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domingo, 1 de abril de 2018

Mi día de suerte.

Abro la galleta china de la suerte después de comer en el restaurante de mi amiga Lee, y me dispongo a leer con entusiasmo el mensaje mágico que conlleva:
“Hoy es tu día de suerte…una buena noticia a puertas”.
Inmediatamente una llama de buena vibra me recorre el cuerpo, y el poder de la sugestión se apodera de mi ser. Me siento como si fuera el dueño del universo, incluso siento que tengo unos centímetros más de estatura y unos menos de barriga.
Pago entonces mi cuenta con enorme satisfacción, sabiendo de antemano que es mi día de suerte y que no tengo limites por las siguientes horas.
El mesero, un hombre treintañero, achinado y con poco manejo en el idioma extranjero, se ha limitado a sonreírme con timidez cada vez que le pido algo, y ahora no lo veo para despedirme. Me acerco entonces a mi amiga Lee y le doy un abrazo de despedida, de gratitud por su amistad sincera; pero al voltear hacia la salida, aquel sujeto que se había perdido de mi radar me choca con una bandeja llena de refrescos, y me los tira sobre la ropa dejándome empapado.
-Soly soly-, indica asustado queriéndome limpiar, pero no hay mucho qué hacer para evitar que tenga que regresar a casa a tomar una ducha y vestirme de nuevo. Le digo que no se preocupe, que accidentes pasan todos los días, además pienso que es mi día de suerte y nada ni nadie podrá evitar que tenga un final feliz.
Camino entonces con rumbo a mi carro, sin percatarme que unos pasos más adelante hay una caca de perro que no han limpiado y en la que poso mi zapato, sintiendo cómo se sumerge la suela del mismo en aquella movediza plasta. Maldigo por primera vez, imaginándome a la bestia, que no limpió aquel excremento. 
Los próximos quince minutos los invierto en la limpieza de mi zapato, y en quitar la olorosa mierda de los canales curvos de la suela. Para tal efecto, uso una de las muchas llaves que siempre cargo, y la que aun no sé qué puerta abre, pero por lo menos ahora ha servido para algo.
Arrojo el zapato medio untado al suelo de la parte de atrás del auto, y entro a brincos evitando que el pie toque el asfalto mojado por la lluvia que ha comenzado a caer.
Prendo el carro y me doy cuenta que hay una luz encendida (la de la gasolina), y presumo que con el combustible que reside en el fondo de mi tanque no será suficiente para llegar a casa. Maldigo por segunda vez, ya que tuve la oportunidad de ir a la gasolinera en la mañana, pero lo pospuse porque me he acostumbrado a posponer todo en mi vida.
Ahora cae un aguacero dilúvico, solo tengo puesto un zapato, y no tenia presupuestado regresar a casa.
—Llegaré tarde a trabajar—, aseguro molesto mentalmente mientras busco un plan para ahorrar tiempo, pero no lo hallo.
Respiro con profundidad; y leyendo el mensaje chino me digo molesto: —Vaya día de suerte. Gente de mierda la que escribe estas putas galletitas—.
Encuentro una estación de gasolina y resuelvo el primer problema, luego me dirijo a casa, me doy una ducha maratónica y en cinco minutos vuelvo a entrar al auto, que ahora apesta porque se me olvidó bajar el zapato.
Prendó el aire acondicionado a todo lo que da, aviso a un par de colegas que me tardaré un poco, y emprendo mi ruta, para encontrarme minutos luego con un trancón vehicular generado por la precipitación y un accidente cualquiera que paraliza al menos dos carriles de la autopista.
—Mi día de suerte—, pienso por enésima vez, mientras contesto una llamada que no esperaba en absoluto.
Al colgar, decido entonces tomar la primera salida que encuentro, y parar en una tienda de café. Paso las siguientes horas digiriendo la vida y su contexto, con la mente posada en el camino recorrido, en los recuerdos, con las manos aún frías y las palpitaciones haciendo ruido en mi cabeza.
Decido con el último sorbo del café aceptar la adversidad como parte del sendero, como balance de aquellos momentos de placer y calma que también recibo a menudo, como maestra de crecimiento y entidad complaciente de mi masoquismo extremo.
Regreso a la oficina un poco tarde, un poco mojado por dentro y por fuera, pero con la certeza plena de ser el dueño de mis emociones y mis actos, ahora más que siempre.
Solo horas más tarde me poso en unos brazos que me cobijan y me dan valor, luego en otros y en otros, y en las voces cálidas llenas de amor de quienes son cercanos, pocos pero suficientes para mí.
No puedo cerrar los ojos aunque sean las 4 de la mañana, de otra mañana que muchos damos por obligada, o que a veces ni siquiera la vemos pasar sobre nuestro cuerpo, sobre nuestra rutina, porque se ha convertido exactamente en eso: una macabra rutina, donde es lo mismo las 5 am que las 11, un trueno en la tarde que en la noche, un trino de un pájaro al salir el sol que cuando se oculta. Perdimos la noción de la importancia auténtica, y nos sumergimos en pantallas y pretensiones, en ganar adeptos y perder realidades, en maquinizarnos y crecer desde afuera, no desde adentro. 

Por fin entiendo ahora que la galletita del medio día tenía razón: es mi día de suerte, tengo suerte de estar aquí, pensando de la manera en que lo hago, y dispuesto a combatir al enemigo que a veces es mi mejor amigo.

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