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sábado, 9 de junio de 2018

Suicidio: Una realidad a medias.

La vida, esta rutinaria repetición de actividades con o sin mucho sentido, que se convierten en el monólogo del tiempo en que habitamos aquí. La vida, una secuencia de momentos llenos de emotividad que recorremos con o sin consciencia de lo acontecido. La vida, un regalo para muchos, una obligación para otros tantos que sin darse cuenta van girando en torno de un sol que poco alumbra. Momentos, experiencias, sentimientos extremos, expectativas, o solo sombras que se mueven sin control ninguno.
¿Libre albedrío? Ya no sé si se le puede llamar así, pero lo que si creo saber es que aquí estamos por ahora, ustedes y yo, viviendo a nuestra manera, respirando un aire que nos mantiene en el mismo camino, buscando razones de peso para continuar.
El amor y su antagónico se mezclan en un mismo segundo, la euforia nos cobija si estamos con suerte, como también lo puede hacer la maldita depresión, ese estado inconcebible de la mente, ese enigma que aun no puede explicarse más que con algunas técnicas fallidas de relajación, o con pastillas adictivas recetadas que no curan. Y después, caes en un vacío sin paracaídas, sin entender el por qué, sin ni siquiera percibir tu propia derrota. Es un instante que dura como eco, un destello de luz que se apaga dentro de vos; y luego en un parpadeo todo puede culminar. 
La palabra suicidio se viraliza, conmociona, asusta, se prenden las alarmas, incluso comienza a perder su marco de tabú para convertirse en una realidad que nos toca a todos por igual. Pensamos erróneamente que aquellos que están más propensos a quitarse la vida son los que padecen fracasos, los que viven en el filo del abismo, aquellos que sufren porque la vida es injusta, porque la suerte no está de su lado; pero no es así. Luego vemos a quienes aparentemente lo tienen todo, y nos horrorizamos al imaginar una soga alrededor de sus cuellos. Y entonces surgen toda clase de preguntas vanas, de señalamientos religiosos, de frases inoportunas, de juzgamiento basado en la ignorancia de las circunstancias.
Pero pocos, muy pocos entienden en realidad lo que sucede en una mente deprimida. Es un segundo de inercia, un solo segundo donde se acaba la vida. 
Hace muchos años, en un mágico segundo como ese, acerqué un revolver a mi cabeza y sin premeditación disparé. 
Los sonidos del martillo y del tambor giratorio de aquel arma aturdieron mi realidad. Me di cuenta inmediatamente lo que había sucedido, y petrificado sentí mi llanto como nunca antes.  
Ha pasado mucho tiempo desde aquella tarde soleada para otros. Y la vida siga su curso, conmigo en esta ocasión. Y me he desprendido de tabúes, y aprendí a sincerarme, a intentar que mis vivencias puedan aportar algo a quienes lo necesiten, a aprender de otros, a entender que la vida siempre seguirá de largo.
Ahora bien, este escrito no es una llamada personal de auxilio en absoluto, no tengo ideas suicidas, es más, estoy seguro que mi muerte no vendrá por mi propia mano; pero ya es hora de hablar de este tema sin tapujos. La mente es una maquina compleja, poderosa, pero aun no la entendemos, y pueden ser muchos los factores que perjudiquen un momento y conlleven a una tragedia. 
Debemos estar más atentos de quienes están a nuestro lado, de quienes conforman nuestros círculos de convivencia, de quienes amamos, y de nosotros mismos. Pedir ayuda en un momento de oscuridad no debería ser vergonzoso, pues todos tendremos momentos similares durante el camino, especialmente en un mundo tan patas arriba como el que hemos creado. 
—¿Y si están callando a muchos que saben más de la cuenta, y hacen parecer que se suicidaron?—, me preguntó Ricardo, un buen amigo con el que hablaba hoy de estos temas, argumentando que muchas muertes carecen de sentido.

—No sé qué responderte—, le dije pensativo, y pensativo seguiré hasta que pueda.

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