Solo tiene dos
meses de nacida y ya comienza a cambiar mi rutina. Jamás pensé que una persona
tan pequeñita, tan frágil y tan apartada de la realidad del mundo en que me
muevo, fuera a generar drásticas transformaciones en mi ser. Aún recuerdo la
primera vez que la vi. Era una tarde de verano, donde puedo jurar que fue ella la
que me escaneó con sus ojazos marrones, y luego me lanzó una mueca de aprobación.
Quise cargarla, pero me dio miedo hacerle daño.
Con el paso de
los días fue creciendo un fuerte lazo invisible entre ambos. Se parece a su
madre –afortunadamente-. La observo mientras duerme, y me remonto a una época
remota de mi infancia, donde cuidaba a mi hermanita menor, mientras ella abrazaba
ángeles y morfeos.
Ya le he leído
sus primeros cuentos, y sé que ella se da cuenta de que son historias mágicas,
tan mágicas y fabulosas como los colores que ve y que son imperceptibles para
nosotros.
Solo tiene dos
meses, y ya mi vida es diferente. La amo con ternura. Cuando estoy con ella me
siento una mejor persona. Como payaso de circo, le hago caras con la intención de
hacerla reír. Creo que mi trabajo como bufón va dando resultado, pues ya ella
se carcajea con mis idioteces.
Pero no todo es una
fantasía. La pequeña llora sin parar durante las noches. No exagero al escribir
que durante los dos meses de su llegada me desvelo en el infierno de su llanto
y sus quejidos, que retumban en mis oídos.
Si nos vieran a
las 6 de la mañana, podrían describir a una hermosa bebé que duerme plácidamente
en su cunita rosada, y al vecino del apartamento contiguo que camina por los
pasillos del edifico como zombi de video musical.
Con tan solo dos
meses, ya es la causante de mi letargo constante.
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