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viernes, 20 de abril de 2018

Adiós, bienvenidos y buena suerte.

Los días son sorpresivos.
En la mañana del viernes asistí al funeral del esposo de una compañera de trabajo, hecho este que marcó mi semana y me ha hizo analizar la fragilidad de la propia vida.
Sin entrar en detalles, puedo decir que fue una muerte inesperada, una que nos tomó a todos por sorpresa y nos embargó en la tristeza máxima.

Al salir de la capilla, recibí una llamada de un buen amigo, en la que me contaba emocionado que su bebé había acabado de nacer. La noticia afloró una sonrisa en mi alma, y a cientos de kilómetros de distancia lo felicité y me uní a su alegría.

Pero ese mismo día, (y no es un viernes 13), recibí la noticia de la muerte de un gran amigo. Willie acababa de tener un infarto masivo que le arrebató la vida en un instante. Nuevamente me sumía en la tristeza de una partida repentina. Willie es un paraguayo de 65 años que vive en Nueva York (y si escribo en presente porque aun no tengo la capacidad de realismo para hacerlo en pretérito; pero intentaré hacerlo). Fue la persona que cuando llegué con mi familia procedente de Colombia, nos abrió las puertas de su vida, de su hogar, de su círculo, y nos arropó a todos, brindándonos enormes ayudas en momentos difíciles. Willie fue aquel ángel humano que siempre ayudó a todos por igual, esa persona que entendió que el significado de la vida es servir, el tipo al que todos acudimos por consejos, y que sin rayar en el prototipo absurdo del abuelito-sabio, buscaba aventuras diarias montado en su moto, para luego hacer chistes de colores fuertes, y terminar cualquier jornada con un plato de carne asada y una copa de vino tinto.

La imagen de Willie no se borra de mi mente, ni sus dichos, sus acciones jocosas y la conversación que tuvimos la última vez. 

Destapé una cerveza y brindé entonces por Willie, por Ismael (el esposo de mi amiga), y por Esmeralda, la pequeña de mi amigo; pensando que en la vida todo llega y pasa, y se renuevan los días, y nada se detiene, y el tiempo corre deprisa, y el camino de la historia nunca cesa pero las huellas desaparecen.

Y mañana hay una boda. Y se casan dos amigos que pronto procrearán nuevas huellas para que prosigan el sendero interminable de la ausencia, y alumbrarán con sus risas otras vidas, y sufrirán la partida de los que aman, y luego ellos también se irán como hoy lo hacen Ismael y Willie, y sus hijos emularán el ciclo macabro lleno de magia, la rueda que no detiene el giro, esa que se mueve con el viento que emana del movimiento de los que parten.

Adiós chicos, bienvenida bebé hermosa, y buena suerte tortolítos enamorados. Cada uno es una historia diferente dentro del mismo libro.








martes, 10 de abril de 2018

Vivir dos veces

La memoria… ese ser incomprensible y misterioso que juega a su antojo con los sentimientos ajenos, y que sin avisar logra crear los momentos más sublimes de la existencia, pues el recuerdo se vive doblemente.

La hojarasca anterior deriva de una canción que escuché hace unas horas, y que me transportó a una época donde mi vida era distinta, donde seres que ya no están presentes ocupaban roles protagónicos en mi película diaria, donde el tiempo marchaba con pasos despaciosos, cautos, y la vida me alcanzaba para todo.

Seguí entonces escuchando la canción, y al llegar al coro, viajé por un túnel directo al pasado, donde encontré a mi hermana mayor hecha una pequeña, con su uniforme azul, llamándome con su manita para que jugáramos en la planta baja de mi casa que estaba desocupada, y donde nos esperaba un triciclo verde y una casa de muñecas para su Barbie y su Ken.

Y pidiendo con el alma que la canción no terminara, accedí a acompañarla, y al bajar las escalas internas de mi casa, sentí el olor a cemento húmedo producto de la construcción que allí se llevaba a cabo. Vi las paredes azules, los muros intactos con sus columnas donde nos sentábamos a imitar columpios que nos levantaban hasta una nube, las puertas dobles de madera con aldabas de hierro, las baldosas amarillas con manchas rojizas, el patio con paredes en ladrillo sin resanar, formando figurillas de súper heroes y villanos con los que armábamos historias que nunca acababan. 

La canción terminó intempestivamente, pero ahora, mi memoria anárquica estaba sumida en aquel momento mágico, donde veía a los míos, a los que ya no veo, a esos que tantos nos amaban. Y siento el olor de los viejos, de esos viejos que fueron todo un día, y con sus miradas pasivas me llenan. 

Y ahora, mi memoria se ha encargado de que mis pupilas se llenen de lluvia, y aunque ya suena otra canción que no me recuerda nada, sigo absorto en aquel momento que pensaba olvidado, aquel instante del que no tuve consciencia plena y que valía tanto.

Respiro profundo mientras me limpio la cara, y un suspiro me invade el alma.
Ahora, levanto la mirada, y miro la ventana que tengo al frente de mi escritorio. El sol se refleja sobre la calle, creando la sombra de algunas palmeras que se mueven por el viento del día. Y me doy cuenta que el tiempo ha pasado, y que estoy solo, sin ellos, sin poder llamarlos o regresar a la casa de los bajos para abrazarlos, y robarme los dulces que escondían en sus batas levantadoras adrede, y jugar a armar aviones de plastilina. 

Pero como las canciones, los recuerdos permanecen intactos en un cajón misterioso que todos llevamos, quizá no lo abrimos con regularidad, pues lo que allí hallamos nos puede causar terremotos internos; aunque de vez en cuando es necesario volver a tocar base con la única realidad que tenemos, la que vivimos, esa que es nuestra y que nadie puede robarnos.

Es cierto; cuando recordamos vivimos doblemente, para bien o para mal.


¡Viva la memoria! aunque a veces nos tome desprevenidos, fuera de base; y nos sumerja en los océanos de los que jamas logramos naufragar, ya sea porque nunca quisimos hacerlo, o porque por mas que nademos no existe una orilla en la que queramos acampar.






domingo, 1 de abril de 2018

Mi día de suerte.

Abro la galleta china de la suerte después de comer en el restaurante de mi amiga Lee, y me dispongo a leer con entusiasmo el mensaje mágico que conlleva:
“Hoy es tu día de suerte…una buena noticia a puertas”.
Inmediatamente una llama de buena vibra me recorre el cuerpo, y el poder de la sugestión se apodera de mi ser. Me siento como si fuera el dueño del universo, incluso siento que tengo unos centímetros más de estatura y unos menos de barriga.
Pago entonces mi cuenta con enorme satisfacción, sabiendo de antemano que es mi día de suerte y que no tengo limites por las siguientes horas.
El mesero, un hombre treintañero, achinado y con poco manejo en el idioma extranjero, se ha limitado a sonreírme con timidez cada vez que le pido algo, y ahora no lo veo para despedirme. Me acerco entonces a mi amiga Lee y le doy un abrazo de despedida, de gratitud por su amistad sincera; pero al voltear hacia la salida, aquel sujeto que se había perdido de mi radar me choca con una bandeja llena de refrescos, y me los tira sobre la ropa dejándome empapado.
-Soly soly-, indica asustado queriéndome limpiar, pero no hay mucho qué hacer para evitar que tenga que regresar a casa a tomar una ducha y vestirme de nuevo. Le digo que no se preocupe, que accidentes pasan todos los días, además pienso que es mi día de suerte y nada ni nadie podrá evitar que tenga un final feliz.
Camino entonces con rumbo a mi carro, sin percatarme que unos pasos más adelante hay una caca de perro que no han limpiado y en la que poso mi zapato, sintiendo cómo se sumerge la suela del mismo en aquella movediza plasta. Maldigo por primera vez, imaginándome a la bestia, que no limpió aquel excremento. 
Los próximos quince minutos los invierto en la limpieza de mi zapato, y en quitar la olorosa mierda de los canales curvos de la suela. Para tal efecto, uso una de las muchas llaves que siempre cargo, y la que aun no sé qué puerta abre, pero por lo menos ahora ha servido para algo.
Arrojo el zapato medio untado al suelo de la parte de atrás del auto, y entro a brincos evitando que el pie toque el asfalto mojado por la lluvia que ha comenzado a caer.
Prendo el carro y me doy cuenta que hay una luz encendida (la de la gasolina), y presumo que con el combustible que reside en el fondo de mi tanque no será suficiente para llegar a casa. Maldigo por segunda vez, ya que tuve la oportunidad de ir a la gasolinera en la mañana, pero lo pospuse porque me he acostumbrado a posponer todo en mi vida.
Ahora cae un aguacero dilúvico, solo tengo puesto un zapato, y no tenia presupuestado regresar a casa.
—Llegaré tarde a trabajar—, aseguro molesto mentalmente mientras busco un plan para ahorrar tiempo, pero no lo hallo.
Respiro con profundidad; y leyendo el mensaje chino me digo molesto: —Vaya día de suerte. Gente de mierda la que escribe estas putas galletitas—.
Encuentro una estación de gasolina y resuelvo el primer problema, luego me dirijo a casa, me doy una ducha maratónica y en cinco minutos vuelvo a entrar al auto, que ahora apesta porque se me olvidó bajar el zapato.
Prendó el aire acondicionado a todo lo que da, aviso a un par de colegas que me tardaré un poco, y emprendo mi ruta, para encontrarme minutos luego con un trancón vehicular generado por la precipitación y un accidente cualquiera que paraliza al menos dos carriles de la autopista.
—Mi día de suerte—, pienso por enésima vez, mientras contesto una llamada que no esperaba en absoluto.
Al colgar, decido entonces tomar la primera salida que encuentro, y parar en una tienda de café. Paso las siguientes horas digiriendo la vida y su contexto, con la mente posada en el camino recorrido, en los recuerdos, con las manos aún frías y las palpitaciones haciendo ruido en mi cabeza.
Decido con el último sorbo del café aceptar la adversidad como parte del sendero, como balance de aquellos momentos de placer y calma que también recibo a menudo, como maestra de crecimiento y entidad complaciente de mi masoquismo extremo.
Regreso a la oficina un poco tarde, un poco mojado por dentro y por fuera, pero con la certeza plena de ser el dueño de mis emociones y mis actos, ahora más que siempre.
Solo horas más tarde me poso en unos brazos que me cobijan y me dan valor, luego en otros y en otros, y en las voces cálidas llenas de amor de quienes son cercanos, pocos pero suficientes para mí.
No puedo cerrar los ojos aunque sean las 4 de la mañana, de otra mañana que muchos damos por obligada, o que a veces ni siquiera la vemos pasar sobre nuestro cuerpo, sobre nuestra rutina, porque se ha convertido exactamente en eso: una macabra rutina, donde es lo mismo las 5 am que las 11, un trueno en la tarde que en la noche, un trino de un pájaro al salir el sol que cuando se oculta. Perdimos la noción de la importancia auténtica, y nos sumergimos en pantallas y pretensiones, en ganar adeptos y perder realidades, en maquinizarnos y crecer desde afuera, no desde adentro. 

Por fin entiendo ahora que la galletita del medio día tenía razón: es mi día de suerte, tengo suerte de estar aquí, pensando de la manera en que lo hago, y dispuesto a combatir al enemigo que a veces es mi mejor amigo.