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domingo, 24 de junio de 2018

Las ovejas soleadas.

Llevo muchos días sin dormir lo suficiente, he perdido la cuenta ya de ellos, quizá son semanas, tal vez meses de 365 días, no me acuerdo bien. Según he escuchado las historias de mi Matilde, nunca dormí bien en las noches, mientras que en el día pasaba las horas navegando entre nubes y haciendo silencios que se convirtieron en hábitos. Pero ah, en las noches todo cambia, y mi mente se activa, y mis ideas trastocadas se arruman esperando quedar plasmadas de alguna forma, y mis ojos se niegan a cerrarse como la mayoría de ojos. Mi vieja dice que tengo el sueño cambiado desde siempre, y que nacer a media noche ha sido un determinante en mi camino noctámbulo.

Y es por eso que me gusta salir a caminar en la madrugada, teniendo suerte de que mis calles vecinas son tranquilas, pues vivo en una ciudad donde la inseguridad no es un factor constante. Me gusta bajar por las escaleras de mi edificio y evitar el elevador, ya que las luces en aquella caja mecánica son muy fuertes, y prefiero estar en las sombras. Al llegar a la planta baja, siempre salgo por una puerta ubicada a un costado del escritorio de Arturo, el vigilante que con los párpados medio cerrados intenta hacer su trabajo aburrido y monótono. Sin que él se de cuenta logro salir a la calle, como si estuviera escapando, pero es que prefiero evitar sus preguntas curiosas.

Es maravilloso respirar el aire de la madrugada, escuchar a los bichitos que cantan o roncan entre los arbustos, y sentir la pasividad momentánea de la vida, de este ciclo de locura en el que giro. 

Y hace algo de frío, el suficiente para refrescar mi memoria y acordarme de una canción sobre la noche, la que voy tarareando mientras camino alrededor de mi vecindario. Y pateo una piedrita emulando marcar un gol mundialista, y luego unos pasos más allá, me siento al borde de un jardín y miro el firmamento estrellado, y no puedo evitar pensar cuántas almas están en esos planetas lejanos sintiéndose tan perdidos como yo. 

Un carro de la policía se acerca, creo que los dos uniformados que lo ocupan me han visto caminando de manera sospechosa, y ahora me cuestionan aquella caminata nocturna. Me piden los documentos que no tengo, pues salí a caminar sin ni siquiera el teléfono. Les explico que vivo cerca, y que tengo insomnio. Intento también contarles que nací a media noche y que Matilde induce que por eso no duermo de manera normal, pero ellos me interrumpen, preguntándome que si acaso soy el que se sienta en el parquecito de la esquina a leer en la madrugada. Aduzco que la luz en aquel sitio es fabulosa a esas horas, y que el silencio es propicio para hacerlo.

—Siempre te vemos allí, pensábamos que estabas loco. ¿Quién lee a esa hora?—, me dice el más sincero, un hombre robusto que me regala una sonrisa.

Quiero contestarle que no estoy loco, que es solo que tengo el sueño cambiado, pero decido no emitir palabra, pues de una u otra forma la autoridad siempre me ha generado una especie de intranquilidad cercana a la desconfianza. 

—¿Y hoy no vas a leer nada?—, pregunta el segundo sujeto.

—No, hoy solo estoy explorando las calles, pensando…

Los dos hombres se miran mutuamente en silencio. Luego me dicen que pruebe tomarme una copa de vino rojo antes de acostarme, y que no salga sin una identificación. 

Yo les sonrió sin ganas, a sabiendas que aquel remedio no funciona, ni tampoco la leche caliente, ni la melatonina, ni la valeriana, ni ver una película, o meditar, o tener un orgasmo, o contar ovejas saltando, o cerrar los ojos forzándome a quedarme dormido.


La patrulla se marcha sin luces, y yo decido hacer lo mismo y regresar a casa, seguro de que al salir el sol, también saldrán con él las ovejas, queriendo que las cuente.

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