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jueves, 6 de marzo de 2014

Pie seco, pie mojado.


Un anuncio de posible tornado invadió hoy los noticieros locales en Miami. La fuerte alarma llegó a mis ojos a través de las redes sociales. Aguaceros y vientos violentos eran pronosticados por los expertos en la materia, quienes manifestaban que la alerta estaría latente hasta las 7 de la noche.
Inmediatamente imaginé el firmamento oscuro y nubes grises posicionándose sobre la ciudad.

–Debo irme temprano a la oficina antes de que me agarre en carretera el diluvio anunciado–, pensé con preocupación. Luego me asomé por la ventana para ver el oscuro día, pero me encontré con un paisaje radiante. El sol brillaba en su esplendor, los pajaritos cantaban sobre las flores, y el cielo azul no tenía ni una sola nube que anunciara lluvia.
No pude dejar de evocar al meteorólogo que daba el tiempo durante mi adolescencia y que siempre que hablaba de lluvia, no caía ni una sola gota, o cuando indicaba que tendríamos una tarde soleada, nos empapábamos con tormentas inesperadas. Era tal su desacierto, que muchos comenzamos a hacer lo contrario de sus consejos.

–Lunes de sol en la ciudad–, indicaba el erróneo sujeto, y la primera reacción de familias enteras era ir en busca del paraguas para protegerse de la tempestad no detectada por aquel profesional del equívoco.
Tal como él, pensé que los expertos de Miami habían fallado en sus predicciones. Mi preocupación desvaneció por completo, y opté entonces por irme a nadar y tomar un poco de sol.

Horas más tarde salí de mi apartamento con rumbo al trabajo. Me acompañaba el mismo sol de la mañana, y el azul del infinito me llenaba de tranquilidad mental.
15 minutos luego, estaba atascado en el tráfico de la 1 de la tarde sobre una carretera que conduce al centro de la ciudad. De un momento a otro alguien apagó la luz, y el firmamento se llenó de capas grises que taparon el astro rey.

Un trueno espeso resonó en los 4 puntos cardinales de mi Toyota.
–Ay carajo. Creo que si habrá tornado–, pensé, mientras las primeras gotas caían sobre mi parabrisas. Las plumillas comenzaron a moverse de un lado al otro con rapidez, pero el diluvio era más ágil que ellas, y mi visión empeoró.

Un nuevo trueno invadió el ambiente. Apague entonces el radio para ver mejor (como siempre me pasa), y esperé a que las trompetas del apocalipsis iniciaran su función; pero para mi suerte los trompetistas no llegaron.
El congestionamiento vehicular se acrecentó con los segundos. Supuse que al igual que yo, nadie veía casi nada, y lo confirmé con el choque de dos carros en la línea izquierda de la carretera.

Evitando terminar estrellado, me pasé al extremo derecho, -donde circulan los autos que viajan a menor velocidad-, pero donde tardaría el doble en arribar a mi destino.
–Es mejor perder un minuto en la vida, y no la vida en un minuto–, imaginé me diría mi sabio padre, así que decidí perder muchos minutos e irme seguro.

Después de casi una hora, llegué a mi edificio sano, salvo y seco. Entré al parqueadero techado, pero no encontré lugar en el primer piso, tampoco en el segundo, tercero, cuarto o quinto, y el único sitio que me faltaba por explorar era la terraza destechada, donde pensaba estarían disponibles muchos espacios para dejar mi carro. Pero no fue así, ya que incluso la azotea del edificio estaba llena, y el único puesto disponible quedaba al extremo opuesto de la puerta de entrada.
Ingenuamente busqué un paraguas en el auto, pero caí en cuenta que ni siquiera tengo uno en casa.

Intentando ser creativo comencé a planear mi salida del vehículo:
Un saco viejo reposaba en el puesto trasero, así que me lo pondría en la cabeza como gitana de feria. Saqué un paquete de papitas y una coca cola de una bolsa plástica, y me puse la bolsa como bota, haciéndole un nudo sobre el zapato. El problema es que no había otra bolsa, así que me empaparía el otro zapato.

El vendaval no menguaba en absoluto. Pensé en recorrer otra vez el parqueadero buscando un nuevo sitio, pero desistí de la idea al ver subir nuevos autos que tenían que bajar sin encontrar espacio.
Resolví entonces quitarme la media del pie sin cubrir, y metérmela en el bolsillo. Calculé el camino hacia la puerta principal, (mi meta). Si todo salía como lo había planeado llegaría allí en aproximadamente tres truenos más, y me tendría que ir recostado a los otros autos aparcados, para evitar meterme en charcos y terminar nadando en aquel techo.

–A la una, a las dos–, respiré hondo…– Y a las tres–.
Salí entonces del carro dando brincos como un renacuajo, y esquivando las lagunas formadas por el aluvión. Tras unos breves metros, sentí que el zapato izquierdo ya estaba hecho un desastre. Mis dedos comenzaban a flotar sin salvavidas. Miré la distancia que me faltaba, pero la puerta cada vez estaba más lejos.

El saco viejo de mi cabeza no me protegía como lo habíamos acordado. Los tres truenos pasaron y aún mi llegada no era contundente.

Por fin arribé a la meta, pero mi esqueleto estaba ya pasado por agua, especialmente las 5 extremidades de mi pie izquierdo, que buceaban en búsqueda de un espécimen marino.
Agradecí tener las medias en mi bolsillo. Bajé entonces a mi oficina, fui al baño y me sequé con papel, luego me puse la media, y salí caminando con un zapato en la mano, esperando que nadie lo notara. Efectivamente nadie lo hizo.

Pasé la tarde entera sentado en mi escritorio trabajando, y cruzando los dedos para que no tuviera que asistir a una reunión inesperada, ya que me tocaría usar el zapato enlagunado.
La noche llegó, la lluvia menguó por completo, y yo terminé mi día laboral.

Metí muchas servilletas en el zapato mojado antes de ponérmelo nuevamente.
Los estornudos no se hicieron esperar, como tampoco pospondré la compra del paraguas que no tengo.

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