Recuerdo que un
ex novio de mi hermana perdió la vida jugando a la ruleta rusa hace más de 20
años. Después me di cuenta que se encontraba borracho junto con varios de sus amigos,
y que todos desafiaban la muerte con un revólver viejo y una única bala, la que
terminó incrustada en su cabeza.
Creo, si mi
memoria no me falla, que después escuché que un actor reconocido en Estados
Unidos se había volado los sesos en el mismo jueguito, y pensé: ¿Por qué no jugaban
mejor cartas, o a la botella, si querían algo más exótico?
El hecho es que
jamás comprendí cómo alguien pueda jugar con ponerse un arma en la sien y halar
el gatillo, esperando que el proyectil no atraviese su cráneo, pero tampoco
juzgo a quienes osan estas prácticas extremas.
Precisamente hoy
me acordé del ex novio de mi hermana, debido a que hace pocos minutos decidí ir
a la tiendita que se encuentra cerca de mi oficina a comprar algo de comer.
Al salir del
edificio, escuché el trinar de cientos y cientos de pajaritos que volaban sin dirección
sobre los árboles frondosos que adornan el área, y que se posan exactamente sobre
el andén en el que debía transitar.
Muchas personas caminaban
por la misma acera, pero comencé a notar que los alegres pajaritos comenzaban a
lanzar sus excreciones sobre los descuidados transeúntes.
Me detuve sin
pensarlo, al ver que un hombre se frotaba la cabeza al sentir que algo le había
caído del cielo, y no era maná precisamente.
El sujeto se miró
la mano sucia, y no sé el por qué, pero después se olió los dedos, para comprobar
que un pajarito lo había usado de inodoro público.
Más adelante,
dos mujeres que se contorneaban como modelos de Victoria Secret, también fueron
víctimas de los alados pichones, y una de ellas pegó un grito agudo al darse
cuenta que su vestido de viernes había quedado grabado con la marca de un
diseñador aéreo.
Ahora yo me encontraba
en la mitad de mi camino, y debía tomar la decisión de continuar o devolverme,
a sabiendas que en ambas direcciones los pájaros podrían regalarme un suvenir
de fin de semana.
-Esto es como
jugar a la ruleta rusa-, pensé, acordándome entonces de aquel excuñado olvidado
hasta ahora.
Un misil cayó a
milímetros de donde me encontraba analizando mi próximo movimiento, así que
decidí proseguir hacia la tienda con velocidad, anhelando que mi camisa blanca
permaneciera del mismo color.
Un niño que
venía de la mano de su madre, fue la próxima víctima. La caca de un pajarito
cayó justo sobre el centro de su cabeza, en un acto tan lleno de precisión que
inclusive ni el ave con más puntería lo hubiera hecho tan perfecto.
El pequeño se
llevó una manito a la cabeza para comprobar lo que su mamá ya sabía: Un baño de
agua caliente lo esperaba en su casa.
Llegué ileso a
la tienda, compré algo de comer, y comencé mi camino de vuelta sobre la misma
calle peligrosa.
Ahora lo único
que puedo decir, es que agradezco dos cosas: haber puesto días atrás una camisa
extra en el baúl del carro, y que los elefantes no vuelen.
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