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domingo, 7 de octubre de 2018

El nacionalismo no está de moda.

Qué equivocados estamos cuando nos enorgullecemos al extremo de nuestros países de origen. Asumimos que somos mejores por el hecho de haber nacido en un lugar determinado, sin considerar por un momento que el lugar donde primero respiramos es un accidente de la vida, y que bien podría haber sido una pequeña ciudad en India, o una villa sueca. 

Nos damos ínfulas de ser más por el hecho de tener un acento diverso, o porque los ancestros fueron una raza altiva y fuerte de ojos claros y dinero en sus arcas. Incluso es 'normal' en nuestras sociedades enfermas y manipuladoras, una segregación de nacionalidades que se transforma con frecuencia en discriminación geográfica. 

Septiembre por ejemplo, fue el mes de la Herencia Hispana en Estados Unidos, una sana celebración donde se destacan los valores  y tradiciones de la cultura hispana y el aporte de la misma a una nación diferente; pero en los cientos de comerciales y campañas publicitarias, se comete un error constante a mi entender, y es la sobrevaloración del orgullo nacional, generadora de un ego improcedente por el simple hecho de ser ciudadano de un país determinado.

Con frecuencia escuchamos frases tan triviales como:

"Yo soy del mejor país de América Latina", o "menos mal somos colombianos, argentinos, canadienses, mexicanos, y no de un país como.."; y motivados por pajazos mentales inculcados en ideas sectarias que solo aumentan la brecha de división entre todos, vamos por la vida vistiendo imposiciones retrógradas que no nos identifican plenamente con el mundo actual, y además nos dividen como raza humana.

Y es que una cosa es identificarnos y aceptar con dignidad nuestras raíces, amar nuestras tradiciones, asumir con orgullo quiénes somos y de dónde provenimos, y otra muy diferente es cegarnos ante la idea de que nuestros terruños son el alfa y el omega del planeta, y que no hay mejor lugar en el espacio que el sitio donde nacimos.
Yo me pregunto con objetividad: ¿Acaso no debemos estar orgullosos es de haber salido adelante con la labor honesta, con el sacrificio y el esfuerzo de nuestros viejos, con el trabajo arduo y sin tener que pisotear la dignidad de otros, con el empeño constante a pesar de las dificultades que se viven en todos los países? 

¿No tiene incluso más valor ser buenos seres humanos a pesar de haber nacido en cualquier lugar del mundo? ¿Debemos estar orgullosos de nuestros políticos de turno que se enriquecen con el patrimonio de nuestros países y que consolidan a su beneficio clases sociales donde las injusticias preponderan? ¿Vale la pena incluso una discusión sobre qué país debe generar mayor orgullo?

Yo soy colombiano de nacimiento, y siempre llevo conmigo las enseñanzas de mi familia, el recuerdo de mi infancia, la influencia de muchos años allí, la nostalgia que genera estar lejos de los lugares y las personas que amo; pero no puedo taparme los ojos y aducir que todo es una maravilla en el país, porque no lo es ni en Colombia ni en ningún otro. 

Hay mil defectos en las sociedades de cualquier país (en unas más marcadas que en otras), como también gente buena y noble, con corazones dispuestos siempre a ayudar, y no implican esos defectos o cualidades estar ligados a una nacionalidad determinada, porque de lo contrario todos en un pueblo serían iguales.

Es importante estar orgullosos de quienes somos, de aceptar nuestros países con la frente en alto asumiendo los problemas que conllevan, de trabajar por ellos para que sean mejores, de aprender lo bueno que tienen otros y tratar de implementar estas fortalezas en los nuestros, de entender que un país no nos hace mejores, lo que realmente nos enaltece es la manera en que tratemos a los otros, sin importar de dónde provengamos.

Abramos nuestra mente y nuestros brazos a otros, a los que vienen de lejos, a los que tienen otras costumbres, a quienes intentan tanto como nosotros tener una vida tranquila y procurar un mejor futuro para los suyos. Asumamos como nuestros a quienes dignifican la vida en el planeta a través de la humildad, la perseverancia, la honradez, la compasión, el amor por el prójimo, los buenos actos, la tolerancia, la amabilidad, y no solo por ser compatriotas.


El nacionalismo arraigado en preceptos antiguos no está de moda, y solo conlleva la desunión de los humanos. 












viernes, 21 de septiembre de 2018

Galaxias en la madrugada de sábado

Recién acabo una semana laboral que en realidad nunca termina pero que anhelo distante. Esa rutina llena de altibajos que carcome la vida en todos sus aspectos, desde el personal hasta el más olvidado y árido, ese que se esconde en la trastienda de la memoria y que poco quiero sacar a la luz. Me siento muy cansado, agotado. Quisiera no pensar más, y lo intento en vano, pero mi mente enferma de ideas se niega a hacerle caso a mis intenciones loables. Si tan solo supiera controlar el flujo de mis neuronas haciendo galaxias en segundos y generando universos paralelos que me absorben sin delicadeza, si tan solo. En momentos como este, quisiera colapsar y quedarme en el limbo emocional por un par de décadas, quizá solo por segundos, o tal vez es el mismo tiempo en otra dimensión cercana donde el espacio y el movimiento agudo del segundero son solo ficciones.

Y es que con el paso de los días y las experiencias banales -- que son muchas en viernes --, aprendes que la vida misma, especialmente la que se vive de manera social, es una ficción inocua, una actuación para pertenecer a un mundo que poco importa, a una realidad adyacente y vaga. Y al tomar consciencia por métodos naturales o químicos (qué más da), que la vida certera es una secuencia de buenos momentos, inicias a filtrar los segundos del día sin que incluso te des cuenta, y al final, justo antes de dormir, tienes en el puño de tu mano, los minutos especiales que te ayudan a dormir con calma.

Yo siempre tuve temor a muchas circunstancias que no entendía; a la soledad, a la muerte, a la lluvia en noches de invierno, a la enfermedad interna que nadie ve, a la depresión que me acechaba por doquier, a la frustración de no lograr mis metas, al domingo en la tarde, a la apatía de los 'buenos', a la rutina, a las balas, a la idea de quedarme sin una visión religiosa a la que estaba acostumbrado. Y pasó el tiempo, y con él, el macabro viento que me voló como cometa sin control, y aterricé de bruces contra el mundo, y me quebré los dientes de leche, esos que tanto había cuidado, y me di cuenta que de eso se trata el camino, de afrontarlo de la manera en que llegue; sin quejas, sin lamentos, sin justificaciones de los errores personales, sin echarle la culpa a nadie, sin amparos, sin consuelos.

Ya no temo a la soledad, por el contrario se encuentra entre mis mejores amigas, y la muerte se ha colado en mi vida y hemos sido amantes en noches eternas llenas de lujuria y placer, y somos uno, y la lluvia fresca me ha ayudado a crecer, y la enfermedad interna me ha empoderado, y la depresión se ha mezclado con mi frustración constante y me han enseñado a ser único. Lo que no supero aún son los tristes domingos en la tarde, y creo que jamás los superaré. La apatía de los buenos es un puto problema, yo cumplo con no ser apático ni demasiado bueno, las balas las he convertido en canciones y poemas, y la religión ya no es un parámetro de mi vida, pues desde que no la tengo vivo mejor. 

Mi nueva filosofía de vida pasa más por la acción en silencio que por la oración bulliciosa. Creo en la gente, en el poder de la bondad humana, en las risas genuinas, en las miradas amables, en las buenas intenciones, y menos en iglesias y libros mágicos que condenan si piensas diferente.

Hoy siento más y analizo menos; me permito explorar sin temores, y estoy aprendiendo a dar el beneficio de la duda a todos, por lo menos una primera vez, y no tengo necesidad de más.

Mañana quién sabe qué otra galaxia explote en mi cabeza de chorlito dejando este escrito caduco y condenado a la hoguera donde los dioses nos han quemado cada que no les conviene. Si así es el mañana, vaya mierda lo que nos espera!











sábado, 18 de agosto de 2018

Otro amigo que se va...

Quisiera regresar más frecuentemente a mi ciudad natal, pero mis ocupaciones laborales y personales me lo impiden por ahora; aún así, cuando tengo la fortuna de visitarla, es obligatorio el encuentro con queridos amigos en el mismo bar de una esquina conocida con mesas de madera y sillas de mimbre, y en donde se aprecia el movimiento latente de un recuerdo que cada vez parece más real. 

Muchas veces las temporadas allí son mínimas, un par de lunas si tengo suerte, pero esos escasos momentos tienen más relevancia en mi memoria que la cotidianidad de mi vida actual. 

Revivo en cuerpo presente muchos rinconcitos en los que crecí y que fueron gigantes en mi niñez. Las calles que eran interminables y misteriosas, ahora son cortas y congestionadas, y no es que hayan perdido su magia, lo que sucede es que la lluvia que ha pasado por mi vida durante todos los años en que he estado por fuera, las ha encogido un poco.

Mi casa, esa casa que ya no es mía aunque siempre lo será en mi historia, tiene más valor emocional que material. Pocos entenderían que sus paredes azules llenas de cicatrices, fueron un bosque de luz durante dos décadas. Los marcos de las puertas aun conservan unas rayitas horizontales hechas con lápiz, casi imperceptibles, que significan que crecimos. Matilde, mi madre, solía medirnos cada cierto tiempo, y nuestra emoción radicaba en saber que la nueva marca estaría algunos centímetros por encima de la anterior. Como éramos 5 hijos, cada puerta tenía su dueño. 

La mía, donde anotábamos el efecto que hacían las vitaminas que consumía, era la puerta del cuarto de los armarios, donde se guardaban los álbumes de fotos, el árbol de navidad, los tendidos de las camas, los adornos, la mesa de planchar, la aspiradora, los juegos de mesa, los secretos.

Regresar a aquella casona grande y vieja, después de vivir por fuera muchos años, es una experiencia dolorosa. Tocar con mi mano las rayitas en las puertas, mirarme en el espejo del baño, caminar por la cocina y pensar en todas aquellas personas que ya no están y que amaban aquel lugar, donde el café era una constante, hace que la lluvia se derrame de nuevo.

Hace 6 meses estuve de regreso allí, en ese lugar que habita en mí por siempre. Intenté ver la mayor cantidad de conocidos que pude, esos que llevás tatuados en las vivencias tempranas. Compartí buenos momentos con muchos de ellos, risas y recuerdos, abrazos y planes, buenos deseos. 

Y es que es difícil imaginar que aquellos instantes pueden ser los últimos, y no vivimos conscientes de que estamos aquí de paso, que esta vida es corta, que la muerte nos respira en el hombro, y que somos frágiles, somos rayitas que como las de mi puerta van pasando a otro nivel donde casi no se perciben. 

Un día antes de mi viaje de regreso a Miami me reuní en aquel bar de la esquina preferida con algunos amigos, y el cariño se mezcló con las anécdotas de juventud, y brindamos por el futuro, y cantamos contentos por estar vivos, y el mundo siguió su rumbo al despedirnos. Pero ahora, seis meses más tarde, uno de ellos ha dicho adiós para siempre, se ha marchado de manera temprana; al igual que solo años atrás partió otro de ellos, con el que también brindamos en uno de mis viajes relámpago, precisamente en el mismo sitio, que ahora que lo analizo, ya comienza a no gustarme tanto.

El camino a casa sigue intacto. No a la casa que ya no es mía, no a las calles chiquitas, ni siquiera a los lugares que frecuentaba, no, esa no es la casa. La casa de verdad está en la memoria, en los recuerdos que nunca mueren, en el sentimiento que aflora en mis ojos cada vez que revivo las risas y los abrazos, y por esa simple razón, esos que amo nunca se van, esos son mi verdadera casa.







domingo, 24 de junio de 2018

Las ovejas soleadas.

Llevo muchos días sin dormir lo suficiente, he perdido la cuenta ya de ellos, quizá son semanas, tal vez meses de 365 días, no me acuerdo bien. Según he escuchado las historias de mi Matilde, nunca dormí bien en las noches, mientras que en el día pasaba las horas navegando entre nubes y haciendo silencios que se convirtieron en hábitos. Pero ah, en las noches todo cambia, y mi mente se activa, y mis ideas trastocadas se arruman esperando quedar plasmadas de alguna forma, y mis ojos se niegan a cerrarse como la mayoría de ojos. Mi vieja dice que tengo el sueño cambiado desde siempre, y que nacer a media noche ha sido un determinante en mi camino noctámbulo.

Y es por eso que me gusta salir a caminar en la madrugada, teniendo suerte de que mis calles vecinas son tranquilas, pues vivo en una ciudad donde la inseguridad no es un factor constante. Me gusta bajar por las escaleras de mi edificio y evitar el elevador, ya que las luces en aquella caja mecánica son muy fuertes, y prefiero estar en las sombras. Al llegar a la planta baja, siempre salgo por una puerta ubicada a un costado del escritorio de Arturo, el vigilante que con los párpados medio cerrados intenta hacer su trabajo aburrido y monótono. Sin que él se de cuenta logro salir a la calle, como si estuviera escapando, pero es que prefiero evitar sus preguntas curiosas.

Es maravilloso respirar el aire de la madrugada, escuchar a los bichitos que cantan o roncan entre los arbustos, y sentir la pasividad momentánea de la vida, de este ciclo de locura en el que giro. 

Y hace algo de frío, el suficiente para refrescar mi memoria y acordarme de una canción sobre la noche, la que voy tarareando mientras camino alrededor de mi vecindario. Y pateo una piedrita emulando marcar un gol mundialista, y luego unos pasos más allá, me siento al borde de un jardín y miro el firmamento estrellado, y no puedo evitar pensar cuántas almas están en esos planetas lejanos sintiéndose tan perdidos como yo. 

Un carro de la policía se acerca, creo que los dos uniformados que lo ocupan me han visto caminando de manera sospechosa, y ahora me cuestionan aquella caminata nocturna. Me piden los documentos que no tengo, pues salí a caminar sin ni siquiera el teléfono. Les explico que vivo cerca, y que tengo insomnio. Intento también contarles que nací a media noche y que Matilde induce que por eso no duermo de manera normal, pero ellos me interrumpen, preguntándome que si acaso soy el que se sienta en el parquecito de la esquina a leer en la madrugada. Aduzco que la luz en aquel sitio es fabulosa a esas horas, y que el silencio es propicio para hacerlo.

—Siempre te vemos allí, pensábamos que estabas loco. ¿Quién lee a esa hora?—, me dice el más sincero, un hombre robusto que me regala una sonrisa.

Quiero contestarle que no estoy loco, que es solo que tengo el sueño cambiado, pero decido no emitir palabra, pues de una u otra forma la autoridad siempre me ha generado una especie de intranquilidad cercana a la desconfianza. 

—¿Y hoy no vas a leer nada?—, pregunta el segundo sujeto.

—No, hoy solo estoy explorando las calles, pensando…

Los dos hombres se miran mutuamente en silencio. Luego me dicen que pruebe tomarme una copa de vino rojo antes de acostarme, y que no salga sin una identificación. 

Yo les sonrió sin ganas, a sabiendas que aquel remedio no funciona, ni tampoco la leche caliente, ni la melatonina, ni la valeriana, ni ver una película, o meditar, o tener un orgasmo, o contar ovejas saltando, o cerrar los ojos forzándome a quedarme dormido.


La patrulla se marcha sin luces, y yo decido hacer lo mismo y regresar a casa, seguro de que al salir el sol, también saldrán con él las ovejas, queriendo que las cuente.

lunes, 11 de junio de 2018

Carta vieja

Suenan de nuevo las campanas en mi reloj de pared, anunciando una nueva hora de la madrugada. Y los minuteros no detienen su paso acelerado, marchan como si el segundero fuera a quitarles el trabajo, sin darse cuenta (como nos pasa a muchos) que no hay necesidad de correr tan de prisa, al final la pila se acabará y quedarán detenidos en el tiempo por un buen rato.

Destapé una botella de vino tinto chileno que aún tenía desde mi cumpleaños, y brindé, primero por la emisaria que me lo obsequió con inmenso cariño, y luego por el buen momento de soledad y tranquilidad que vivo.

Tranquilidad no quiere decir que todo marche a las mil maravillas, pero sí, que se acepta la vida, y esa aceptación tácita requiere una comunión interna con el lado oscuro de la misma, con aquellos momentos en que las cosas no salen como esperas, con los inesperados momentos que sacuden tu entorno. Siempre hay dos opciones: o sumergirte en el profundo abismo de la tristeza y perderte en ella, o entender que la vida en este mundo es una escuela básica donde crecemos a través de las experiencias.

Y el vino sabe a recuerdo, y las memorias saben a besos, y con los besos llegan los rostros, y las voces de aquellas personas que han tocado mi camino; e intento recordar a algunas de ellas, y lo logro. Y veo en mi imaginario los ojos negros de la musa primera, esa que me hizo llorar tantas veces y escribir canciones, y la que luego lloró también al saber que nuestro camino era diverso, y que siguió su ruta bajo otra estrella, ojalá con más luz. Y agradezco al etéreo por aquellos días de redención infinita, donde hallamos lo que buscábamos. Oh, el primer amor…cómo duele y cómo te marca para siempre. 

Y luego llega a mi mente una imagen risueña que está muy lejos ahora, llena de locura y riesgo, y luego una serena que me enseñó a despojarme de mis sombras. Y luego algunas más que me hacen sonreír; y entre las imágenes se mezcla el rostro de mi bella Matilde, mi madre llena de sinceridad y bondad, la mujer que jamás me ha juzgado, la que siempre escucha mis ideas aunque a veces no las comparta. Y levanto mi copa roja y brindo por ella, y doy gracias por su presencia, por ser la mujer de mi vida.

Soy un ser inconcluso, eso lo tengo claro, pero a pesar de mi inconformidad constante, de mi fe perdida en deidades que ya no conectan conmigo,  de mis altibajos emocionales y de mi melancolía, sé con claridad que lo importante ahora es que estamos aquí. En este mismo segundo más de 7 billones de almas conviven en este planeta con nosotros, en medio del caos, sufriendo hambre, vejaciones, injusticias, y lo único que podemos hacer para mejorar es ser buenos humanos, ayudar a quienes podamos, querer a los animales, a las naturaleza, a quienes están a nuestro lado.

Y el reloj suena de nuevo con 4 campanas suaves, y la calle está vacía, igual que mi botella de vino.


A veces, menos es más, y aquí hubo mucha hojarasca crepitando.

sábado, 9 de junio de 2018

Suicidio: Una realidad a medias.

La vida, esta rutinaria repetición de actividades con o sin mucho sentido, que se convierten en el monólogo del tiempo en que habitamos aquí. La vida, una secuencia de momentos llenos de emotividad que recorremos con o sin consciencia de lo acontecido. La vida, un regalo para muchos, una obligación para otros tantos que sin darse cuenta van girando en torno de un sol que poco alumbra. Momentos, experiencias, sentimientos extremos, expectativas, o solo sombras que se mueven sin control ninguno.
¿Libre albedrío? Ya no sé si se le puede llamar así, pero lo que si creo saber es que aquí estamos por ahora, ustedes y yo, viviendo a nuestra manera, respirando un aire que nos mantiene en el mismo camino, buscando razones de peso para continuar.
El amor y su antagónico se mezclan en un mismo segundo, la euforia nos cobija si estamos con suerte, como también lo puede hacer la maldita depresión, ese estado inconcebible de la mente, ese enigma que aun no puede explicarse más que con algunas técnicas fallidas de relajación, o con pastillas adictivas recetadas que no curan. Y después, caes en un vacío sin paracaídas, sin entender el por qué, sin ni siquiera percibir tu propia derrota. Es un instante que dura como eco, un destello de luz que se apaga dentro de vos; y luego en un parpadeo todo puede culminar. 
La palabra suicidio se viraliza, conmociona, asusta, se prenden las alarmas, incluso comienza a perder su marco de tabú para convertirse en una realidad que nos toca a todos por igual. Pensamos erróneamente que aquellos que están más propensos a quitarse la vida son los que padecen fracasos, los que viven en el filo del abismo, aquellos que sufren porque la vida es injusta, porque la suerte no está de su lado; pero no es así. Luego vemos a quienes aparentemente lo tienen todo, y nos horrorizamos al imaginar una soga alrededor de sus cuellos. Y entonces surgen toda clase de preguntas vanas, de señalamientos religiosos, de frases inoportunas, de juzgamiento basado en la ignorancia de las circunstancias.
Pero pocos, muy pocos entienden en realidad lo que sucede en una mente deprimida. Es un segundo de inercia, un solo segundo donde se acaba la vida. 
Hace muchos años, en un mágico segundo como ese, acerqué un revolver a mi cabeza y sin premeditación disparé. 
Los sonidos del martillo y del tambor giratorio de aquel arma aturdieron mi realidad. Me di cuenta inmediatamente lo que había sucedido, y petrificado sentí mi llanto como nunca antes.  
Ha pasado mucho tiempo desde aquella tarde soleada para otros. Y la vida siga su curso, conmigo en esta ocasión. Y me he desprendido de tabúes, y aprendí a sincerarme, a intentar que mis vivencias puedan aportar algo a quienes lo necesiten, a aprender de otros, a entender que la vida siempre seguirá de largo.
Ahora bien, este escrito no es una llamada personal de auxilio en absoluto, no tengo ideas suicidas, es más, estoy seguro que mi muerte no vendrá por mi propia mano; pero ya es hora de hablar de este tema sin tapujos. La mente es una maquina compleja, poderosa, pero aun no la entendemos, y pueden ser muchos los factores que perjudiquen un momento y conlleven a una tragedia. 
Debemos estar más atentos de quienes están a nuestro lado, de quienes conforman nuestros círculos de convivencia, de quienes amamos, y de nosotros mismos. Pedir ayuda en un momento de oscuridad no debería ser vergonzoso, pues todos tendremos momentos similares durante el camino, especialmente en un mundo tan patas arriba como el que hemos creado. 
—¿Y si están callando a muchos que saben más de la cuenta, y hacen parecer que se suicidaron?—, me preguntó Ricardo, un buen amigo con el que hablaba hoy de estos temas, argumentando que muchas muertes carecen de sentido.

—No sé qué responderte—, le dije pensativo, y pensativo seguiré hasta que pueda.

domingo, 3 de junio de 2018

¿Dónde está mi nariz?

Y de nuevo me doy cuenta que algunos de mis sentidos funcionan a medias, especialmente cuando la oscuridad se apodera de mi habitación, y al tratar de rascarme la nariz no logro hacer contacto directo con ella en el primer intento. Mi locomoción tampoco es la mejor de todas, nunca lo ha sido, pero aun así me he dado mis mañas para lograr minimizar los accidentes ocasionados por mi torpeza constante. Ahora, lo único que debo hacer es tratar de enfocarme un poco más cuando realizo tareas manuales, y de esa manera prevengo las futuras situaciones anómalas a las que estoy mal acostumbrado.

Mi oído tampoco es comparable al de los perros. Trabajé tanto tiempo en bares con decibeles tan altos, que creo que perdí una buena capacidad de percepción del sonido. Mis ojos ya operados una vez, han regresado a un estado de miopía no atractiva, y sin mis antiparras es poco lo que puedo ver. Pero sin ánimo de ufanarme, puedo decir que ese sexto sentido no oficial del que muchos hablan, es el más desarrollado que tengo. Quizá es una forma de balance universal, o un regalo hereditario de mi tía Cielo, de quien dice la leyenda, tenía capacidades extrasensoriales de las que muchos se beneficiaban (menos ella).
Son esas corazonadas que dan más abajo del pecho, mal llamémoslas entonces “estomagadas”, pues es allí donde se origina la sensación de alerta que me embarga con frecuencia, y la que he aprendido a vigilar de cerca. 

Los domingos —después de las 4 pm—, tienden a teñirsen de melancolía e incertidumbre, es como si un velo empolvado se posara en mis ojos y me empañaran a medias la vida; siempre han sido iguales. Puedo afirmar que son incluso peores que los lunes, pues traen consigo un oleaje de presión por la semana que se avecina, como si hubieras quedado mal herido antes de comenzar la batalla. Y mientras más se acerca la noche, el sentimiento de malestar se hace más grande, logrando que el segundero gire con sevicia emitiendo sonidos de burla en mi contra. Pero el de hoy fue un domingo diferente, porque como dice una canción lejana, encontré en una caja musical “mi mágico aposento, mi pequeño castillo”. Y allí entró en juego el sexto sentido, el de la percepción inesperada, esa que ataca por sorpresa pero que no te sorprende con el resultado. 

Durante gran parte de mis cuatro décadas me vi abocado a hacer juicios de valores sobre mi accionar, mis decisiones, incluso mis pensamientos; y comprendí un poco tarde que limitar muchas de ellas entre bien y mal, entre lo indicado o lo erróneo, solamente coartaba mi libertad. Aprendí a darme la oportunidad de sentir más allá de los cánones sociales estipulados, a pensar sin puertas en la cabeza, a abrir la mente ante diferentes situaciones atípicas,  a crear a pesar de ser juzgado, a otorgar el beneficio de la duda antes de juzgar, a mirar el mundo con doble visión, y a ser el dueño de mis riesgos. 

Tal como lo dice el neurocientífico argentino Facundo Manes, en su libro El cerebro del futuro —libro que recomiendo con ahínco—, “... se ha evidenciado que las emociones enriquecen nuestra vida mental y que estas nos llevan a buscar el placer y evitar el dolor”. 


¿Así que por qué no darnos la oportunidad de sentir más? Les aseguro que el intento vale la pena. Feliz semana para todos.

jueves, 24 de mayo de 2018

Chris Cornell y un yogurt de cereza.

Ha pasado algún tiempo desde que publiqué una columna en este espacio, pero han sido días complicados, semanas de batalla, meses convulsionados, donde el giro de la vida me ha dejado lecciones importantes, bofetadas, pérdidas, pero sobre todo donde me he dado cuenta una vez más que la adversidad tiene magia propia, pues es en ella donde emana la fuerza que nos falta a veces para seguir adelante. 

Creo haber leído en alguna hoja, que día sin tropiezo es igual a jornada sin aprendizaje, y lo único que puedo pensar ahora, es que quien escribió tal concepto se justifica con ideas positivas absurdas para darse ánimos. La verdad, es que el aprendizaje está por doquier, en los buenos y en los malos momentos; lo que sucede es que estamos condicionados a analizar las circunstancias con mayor detenimiento en instantes oscuros, en calamidades, en las caídas, y por ignorancia o ingenuidad (que son la misma cosa), pensamos que los buenos tiempos son afines a nuestra condición de vivientes.

Y las hojas han caído de los árboles, y la lluvia se ha dejado venir sobre el asfalto, ese suelo frío e inerme que piso a diario, y en el que he mojado mis sentidos con sangre, con un fuerte dolor de cabeza que se ha propagado hasta los dedos de los pies, y con el que he aprendido a convivir sin opción alguna por el momento. Y escuchando a mi cantante favorito en esta madrugada, me acuerdo que a veces no importa que las ideas tengan sentido para todos, pues lo importante es que en el laberinto de tu cabeza se desarrolle una trama lo suficientemente poderosa para saciar el absurdo.

Me acuerdo con detalles cuando tenía 8 años y me enamoré de Claudia, una musa de mi edad que me regalaba tarjetitas diciéndome que un amigo como yo hacía la vida más bella, y por la que escuchaba las canciones románticas de Perales, suspirando en las noches de lluvia. Y luego, solamente meses más tarde, ese amor de colegio ya no estaba, había desaparecido de mi pecho y de mi mente, pero llegaba Sandra, y un mes más tarde Lina Paola, y luego Viviana quizá, o Andrea, o Pilar, y entonces conocí a mi guitarra, y la toqué con pasión, y así le escribí prosas a ellas, y a otras que no conocía, y a mis amigos, y al futuro incierto, y a la injusticia, y también a la muerte, y me enamoré de ella con locura, y ella de mí, y entonces le escribí poemas, y en un piano viejo escuché su voz por primera vez, y luego llegaron las botellas, y la euforia de la primavera, y los viajes sin regreso, y entonces se me quebró la memoria, y también algunos huesos, y me salieron arrugas en los recuerdos, y decidí hacerme fuerte, y no lo logré hasta ahora, tal vez porque jamás lo he querido lo suficiente.

Y perdí en la ruleta, y pagué altos precios por mis errores y por los errores de otros, y menosprecié momentos que se esfumaron para siempre, y algunas voces que amaba se apagaron delante de mis ojos, y entonces me perdí en un callejón sin salida por años, y divagué en el mismo punto sin movimiento, era como estar paralizado, sin rotación ni traslación, sin que nadie se diera cuenta que estaba ahogado por mi propia saliva.

Es que no es fácil entender que el mundo no gira para vos, y llega la negación fundada en prácticas comunes sin sentido, en foros etéreos, en ficciones arraigadas en nuestros entornos sociales, en mantras inentendibles que pensamos milagrosos. Pero un día cualquiera, en mi caso un jueves, la mirada interna me cambió, y entendí el mejor secreto que yo mismo me había reservado, y fue ahí cuando al comprender que yo era el artífice de mi masoquismo infinito, me despojé de aquellos demonios que me asechaban sin sentido; y fui libre por primera vez.

Poco hablo de mi con seriedad, muy poco; incluso puedo afirmar que solo yo me conozco a fondo, solo yo. Pero a veces, como hay cosas que no me gustan de mi mismo, intento crear los mundos que las voces internas no conocen, y es allí donde puedo ver todo y donde soy testigo hasta del movimiento de la más diminuta partícula, de aquellos iones que nos conforman, de esa memoria colectiva y sabia, de la infinidad que llevamos en cada pelo. 

No, no estoy escribiendo bajo sustancias químicas, a no ser que el yogurt de cereza esté caduco, y entonces ya estaría vomitando más que estas palabras.

Les recomiendo escuchar la voz majestuosa de Chris Cornell, no se arrepentirán. 



viernes, 20 de abril de 2018

Adiós, bienvenidos y buena suerte.

Los días son sorpresivos.
En la mañana del viernes asistí al funeral del esposo de una compañera de trabajo, hecho este que marcó mi semana y me ha hizo analizar la fragilidad de la propia vida.
Sin entrar en detalles, puedo decir que fue una muerte inesperada, una que nos tomó a todos por sorpresa y nos embargó en la tristeza máxima.

Al salir de la capilla, recibí una llamada de un buen amigo, en la que me contaba emocionado que su bebé había acabado de nacer. La noticia afloró una sonrisa en mi alma, y a cientos de kilómetros de distancia lo felicité y me uní a su alegría.

Pero ese mismo día, (y no es un viernes 13), recibí la noticia de la muerte de un gran amigo. Willie acababa de tener un infarto masivo que le arrebató la vida en un instante. Nuevamente me sumía en la tristeza de una partida repentina. Willie es un paraguayo de 65 años que vive en Nueva York (y si escribo en presente porque aun no tengo la capacidad de realismo para hacerlo en pretérito; pero intentaré hacerlo). Fue la persona que cuando llegué con mi familia procedente de Colombia, nos abrió las puertas de su vida, de su hogar, de su círculo, y nos arropó a todos, brindándonos enormes ayudas en momentos difíciles. Willie fue aquel ángel humano que siempre ayudó a todos por igual, esa persona que entendió que el significado de la vida es servir, el tipo al que todos acudimos por consejos, y que sin rayar en el prototipo absurdo del abuelito-sabio, buscaba aventuras diarias montado en su moto, para luego hacer chistes de colores fuertes, y terminar cualquier jornada con un plato de carne asada y una copa de vino tinto.

La imagen de Willie no se borra de mi mente, ni sus dichos, sus acciones jocosas y la conversación que tuvimos la última vez. 

Destapé una cerveza y brindé entonces por Willie, por Ismael (el esposo de mi amiga), y por Esmeralda, la pequeña de mi amigo; pensando que en la vida todo llega y pasa, y se renuevan los días, y nada se detiene, y el tiempo corre deprisa, y el camino de la historia nunca cesa pero las huellas desaparecen.

Y mañana hay una boda. Y se casan dos amigos que pronto procrearán nuevas huellas para que prosigan el sendero interminable de la ausencia, y alumbrarán con sus risas otras vidas, y sufrirán la partida de los que aman, y luego ellos también se irán como hoy lo hacen Ismael y Willie, y sus hijos emularán el ciclo macabro lleno de magia, la rueda que no detiene el giro, esa que se mueve con el viento que emana del movimiento de los que parten.

Adiós chicos, bienvenida bebé hermosa, y buena suerte tortolítos enamorados. Cada uno es una historia diferente dentro del mismo libro.








martes, 10 de abril de 2018

Vivir dos veces

La memoria… ese ser incomprensible y misterioso que juega a su antojo con los sentimientos ajenos, y que sin avisar logra crear los momentos más sublimes de la existencia, pues el recuerdo se vive doblemente.

La hojarasca anterior deriva de una canción que escuché hace unas horas, y que me transportó a una época donde mi vida era distinta, donde seres que ya no están presentes ocupaban roles protagónicos en mi película diaria, donde el tiempo marchaba con pasos despaciosos, cautos, y la vida me alcanzaba para todo.

Seguí entonces escuchando la canción, y al llegar al coro, viajé por un túnel directo al pasado, donde encontré a mi hermana mayor hecha una pequeña, con su uniforme azul, llamándome con su manita para que jugáramos en la planta baja de mi casa que estaba desocupada, y donde nos esperaba un triciclo verde y una casa de muñecas para su Barbie y su Ken.

Y pidiendo con el alma que la canción no terminara, accedí a acompañarla, y al bajar las escalas internas de mi casa, sentí el olor a cemento húmedo producto de la construcción que allí se llevaba a cabo. Vi las paredes azules, los muros intactos con sus columnas donde nos sentábamos a imitar columpios que nos levantaban hasta una nube, las puertas dobles de madera con aldabas de hierro, las baldosas amarillas con manchas rojizas, el patio con paredes en ladrillo sin resanar, formando figurillas de súper heroes y villanos con los que armábamos historias que nunca acababan. 

La canción terminó intempestivamente, pero ahora, mi memoria anárquica estaba sumida en aquel momento mágico, donde veía a los míos, a los que ya no veo, a esos que tantos nos amaban. Y siento el olor de los viejos, de esos viejos que fueron todo un día, y con sus miradas pasivas me llenan. 

Y ahora, mi memoria se ha encargado de que mis pupilas se llenen de lluvia, y aunque ya suena otra canción que no me recuerda nada, sigo absorto en aquel momento que pensaba olvidado, aquel instante del que no tuve consciencia plena y que valía tanto.

Respiro profundo mientras me limpio la cara, y un suspiro me invade el alma.
Ahora, levanto la mirada, y miro la ventana que tengo al frente de mi escritorio. El sol se refleja sobre la calle, creando la sombra de algunas palmeras que se mueven por el viento del día. Y me doy cuenta que el tiempo ha pasado, y que estoy solo, sin ellos, sin poder llamarlos o regresar a la casa de los bajos para abrazarlos, y robarme los dulces que escondían en sus batas levantadoras adrede, y jugar a armar aviones de plastilina. 

Pero como las canciones, los recuerdos permanecen intactos en un cajón misterioso que todos llevamos, quizá no lo abrimos con regularidad, pues lo que allí hallamos nos puede causar terremotos internos; aunque de vez en cuando es necesario volver a tocar base con la única realidad que tenemos, la que vivimos, esa que es nuestra y que nadie puede robarnos.

Es cierto; cuando recordamos vivimos doblemente, para bien o para mal.


¡Viva la memoria! aunque a veces nos tome desprevenidos, fuera de base; y nos sumerja en los océanos de los que jamas logramos naufragar, ya sea porque nunca quisimos hacerlo, o porque por mas que nademos no existe una orilla en la que queramos acampar.






domingo, 1 de abril de 2018

Mi día de suerte.

Abro la galleta china de la suerte después de comer en el restaurante de mi amiga Lee, y me dispongo a leer con entusiasmo el mensaje mágico que conlleva:
“Hoy es tu día de suerte…una buena noticia a puertas”.
Inmediatamente una llama de buena vibra me recorre el cuerpo, y el poder de la sugestión se apodera de mi ser. Me siento como si fuera el dueño del universo, incluso siento que tengo unos centímetros más de estatura y unos menos de barriga.
Pago entonces mi cuenta con enorme satisfacción, sabiendo de antemano que es mi día de suerte y que no tengo limites por las siguientes horas.
El mesero, un hombre treintañero, achinado y con poco manejo en el idioma extranjero, se ha limitado a sonreírme con timidez cada vez que le pido algo, y ahora no lo veo para despedirme. Me acerco entonces a mi amiga Lee y le doy un abrazo de despedida, de gratitud por su amistad sincera; pero al voltear hacia la salida, aquel sujeto que se había perdido de mi radar me choca con una bandeja llena de refrescos, y me los tira sobre la ropa dejándome empapado.
-Soly soly-, indica asustado queriéndome limpiar, pero no hay mucho qué hacer para evitar que tenga que regresar a casa a tomar una ducha y vestirme de nuevo. Le digo que no se preocupe, que accidentes pasan todos los días, además pienso que es mi día de suerte y nada ni nadie podrá evitar que tenga un final feliz.
Camino entonces con rumbo a mi carro, sin percatarme que unos pasos más adelante hay una caca de perro que no han limpiado y en la que poso mi zapato, sintiendo cómo se sumerge la suela del mismo en aquella movediza plasta. Maldigo por primera vez, imaginándome a la bestia, que no limpió aquel excremento. 
Los próximos quince minutos los invierto en la limpieza de mi zapato, y en quitar la olorosa mierda de los canales curvos de la suela. Para tal efecto, uso una de las muchas llaves que siempre cargo, y la que aun no sé qué puerta abre, pero por lo menos ahora ha servido para algo.
Arrojo el zapato medio untado al suelo de la parte de atrás del auto, y entro a brincos evitando que el pie toque el asfalto mojado por la lluvia que ha comenzado a caer.
Prendo el carro y me doy cuenta que hay una luz encendida (la de la gasolina), y presumo que con el combustible que reside en el fondo de mi tanque no será suficiente para llegar a casa. Maldigo por segunda vez, ya que tuve la oportunidad de ir a la gasolinera en la mañana, pero lo pospuse porque me he acostumbrado a posponer todo en mi vida.
Ahora cae un aguacero dilúvico, solo tengo puesto un zapato, y no tenia presupuestado regresar a casa.
—Llegaré tarde a trabajar—, aseguro molesto mentalmente mientras busco un plan para ahorrar tiempo, pero no lo hallo.
Respiro con profundidad; y leyendo el mensaje chino me digo molesto: —Vaya día de suerte. Gente de mierda la que escribe estas putas galletitas—.
Encuentro una estación de gasolina y resuelvo el primer problema, luego me dirijo a casa, me doy una ducha maratónica y en cinco minutos vuelvo a entrar al auto, que ahora apesta porque se me olvidó bajar el zapato.
Prendó el aire acondicionado a todo lo que da, aviso a un par de colegas que me tardaré un poco, y emprendo mi ruta, para encontrarme minutos luego con un trancón vehicular generado por la precipitación y un accidente cualquiera que paraliza al menos dos carriles de la autopista.
—Mi día de suerte—, pienso por enésima vez, mientras contesto una llamada que no esperaba en absoluto.
Al colgar, decido entonces tomar la primera salida que encuentro, y parar en una tienda de café. Paso las siguientes horas digiriendo la vida y su contexto, con la mente posada en el camino recorrido, en los recuerdos, con las manos aún frías y las palpitaciones haciendo ruido en mi cabeza.
Decido con el último sorbo del café aceptar la adversidad como parte del sendero, como balance de aquellos momentos de placer y calma que también recibo a menudo, como maestra de crecimiento y entidad complaciente de mi masoquismo extremo.
Regreso a la oficina un poco tarde, un poco mojado por dentro y por fuera, pero con la certeza plena de ser el dueño de mis emociones y mis actos, ahora más que siempre.
Solo horas más tarde me poso en unos brazos que me cobijan y me dan valor, luego en otros y en otros, y en las voces cálidas llenas de amor de quienes son cercanos, pocos pero suficientes para mí.
No puedo cerrar los ojos aunque sean las 4 de la mañana, de otra mañana que muchos damos por obligada, o que a veces ni siquiera la vemos pasar sobre nuestro cuerpo, sobre nuestra rutina, porque se ha convertido exactamente en eso: una macabra rutina, donde es lo mismo las 5 am que las 11, un trueno en la tarde que en la noche, un trino de un pájaro al salir el sol que cuando se oculta. Perdimos la noción de la importancia auténtica, y nos sumergimos en pantallas y pretensiones, en ganar adeptos y perder realidades, en maquinizarnos y crecer desde afuera, no desde adentro. 

Por fin entiendo ahora que la galletita del medio día tenía razón: es mi día de suerte, tengo suerte de estar aquí, pensando de la manera en que lo hago, y dispuesto a combatir al enemigo que a veces es mi mejor amigo.

lunes, 19 de marzo de 2018

Sin boleto de regreso


Con el paso de los años comienzan a generarse ideas diversas, como si con cada experiencia marcada en el cúmulo de hojas de calendario, la mente se volviera un aeropuerto internacional, donde pueden arribar sin pasaporte todas las opiniones derivadas de vivencias varias, y en donde vos decides cuales se quedarán a vivir en tu país.
Por cuestiones que no vienen al caso (porque el caso no perdura), puedo saborear con placer prolongado, los adioses que decido, esas deportaciones a la postrimería de quienes por ingenuidad logré confundir con circuitos arraigados a mi sistema, pero que en realidad carcomieron las entrañas del plan mismo.

Con el paso de las lunas, y con los fracasos diarios que nos llenan de luz, se puede seguir avanzando por el sendero, con calma imponente, con esa tranquilidad que te arropa el sueño y los ojos de tus seres amados.

Los pasos continúan, la mayoría de las veces torcidos, pero la mirada, con sus defectos y empaño, siempre está posicionada en la magia, esa que me hace cometer tantos errores adrede, esa de la que emanamos y que nos mueve como fichitas de juego de mesa.

Hoy entiendo menos el destino, pero más el camino, el que yo mismo pavimento al ritmo de mis ideas diversas.

Todos son bienvenidos a caminar un rato en él, luego yo decido quienes continúan a mi lado.



martes, 27 de febrero de 2018

La voz de la mente,

¿Y si dijéramos las cosas tal cual las pensamos?
¿Sería entonces un mundo más fácil de digerir que el actual, o por el contrario haríamos todo más complicado?
Muchas veces revestimos de filtros nuestras palabras para quedar bien con los demás, las adornamos con papeles de celofán plateados como si fueran regalos que debemos entregar con sutileza, evitando así herir susceptibilidades y lo más importante (lo menos importante), que no nos juzguen, señalen, o quedemos estereotipados como aquellos individuos rudos que hablan sin consideración por nadie.

La verdad duele, afirma siempre mi amigo David; pero es necesaria, le contesta mi amigo Luis Miguel, en una de nuestras conversaciones innocuas y constantes sobre los beneficios a largo plazo que tendría decir lo que pasa por nuestra mente de manera sincera.

La vida es corta, y aún más relevante que su duración debe ser la responsabilidad propia con que la debemos asumir. Intentar agradar a todos es simplemente una actitud pusilánime. Es vital tomar decisiones de vida, defender un punto de vista, tener una visión propia de nuestra realidad única, crecer como seres individuales, auténticos. 

Todos batallamos en guerras diversas, personales, y nadie aprende por errores cometidos por otros, pero tampoco nadie crece sin toparse de narices con el sentimiento de debilidad y cobardía que embarga la piel cuando sabemos que obramos de una forma equivocada solo por el hecho de buscar pertenencia a un grupo (sociedad) que está más perdido que nosotros.

La zona de comodidad es un enemigo acérrimo que nos sumerge en una pasividad viciosa, y comenzamos a girar dentro de una esfera enfermiza que debido a su velocidad imposibilita que salgamos de ella y por ende que crezcamos.

Las religiones, creadoras de brechas entre pecadores y redentores, generadoras de odios y manipuladoras de ideas salvadoras a su antojo, los cánones establecidos como imposiciones sociales, el desprecio por las diferencias, por los gustos sexuales ajenos a los 'convencionales', por la diversidad cultural, por las visiones libres y científicas que ponen en riesgo las verdades absolutas, nos han enterrado vivos por siempre. No hay manera de evolucionar como sociedad sin que nos deshagamos de estas cadenas que nos esclavizan.

Somos más de 7 mil millones de seres divagando en un planeta que nos acoge por obligación. Personas que sufren padecimientos extremos, hambre, soledad, humillaciones, abandono, secuestros, torturas; algunos con mentes tan brillantes que es casi imposible pertenecer a un plano que no los entiende y por ende sufren de vejaciones enmarcadas en tecnicismos que los aleja de la normalidad. 
¿Acaso no es más importante enfocarnos en aquellos que sufren en nuestro entorno, que en deidades que no vemos?
¿Acaso la supuesta salvación a la que muchos aspiran (no es mi caso), no debería lograrse ayudando a nuestros semejantes y no por medio de rezos y diezmos?
¿Será que seguimos haciendo todo al revés?

No hay que ir a la India para hallar pobreza absoluta, ni hacer el camino de Santiago para que la espiritualidad emane. No. Tenemos sufrimiento al lado; incluso si vivimos en Suiza.

Igual tengo confianza plena en el futuro lejano, y sé que los templos serán museos, y nadie dormirá en las calles a la intemperie, ni se aguantará hambre, ni se matará porque el dios de un bando es más importante que el del otro grupo de fanáticos. Creo en la evolución, y aunque esta se mueva a pasos de tortuga, aguardo en ella, aunque sea para imaginármela desde mi cuerpo irreal que un día desaparecerá para suerte de todos.