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martes, 27 de febrero de 2018

La voz de la mente,

¿Y si dijéramos las cosas tal cual las pensamos?
¿Sería entonces un mundo más fácil de digerir que el actual, o por el contrario haríamos todo más complicado?
Muchas veces revestimos de filtros nuestras palabras para quedar bien con los demás, las adornamos con papeles de celofán plateados como si fueran regalos que debemos entregar con sutileza, evitando así herir susceptibilidades y lo más importante (lo menos importante), que no nos juzguen, señalen, o quedemos estereotipados como aquellos individuos rudos que hablan sin consideración por nadie.

La verdad duele, afirma siempre mi amigo David; pero es necesaria, le contesta mi amigo Luis Miguel, en una de nuestras conversaciones innocuas y constantes sobre los beneficios a largo plazo que tendría decir lo que pasa por nuestra mente de manera sincera.

La vida es corta, y aún más relevante que su duración debe ser la responsabilidad propia con que la debemos asumir. Intentar agradar a todos es simplemente una actitud pusilánime. Es vital tomar decisiones de vida, defender un punto de vista, tener una visión propia de nuestra realidad única, crecer como seres individuales, auténticos. 

Todos batallamos en guerras diversas, personales, y nadie aprende por errores cometidos por otros, pero tampoco nadie crece sin toparse de narices con el sentimiento de debilidad y cobardía que embarga la piel cuando sabemos que obramos de una forma equivocada solo por el hecho de buscar pertenencia a un grupo (sociedad) que está más perdido que nosotros.

La zona de comodidad es un enemigo acérrimo que nos sumerge en una pasividad viciosa, y comenzamos a girar dentro de una esfera enfermiza que debido a su velocidad imposibilita que salgamos de ella y por ende que crezcamos.

Las religiones, creadoras de brechas entre pecadores y redentores, generadoras de odios y manipuladoras de ideas salvadoras a su antojo, los cánones establecidos como imposiciones sociales, el desprecio por las diferencias, por los gustos sexuales ajenos a los 'convencionales', por la diversidad cultural, por las visiones libres y científicas que ponen en riesgo las verdades absolutas, nos han enterrado vivos por siempre. No hay manera de evolucionar como sociedad sin que nos deshagamos de estas cadenas que nos esclavizan.

Somos más de 7 mil millones de seres divagando en un planeta que nos acoge por obligación. Personas que sufren padecimientos extremos, hambre, soledad, humillaciones, abandono, secuestros, torturas; algunos con mentes tan brillantes que es casi imposible pertenecer a un plano que no los entiende y por ende sufren de vejaciones enmarcadas en tecnicismos que los aleja de la normalidad. 
¿Acaso no es más importante enfocarnos en aquellos que sufren en nuestro entorno, que en deidades que no vemos?
¿Acaso la supuesta salvación a la que muchos aspiran (no es mi caso), no debería lograrse ayudando a nuestros semejantes y no por medio de rezos y diezmos?
¿Será que seguimos haciendo todo al revés?

No hay que ir a la India para hallar pobreza absoluta, ni hacer el camino de Santiago para que la espiritualidad emane. No. Tenemos sufrimiento al lado; incluso si vivimos en Suiza.

Igual tengo confianza plena en el futuro lejano, y sé que los templos serán museos, y nadie dormirá en las calles a la intemperie, ni se aguantará hambre, ni se matará porque el dios de un bando es más importante que el del otro grupo de fanáticos. Creo en la evolución, y aunque esta se mueva a pasos de tortuga, aguardo en ella, aunque sea para imaginármela desde mi cuerpo irreal que un día desaparecerá para suerte de todos.














lunes, 19 de febrero de 2018

Sugestión onírica


No puedo aún entender bien lo sucedido. Me acosté alrededor de las 3 de la mañana como de costumbre, y tras una hora hedonista al lado de una copa y una musa de colores brillantes, me invadió el sueño.

Inmediatamente comencé a caminar sobre una montaña de arena blanca donde mis pies se hundían y me dificultaban cada paso siguiente. Un fuerte bochorno hizo que me fuera deshaciendo de mis harapos cual bailarín de club nocturno mediterráneo, hasta el punto de quedar solo con una media puesta.

Busqué sombra para desfallecer, pero en vano mis esperanzas quedaron en el utópico ‘morfeano’. Toda la vida a cuestas, todas las metas logradas, el sacrificio, los años de andariego peregrinaje, para terminar sucumbido entre la nada caliente, dándome cuenta de que la vida misma es el oropel de quienes la inventan, y la esclavitud de quienes la padecemos.

Sin fortaleza avancé un paso más, pero en ese instante fui capturado por dos hombres gigantes y llenos de vigor, quienes con una risa burlona me golpearon con sus puños desnudos. La arena se fundió en mi lengua, en mis pupilas.

Con dos barras de hierro, los energúmenos desconocidos comenzaron a quebrarme las piernas. Intenté gritar, pero no obtuve respuesta de mi garganta seca arenosa. Solo sentía como las rodillas se fracturaban y se desgarraban mis tendones. Un golpe más me sacudió cada tobillo. Apreté los ojos y en medio de mi agonía disfruté el sufrimiento hasta el punto de lograr recordar la copa ingerida segundos antes.

Abrí tímidamente mis ventanas faciales para ver como el más perverso de los dos villanos levantaba el hierro para volarme lo que quedaba de mi cabeza. En ese preciso instante desperté abruptamente en el costado de mi cama. Aun respirando de manera pesada, me reincorporé sintiendo granos de arena sobre mi cara. Bebí el asiento del vaso que reposaba sobre la mesa de noche, y me revisé las rodillas.

Eran solamente las 3:03 de la mañana.

No fue fácil conciliar el sueño nuevamente. Desperté varias veces en la noche, hasta que las 7 de la mañana propiciaron mi levantada por partida doble. Sin embargo, hoy he tenido un fuerte dolor en las piernas que me han impedido caminar de manera orgánica.

¿Sugestión? Quizá, pero la dolencia es real.

Espero esta noche soñar con el bacanal de la antigua Roma, y amanecer satisfecho de la rumba a la que me auto invito.

sábado, 3 de febrero de 2018

Vaya deportista...

Comienza a caer la noche sobre medio planeta. Es fin de semana, y la temperatura es propicia para hacer ejercicio. Manejo mi auto con un plan determinado sin que ningún desvío se interponga en mi camino. Luego llego hasta un enorme parque, con vista al agua, donde cientos de personas practican diferentes actividades deportivas. 

Camino con sigilo planeando en cuál de ellas me aventuraré, pero mientras voy decidiéndolo, topo con una banca que está justo debajo de un frondoso árbol que aromatiza el lugar.

Poso mi mermado trasero sobre aquella madera pintada de blanco, y analizo mi próximo movimiento. Algunos juegan fútbol a escasos metros, otros voleibol; más allá, un grupo arroja un disco que vuela por el aire en forma de platillo volador, pasando sobre las cabezas de quienes circundan en sus bicicletas.

No soy un gran deportista (nunca lo he sido), y consciente de mi realidad, sacó de mi bolsillo un cigarrillo mentolado y le doy vida a las páginas del libro que traigo en mi mochila.

El bullicio de los deportistas me apacigua la mente, y la hermosa vista del agua que suena a lo lejos, se funde con la grata sensación del humo saliendo de mi boca, ya que no aprendí jamás a expirarlo por mis torcidas fosas nasales.

Paso casi dos horas carcomiendo la magnífica historia que tengo en mis piernas, e intentando de vez en cuando hacer una bocanada con forma de anillo, pero fracaso en el intento y lo único que sale de mi boca es un fantasma sin forma que se difumina en la noche.

No soy un tipo de muchos amigos, tampoco alguien que disfrute de la compañía de grupos, pues sin saber el por qué, pierdo fácilmente el enfoque de las palabras escuchadas, y termino divagando entre notas musicales y curvas de damiselas. Pero me gusta estar rodeado de otros que no estén conmigo, sentir el mundo a mi alcance, saber que depende de mí asociarme o desasociarme con la realidad en la que no habito completamente.

No se trata de timidez, pues no sufro de este contratiempo; es solo que en el silencio de mi boca hallo la tranquilidad que pierdo en el bullicio de las sílabas. 

Analizándolo bien, me atrevo a asegurar que mi situación no es atípica, y por eso es que en la actualidad vemos a tantos seres mecanizados y perdidos en las pantallas de sus artefactos tecnológicos, socializando con espectros que no están al alcance de la mano, pero en un entorno lleno de gente. 

Y rindiéndole un tributo al último cigarrillo de la caja, decido consumirlo con lujuria, especialmente porque me quedan las dos páginas finales de quien fue compañera por una semana. 

Me embarga una especie de melancolía siempre que termino de leer un buen libro; es como si me despidiera para siempre de un amor que no quiero dejar, como si se me cayera un diente más. Con un suspiro le doy las gracias y boto la colilla del pucho a la basura. 

Ahora puedo regresar a casa después de un viaje al pasado y un amor inconcluso... mis deportes favoritos.