Sus pasos retumban en mi estómago como si las
mariposas se quisieran escapar. Su aroma a ganas inmorales penetra mis sentidos
y logra levitar de a poquito mi cuerpo de casi cuatro décadas –incluyendo sus
huesos rotos-. Me mira con ojos prohibidos y omitiendo la vida que circunda tristezas
y complicaciones, me obsequia una sonrisa semi-torcida que termina muy cerca de
mis labios, a pesar de estar tan distante.
Su mente es libre como un cuaderno vacío. No tiene
puertas en la cabeza, y además tiene la llave para las pocas que rondan en la
mía. Su nombre se pierde en la soledad de la humedad que brota de una canción
antigua de rock n’ roll, y sus recuerdos me queman la existencia y me mandan al
infierno más profundo, en el que impera el frío y el silencio absoluto.
Sin palabras necesarias nos comunicamos a veces.
Ambos sabemos que el mundo tiene aristas y laberintos, y conocemos bien las
dimensiones ocultas que se esconden entre el aroma de un café y unas tostadas
en cualquier cafetería llena de meseras con dolores de cuello y clientes
molestos porque la vida pasa de prisa.
Ahora, ella se baña con poemas de tintas escritas en
idiomas y jeroglíficos, mientras yo sigo mamando la luz de la luna en un vaso
con hielo, al momento que el reloj de bolsillo me anuncia que son las 3 de la
madrugada.
Brindo por los recuerdos que se estampan en el álbum
de la memoria. Esos que me hacen saber que estamos vivos.
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