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miércoles, 26 de octubre de 2016

No me pidas el cuadro de la sala

La tristeza está enmarcada en la pared de la sala. Quisiera describir la magnitud del cuadro, pero no sé si la puedan apreciar de la misma manera en que yo lo hago. La luz está apagada y el reflejo del sol moribundo alcanza una esquina de mi ventana opaca. No vuelan los pájaros cerca, ni hacen ruido las moscas que merodean las frutas; no se mueven hoy las hojas de los arbustos que se detienen ante mi fachada, ni pitan los autos que circundan la avenida; no tiene color el firmamento, ni cuerdas la guitarra. No llegó la invitación a mi correo, no arribaron las señales de humo y su ausencia me quema el alma. La vida tiene cara de villana, la muerte tiene rostro de vergüenza; ambas se ríen de nosotros y planean, seguir el juego que yo aún no entiendo.
Es como cuando te cansas de la ausencia y el vacío, como cuando renuncias a permanecer en la lista. Ayer miraba el mundo que no es mío, ese que no conozco, o sea, los otros, ustedes, esos que nunca he visto, esos que están tan lejos, esos que en mi vida no existen, como yo no existo en la vida de un continente lejano, o en la charla de la vecina del frente a la que nunca me le he cruzado en el camino.
¿Te has dado cuenta que el entorno que te rodea es el mundo? ¿Pequeño…no? O ¿qué sabemos de la mujer que camina sin zapatos por una calle sin luz en el sur de Nueva Delhi? ¿O del niño rico que juega golf en el club campestre de Roma mientras sus padres discuten sobre la fiesta del sábado? ¿O de la pareja que vive a solo dos minutos de distancia y hace el amor con las cortinas abiertas esperando que alguien confirme que están enamorados? Ellos tampoco saben nada de nosotros, ni siquiera que existimos, o sea que no estamos en sus mundos, simplemente… no estamos.
¿Cambiar el mundo? Claro que es posible. Ahora lo entiendo bien. Cambiar el mundo es más fácil de lo pensado, pues es solo hacer algo para mejorar el entorno en que nos movemos, nuestro mundo.
Conozco a un anciano que cambia el mundo los jueves, cuando sale de su casa a las 6:30 de la mañana para asistir como voluntario a una esquina cualquiera donde controla el tráfico vehicular mientras los niños que van a la escuela cruzan la calle. 
También he visto cambiando un mundo al mismo indigente que en las noches alimenta a un grupo de palomas —que pertenecen a su mundo—.
Pero por más que cambia el mundo, la tristeza permanece, inmutable, como paralizada en el tiempo. La lancé al río varias veces esperando que llegara al mar, pero siempre regresaba, como si me extrañara con vehemencia.
Me subí a la terraza y en un intento de asesinato premeditado la arrojé sin decirle nada —cuando menos lo esperaba— pero ni siquiera gritó. Abrió sus brazos y se dejó estrellar en el pavimento, rompiéndose en pequeños trocitos de melancolía que rodaron por todas partes. Respiré aliviado, libre, y me dispuse a esperar la felicidad que apenas subía las escalas; pero como me lo habían advertido, la muy sonriente se fue con el primero que le hizo ojitos y se olvidó que la esperaba ansioso tras cometer mi crimen. 
Al salir de casa, cada uno de los pedazos de la tristeza me miraban fijamente, porque ahora no era una sola tristeza sino muchas de ellas, cientos, que posaban sus nostálgicos ojos sobre cada uno de mis pedazos. Así pasaron varios días; hasta que cansado de verla esparcida en la acera, decidí recogerlos y traerlos de nuevo conmigo, pues en esta ciudad tarde o temprano se roban hasta la tristeza de uno. Eso le pasó a un conocido de mi viejo, un hombre que ahora ni le va ni le viene que su hija tenga problemas. Creo que le robaron la culpa y la tristeza al salir de la iglesia, o dentro de la iglesia, porque los ladrones están por doquier, adentro y afuera.


Por eso la enmarqué, porque ya la siento mía. Y no luce nada mal, lo admito; es más, en las madrugadas ilumina con decoro mi casa. Me la han pedido prestada varias veces en noches de lluvia, y me la han intentado permutar en dos ocasiones por canciones y poemas inconclusos —con el fin de terminarlos—; pero ya tengo demasiada experiencia en malos negocios, como el que hice con el perro que me robó la fidelidad, y es mejor tristeza conocida que risas sin conocer. 

martes, 18 de octubre de 2016

Entre jeroglíficos y recuerdos.


Sus pasos retumban en mi estómago como si las mariposas se quisieran escapar. Su aroma a ganas inmorales penetra mis sentidos y logra levitar de a poquito mi cuerpo de casi cuatro décadas –incluyendo sus huesos rotos-. Me mira con ojos prohibidos y omitiendo la vida que circunda tristezas y complicaciones, me obsequia una sonrisa semi-torcida que termina muy cerca de mis labios, a pesar de estar tan distante.

Su mente es libre como un cuaderno vacío. No tiene puertas en la cabeza, y además tiene la llave para las pocas que rondan en la mía. Su nombre se pierde en la soledad de la humedad que brota de una canción antigua de rock n’ roll, y sus recuerdos me queman la existencia y me mandan al infierno más profundo, en el que impera el frío y el silencio absoluto.

Sin palabras necesarias nos comunicamos a veces. Ambos sabemos que el mundo tiene aristas y laberintos, y conocemos bien las dimensiones ocultas que se esconden entre el aroma de un café y unas tostadas en cualquier cafetería llena de meseras con dolores de cuello y clientes molestos porque la vida pasa de prisa.

Ahora, ella se baña con poemas de tintas escritas en idiomas y jeroglíficos, mientras yo sigo mamando la luz de la luna en un vaso con hielo, al momento que el reloj de bolsillo me anuncia que son las 3 de la madrugada.

Brindo por los recuerdos que se estampan en el álbum de la memoria. Esos que me hacen saber que estamos vivos.