudad natal, pero mis ocupaciones laborales y personales me lo impiden por ahora; aún así, cuando tengo la fortuna de visitarla, es obligatorio el encuentro con queridos amigos en el mismo bar de una esquina conocida con mesas de madera y sillas de mimbre, y en donde se aprecia el movimiento latente de un recuerdo que cada vez parece más real. 

Muchas veces las temporadas allí son mínimas, un par de lunas si tengo suerte, pero esos escasos momentos tienen más relevancia en mi memoria que la cotidianidad de mi vida actual. 

Revivo en cuerpo presente muchos rinconcitos en los que crecí y que fueron gigantes en mi niñez. Las calles que eran interminables y misteriosas, ahora son cortas y congestionadas, y no es que hayan perdido su magia, lo que sucede es que la lluvia que ha pasado por mi vida durante todos los años en que he estado por fuera, las ha encogido un poco.

Mi casa, esa casa que ya no es mía aunque siempre lo será en mi historia, tiene más valor emocional que material. Pocos entenderían que sus paredes azules llenas de cicatrices, fueron un bosque de luz durante dos décadas. Los marcos de las puertas aun conservan unas rayitas horizontales hechas con lápiz, casi imperceptibles, que significan que crecimos. Matilde, mi madre, solía medirnos cada cierto tiempo, y nuestra emoción radicaba en saber que la nueva marca estaría algunos centímetros por encima de la anterior. Como éramos 5 hijos, cada puerta tenía su dueño. 

La mía, donde anotábamos el efecto que hacían las vitaminas que consumía, era la puerta del cuarto de los armarios, donde se guardaban los álbumes de fotos, el árbol de navidad, los tendidos de las camas, los adornos, la mesa de planchar, la aspiradora, los juegos de mesa, los secretos.

Regresar a aquella casona grande y vieja, después de vivir por fuera muchos años, es una experiencia dolorosa. Tocar con mi mano las rayitas en las puertas, mirarme en el espejo del baño, caminar por la cocina y pensar en todas aquellas personas que ya no están y que amaban aquel lugar, donde el café era una constante, hace que la lluvia se derrame de nuevo.

Hace 6 meses estuve de regreso allí, en ese lugar que habita en mí por siempre. Intenté ver la mayor cantidad de conocidos que pude, esos que llevás tatuados en las vivencias tempranas. Compartí buenos momentos con muchos de ellos, risas y recuerdos, abrazos y planes, buenos deseos. 

Y es que es difícil imaginar que aquellos instantes pueden ser los últimos, y no vivimos conscientes de que estamos aquí de paso, que esta vida es corta, que la muerte nos respira en el hombro, y que somos frágiles, somos rayitas que como las de mi puerta van pasando a otro nivel donde casi no se perciben. 

Un día antes de mi viaje de regreso a Miami me reuní en aquel bar de la esquina preferida con algunos amigos, y el cariño se mezcló con las anécdotas de juventud, y brindamos por el futuro, y cantamos contentos por estar vivos, y el mundo siguió su rumbo al despedirnos. Pero ahora, seis meses más tarde, uno de ellos ha dicho adiós para siempre, se ha marchado de manera temprana; al igual que solo años atrás partió otro de ellos, con el que también brindamos en uno de mis viajes relámpago, precisamente en el mismo sitio, que ahora que lo analizo, ya comienza a no gustarme tanto.

El camino a casa sigue intacto. No a la casa que ya no es mía, no a las calles chiquitas, ni siquiera a los lugares que frecuentaba, no, esa no es la casa. La casa de verdad está en la memoria, en los recuerdos que nunca mueren, en el sentimiento que aflora en mis ojos cada vez que revivo las risas y los abrazos, y por esa simple razón, esos que amo nunca se van, esos son mi verdadera casa.