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viernes, 7 de marzo de 2014

Celebro desde ya!

Suena mi teléfono a las 4 de la mañana. Minutos antes he decidido que debo dormir, y es por eso que el libro que leía y mi vaso de vino rojo vacío permanecen tibios en mi mesa de noche.

Prendo la lámpara y miro la pantalla del celular. Es un número de muchos dígitos que no reconozco.

-Hola-, contesto mientras pienso que son malas noticias de mi país. No es que sea negativo, pero esas llamadas de madrugada siempre me parecen sospechosas.
Del otro lado de la línea escucho que cantan el feliz cumpleaños en un idioma desconocido. Percibo la voz de un hombre, una mujer y un infante que ríe en el fondo.

Luego, alguien me dice:
-Héctor: Felicidades en tu día hermano-

Inmediatamente sé que es uno de mis mejores amigos que vive en Ámsterdam con su esposa y la pequeña hija de ambos. Los tres me felicitan, aunque ella y la bebé no hablan ni español ni inglés, pero quiero creer que me desean lo mejor.
Agradezco aquel gesto de amistad, y dudo si debo decirles que todavía falta una semana para mi cumpleaños. Decido entonces no expresar nada de fechas aún.

Charlamos un poco sobre nuestras vidas. La pequeña Beanka de 5 añitos me dice tío (según mi amigo), y yo le digo a él, que le diga que la quiero.
-¿Cuándo vienes a visitarme?- me pregunta, y le cuento que estoy planeándolo desde hace más de 5 años, y que espero pronto ir a conocer a mi sobrina putativa.

Me habla de Ámsterdam, de su trabajo, de su familia, de sus amigas, de sus constantes fiestas, y entre una cosa y otra decido servirme un nuevo vinito, y contarle sobre mi vida, mi trabajo, mi familia, mis pocas fiestas, y mis planes futuros.
-Y… ¿qué harás hoy en tu cumpleaños?-, pregunta con curiosidad.

-La verdad es que el cumpleaños es la semana entrante-, le digo, -pero con tu llamada comienzo a celebrarlo desde hoy-
Ambos reímos, y mi amigo le cuenta a su familia sobre el error. Ahora reímos los 4 en el mismo idioma.

Tras otros minutos de charla amena, nos despedimos, no sin antes volver a escuchar a mi sobrina holandesa hablando en su idioma palabras que no entiendo.
Cuelgo la llamada. Miro el reloj de pared. Son las 5 de la mañana. Miro la botella de vino y me sirvo en la copa lo poco que queda allí, al fin y al cabo hoy comienzo a celebrar mi cumpleaños.

jueves, 6 de marzo de 2014

Pie seco, pie mojado.


Un anuncio de posible tornado invadió hoy los noticieros locales en Miami. La fuerte alarma llegó a mis ojos a través de las redes sociales. Aguaceros y vientos violentos eran pronosticados por los expertos en la materia, quienes manifestaban que la alerta estaría latente hasta las 7 de la noche.
Inmediatamente imaginé el firmamento oscuro y nubes grises posicionándose sobre la ciudad.

–Debo irme temprano a la oficina antes de que me agarre en carretera el diluvio anunciado–, pensé con preocupación. Luego me asomé por la ventana para ver el oscuro día, pero me encontré con un paisaje radiante. El sol brillaba en su esplendor, los pajaritos cantaban sobre las flores, y el cielo azul no tenía ni una sola nube que anunciara lluvia.
No pude dejar de evocar al meteorólogo que daba el tiempo durante mi adolescencia y que siempre que hablaba de lluvia, no caía ni una sola gota, o cuando indicaba que tendríamos una tarde soleada, nos empapábamos con tormentas inesperadas. Era tal su desacierto, que muchos comenzamos a hacer lo contrario de sus consejos.

–Lunes de sol en la ciudad–, indicaba el erróneo sujeto, y la primera reacción de familias enteras era ir en busca del paraguas para protegerse de la tempestad no detectada por aquel profesional del equívoco.
Tal como él, pensé que los expertos de Miami habían fallado en sus predicciones. Mi preocupación desvaneció por completo, y opté entonces por irme a nadar y tomar un poco de sol.

Horas más tarde salí de mi apartamento con rumbo al trabajo. Me acompañaba el mismo sol de la mañana, y el azul del infinito me llenaba de tranquilidad mental.
15 minutos luego, estaba atascado en el tráfico de la 1 de la tarde sobre una carretera que conduce al centro de la ciudad. De un momento a otro alguien apagó la luz, y el firmamento se llenó de capas grises que taparon el astro rey.

Un trueno espeso resonó en los 4 puntos cardinales de mi Toyota.
–Ay carajo. Creo que si habrá tornado–, pensé, mientras las primeras gotas caían sobre mi parabrisas. Las plumillas comenzaron a moverse de un lado al otro con rapidez, pero el diluvio era más ágil que ellas, y mi visión empeoró.

Un nuevo trueno invadió el ambiente. Apague entonces el radio para ver mejor (como siempre me pasa), y esperé a que las trompetas del apocalipsis iniciaran su función; pero para mi suerte los trompetistas no llegaron.
El congestionamiento vehicular se acrecentó con los segundos. Supuse que al igual que yo, nadie veía casi nada, y lo confirmé con el choque de dos carros en la línea izquierda de la carretera.

Evitando terminar estrellado, me pasé al extremo derecho, -donde circulan los autos que viajan a menor velocidad-, pero donde tardaría el doble en arribar a mi destino.
–Es mejor perder un minuto en la vida, y no la vida en un minuto–, imaginé me diría mi sabio padre, así que decidí perder muchos minutos e irme seguro.

Después de casi una hora, llegué a mi edificio sano, salvo y seco. Entré al parqueadero techado, pero no encontré lugar en el primer piso, tampoco en el segundo, tercero, cuarto o quinto, y el único sitio que me faltaba por explorar era la terraza destechada, donde pensaba estarían disponibles muchos espacios para dejar mi carro. Pero no fue así, ya que incluso la azotea del edificio estaba llena, y el único puesto disponible quedaba al extremo opuesto de la puerta de entrada.
Ingenuamente busqué un paraguas en el auto, pero caí en cuenta que ni siquiera tengo uno en casa.

Intentando ser creativo comencé a planear mi salida del vehículo:
Un saco viejo reposaba en el puesto trasero, así que me lo pondría en la cabeza como gitana de feria. Saqué un paquete de papitas y una coca cola de una bolsa plástica, y me puse la bolsa como bota, haciéndole un nudo sobre el zapato. El problema es que no había otra bolsa, así que me empaparía el otro zapato.

El vendaval no menguaba en absoluto. Pensé en recorrer otra vez el parqueadero buscando un nuevo sitio, pero desistí de la idea al ver subir nuevos autos que tenían que bajar sin encontrar espacio.
Resolví entonces quitarme la media del pie sin cubrir, y metérmela en el bolsillo. Calculé el camino hacia la puerta principal, (mi meta). Si todo salía como lo había planeado llegaría allí en aproximadamente tres truenos más, y me tendría que ir recostado a los otros autos aparcados, para evitar meterme en charcos y terminar nadando en aquel techo.

–A la una, a las dos–, respiré hondo…– Y a las tres–.
Salí entonces del carro dando brincos como un renacuajo, y esquivando las lagunas formadas por el aluvión. Tras unos breves metros, sentí que el zapato izquierdo ya estaba hecho un desastre. Mis dedos comenzaban a flotar sin salvavidas. Miré la distancia que me faltaba, pero la puerta cada vez estaba más lejos.

El saco viejo de mi cabeza no me protegía como lo habíamos acordado. Los tres truenos pasaron y aún mi llegada no era contundente.

Por fin arribé a la meta, pero mi esqueleto estaba ya pasado por agua, especialmente las 5 extremidades de mi pie izquierdo, que buceaban en búsqueda de un espécimen marino.
Agradecí tener las medias en mi bolsillo. Bajé entonces a mi oficina, fui al baño y me sequé con papel, luego me puse la media, y salí caminando con un zapato en la mano, esperando que nadie lo notara. Efectivamente nadie lo hizo.

Pasé la tarde entera sentado en mi escritorio trabajando, y cruzando los dedos para que no tuviera que asistir a una reunión inesperada, ya que me tocaría usar el zapato enlagunado.
La noche llegó, la lluvia menguó por completo, y yo terminé mi día laboral.

Metí muchas servilletas en el zapato mojado antes de ponérmelo nuevamente.
Los estornudos no se hicieron esperar, como tampoco pospondré la compra del paraguas que no tengo.

martes, 4 de marzo de 2014

Un posible avistamiento.

Llego a la oficina y me concentro en mi trabajo diario. Respondo los correos pendientes, me reúno con mi equipo de trabajo a programar las semanas próximas, contesto algunas llamadas telefónicas “urgentes”, escribo algunos contenidos cotidianos, y entre una cosa y la otra las horas van pasando sin que me entere. Al mirar el reloj me doy cuenta de que son las 10:30 de la noche. Comienzo entonces a empacar mi maletín y a organizar mi escritorio para ir a casa a descansar, pero antes de abandonar mi lugar de trabajo observo una lucecita roja en mi teléfono de escritorio, indicándome que tengo un nuevo mensaje de voz.

–Mañana lo escucho–, me digo por unos breves segundos, pero me conozco demasiado bien y sé que no podré esperar hasta el día siguiente.
Vuelvo a sentarme en mi silla negra, y marco las claves para acceder al mensaje.

Al escucharlo, un frío me recorre el cuerpo, y debo apretar la tecla 0, para oírlo dos veces más.

Es un hombre que se identifica plenamente y que me dice con voz misteriosa que lleva 3 madrugadas seguidas observando un ‘Objeto Volador No Identificado’ –OVNI–, sobre la bahía en la que se encuentra mi edificio.

Intento reconocerle la voz, pensando que es posible que un amigo me quiera jugar una broma, pero por más que me enfoco en la grave voz telefónica, no la asocio con ninguno de mis conocidos.

–El objeto aparece a las 3 de la mañana, es similar a una estrella gigante pero con luces rojas y verdes–, menciona aquel hombre en el mensaje telefónico.

Miro el reloj en mi muñeca izquierda. Son las 10:45 pm.

Me pregunto si de pronto el aparato espacial está ya afuera con sus luces coloridas, y me dan ganas de salir corriendo hacia el final de la bahía para echarle un vistazo, pero me contengo siguiendo mi instinto nulo, y pensando que primero debo hablar directamente con el autor material de la llamada que ahora me tiene en ascuas.
Queriendo saber más de aquel mensaje, decido entonces llamar de vuelta al supuesto sujeto del avistamiento, aunque estoy consciente que bien se podría tratar de una broma radial, o de alguno de mis amigos con sed de venganza.

Nunca he dudado de la existencia de vida extraterrestre, es más, he tenido algunas experiencias personales con el tema (que me reservo). Pero no esperaba que alguien me llamara casi a medianoche para decirme que ve un Ovni prácticamente afuera de mi oficina.
La versión de aquel hombre suena sincera. Me cuenta con pelos y señales lo que ha observado en las tres madrugadas anteriores, y añade que está seguro que aquel objeto se posará allí una cuarta vez.

Aunque logro interesarme en la conversación, no puedo dejar de mirar a ambos lados esperando que alguien aparezca con burlas y diciéndome: ‘Caíste en la broma’, pero nadie llega, además no imagino qué clase de chiste pudiera llegar a ser este.
–Pasaré por allí ahora–, le digo a mi interlocutor, pero este me dice que tiene que ser a las 3 de la mañana, hora en la que comienza a aparecer en el firmamento la supuesta nave.

Tomo todos los datos de aquel hombre, al que le pregunto si tiene alguna foto que me pueda mostrar, pero me dice que su celular no captó bien el objeto y aparece solamente una luz movida en su pantalla.
–Usé unos binoculares para verlo. Alrededor de las 4 am el aparato luminoso sube rápidamente en el aire, y vuelve a bajar con fuerza, como si fuera un yoyo–, indica el sujeto, que al juzgar por su voz está llegando a los 60 años.

Imagino los yoyos con los que jugué en mi adolescencia y que nunca aprendí a controlar. Un día casi me quiebro un diente tratando de hacer la vuelta al mundo en 360 grados.
Cuelgo la llamada, tomo de nuevo mi maletín, pero en vez de dirigirme a mi auto, cambio el destino y camino hacia el final de la bahía, esperando ver o una estrella colorida moviéndose en círculos, o conocidos riéndose de mí. Incluso pienso por instantes que seré víctima de un asalto, por lo que tomo precauciones aprendidas en las calles colombianas.

Al llegar al destino encuentro una plazoleta solitaria. Hay un par de estrellas en el firmamento, pero ninguna se mueve ni emite colores. El viento helado proveniente de las aguas atlánticas se introduce en mis brazos, y lamento no tener un saquito para combatir las bajas temperaturas.

Tomo algunas fotos de lo que me rodea, del mar, de las estrellas, del puerto, de los edificios, hasta que la batería de mi iPhone decide que no me acompañará más.
Emprendo mi huida a casa, con la mente puesta en el posible avistamiento de las próximas horas, y aun dudando en la veracidad de aquella llamada.

Mientras conduzco a mi hogar (45 minutos de camino) no paro de observar cualquier luz que brilla en el cielo, y por momentos me tiento a devolverme, pero no lo hago.
–Mañana me preparo bien y me quedo–, pienso con convicción.

Hoy, he llamado nuevamente a aquel sujeto a preguntarle si volvió a ver el “ovni”, pero ahora su teléfono aparece desconectado.
Realmente no sé si me quede esta noche en la bahía o no, pero por si las dudas, tengo conmigo un saco de lana y una bufanda que bien pueden acompañarme.