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jueves, 24 de abril de 2014

Los invisibles Parte I.

Cuando era pequeño y mi madre me daba de nalgadas por mi mal comportamiento, mi reacción inmediata era llorar y sobarme el trasero, ya que ella siempre se ha distinguido por ser una mujer fuerte físicamente. Pensaba que nunca me iría a acostumbrar a sus palmadas, pero no fue así, ya que a medida que fui creciendo las nalgadas ya no me ocasionaban llanto, y muchas veces las recibía incluso riéndome y esquivándolas al punto de burlarme de ellas.

La primera vez que vi un muerto, tendría alrededor de 9 o 10 años. Era un hombre que estaba tirado en el piso al lado de su motocicleta y que había sido asesinado. Su cuerpo había quedado boca abajo sobre el pavimento y estaba sin cubrir con una sábana, ya que la policía no había llegado al lugar.
Esa noche no dormí en absoluto. Las siguientes, tuve muchas pesadillas. Recuerdo que despertaba abruptamente en la mitad de la madrugada viendo que el muerto se levantaba y caminaba hacia mí.

Meses más tarde, observé mi segundo cadáver. Mientras jugaba futbol en el parque con mis amigos, escuchamos varios disparos. Corrimos todos hacia la esquina, donde observamos un auto estrellado en una casa. Dentro del vehículo reposaba un hombre que había caído sobre el timón. Su cuerpo estaba ensangrentado, y aun los dedos de una de sus manos brincaban.

Las pesadillas de esas próximas semanas fueron menores que las anteriores. Aunque me impactó ver al muerto, algo dentro de mi cabeza lo asumió con mayor tranquilidad que mi primera vez.
A partir de ese momento, el número de víctimas de la violencia en Colombia que tuve que ver no fueron pocas. Incluso, mientras estudiaba mi carrera de derecho, tuve que asistir al anfiteatro a ver como el médico forense abría el cadáver de un hombre baleado horas antes. Según la policía, el sujeto era un sicario que se disponía a matar, pero no contaba con que los guardaespaldas de su víctima estaban viéndolo. El resultado era el cuerpo sin vida del hombre que yo tenía en frente, acostado en una camilla vistiendo solamente sus calzoncillos y con un casco de motociclista aun puesto.

Una bala perforó su cabeza y la materia gris se regó, impidiendo que el casco saliera fácilmente.

Tras esa amarga experiencia en el anfiteatro, dejé de comer carne por casi dos meses, y el olor que el muerto desprendió cuando le abrieron el estómago quedó grabado en mi nariz por mucho tiempo.

Recuerdo que al llegar a casa, me duché por horas, y pasé varios días aislado de todos pensando sobre lo que había presenciado.

A pesar de que no estaba preparado para asumir la muerte, ver cuerpos de asesinados ya no me afectaba tanto como antes, especialmente cuando vives en un país donde la violencia propinada por los carteles de la mafia, la guerrilla, los paramilitares, la delincuencia común, y otros, son el pan diario.

Con tristeza puedo confesar que en mi país, nos acostumbramos a la muerte.
Los seres humanos somos animales de costumbres, buenas o malas. En un principio nos aterran las injusticias sociales, debatimos sobre ellas, buscamos soluciones, muchos incluso toman acciones y generan cambios; pero cuando la misma injusticia social pasa una y otra vez, y se vuelve repetitiva, comienza a pertenecer a la triste realidad de nuestro entorno.

Y ¿cuándo realmente nos afectan estas injusticias sociales? Pues cuando nos tocan personalmente. (Sin generalizar).

Cada día salimos a trabajar o estudiar. El afán de nuestras jornadas nos mecaniza, nos absorbe. El tráfico, el estrés, las obligaciones, nos ciegan ante la realidad que existe frente a nuestras narices, esa realidad que percibimos de lejos, que ignoramos, que ya es parte del paisaje diario en el que nos movemos.

Tenemos un súper poder casi mágico de convertir a otros en invisibles.


Se han vuelto tan comunes en las calles que ya no los vemos. Ellos sufren en los rincones, en medio de todos, pero ¿qué podemos hacer?
Yo también los ignoro, no los veo. A pesar que son tantos no se notan.

No tengo soluciones al problema de los indigentes, de aquellos que no tienen nada, de los invisibles del mundo, pero sé que entre nuestras facultades también tenemos el súper poder de darles un espacio. Podemos ponernos nuestras gafas de rayos humanos y lograr verlos. Es fácil, están por doquier.
El mundo se cambia pasito a pasito. Los milagros reposan en nuestras manos. El hambre se calma con un alimento. Los invisibles merecen ser vistos.

No nos acostumbremos a la miseria, al sufrimiento ajeno, a la violencia, a la injusticia social, a la pobreza, a la ignorancia, a la corrupción que mata nuestras sociedades. No tiremos la toalla ante el caos reinante. Nuestros hijos, sus hijos y sus hijos jamás nos lo perdonarán.