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jueves, 31 de diciembre de 2015

Contrabando en año viejo

Entro a un supermercado hoy 31 de diciembre. Mi labor es sencilla: Comprar una botellita de champaña, unas salchichas y galletas. Camino hacia la sección del licor y veo a decenas de personas enloquecidas alrededor de cientos de paquetes de uvas. Todos quieren un racimo, y veo como incluso dos mujeres compiten por una bolsita con las redondas moradas que serán embutidas a las 12 de la noche, en espera de que cumplan deseos.

Pienso entonces que somos muy pendejos todos los que creemos en esas cosas, y no intento ni siquiera acercarme a las uvas, porque he decidido que los deseos del año me los forjo yo mismo con trabajo (Iluso soy a veces).

Luego tomo mis tres artículos y me dispongo a hacer la enorme fila para pagar. Parece que todos dejamos para último minuto nuestras compras de año viejo. (Imagino que hay mucho colombiano en mi sector).

Cuando ya estoy cerca de la caja registradora, mi celular timbra. Es una llamada de mi casa:

-No te vayas a venir sin comprar uvas por favor-, me ordenan con firmeza, y antes de que comience a responder, me cuelgan la llamada con una advertencia que no suena nada agradable.

Maldigo la llamada, las uvas y la fila que perderé después de permanecer en ella casi 15 minutos. Me dispongo entonces a caminar hacia el pabellón de las uvas, pero al llegar allí, observo con terror que ya no quedan paquetes ni de moradas ni de verdes.

-Mierda-, expreso en voz alta, y un empleado me escucha y me pregunta qué necesito. Le digo que si llego a casa sin uvas posiblemente me quemen como un año viejo (muñecos de tela rellenos de pólvora que algunos culturas suelen prender a media noche).

El empleado se apiada de mi cara de perro regañado, y me dice que lo siga hasta la trastienda. Mientras caminamos hacia el final de un pasillo, me hace gestos sospechosos que no comprendo. Me siento como si fuera a robar el supermercado, o hiciera una transacción ilegal. 

Me doy cuenta que aquel joven está nervioso, y no sé el por qué. Verifico que aquel chico tenga puesto el uniforme del negocio, y entro con él por una puerta que jamás había visto y que se posa al final de un pasillo, cerca a los baños públicos.

Es allí, donde el sujeto me invita a entrar a un cuarto medio oscuro lleno de cajas, y en donde mi compinche guarda secretos, bananas, papas y uvas.(entre otras cosas que ignoro).

El empleado mira a los lados para verificar que nadie se acerca. Mi corazón comienza a latir velozmente, tal como si estuviera a punto de robarme un litro de leche, o una peineta.

-Ok. ¿Cuántas uvas quieres?-, me pregunta con voz de villano.

-Unas 36-, le contesto cagado del susto, pensando que en algún momento entrará un policía encubierto y amaneceré en la cárcel durante el primer día del año.

Con rapidez, mete en una bolsa negra de plástico algunas uvas (creo que 36), y me dice una vez más con voz grave:

-Son 20 dólares-

-¿20 dólares?-, no me creas tan pendejo-, le digo, pero ante su mirada de descontento y de maldad, presumo que si no las compro, quizás me asesine golpeándome la cabeza con un talego de zanahorias, o peor aún, me eche en los ojos el jabón que se ha robado, y quede ciego de por vida.

-¿Las quieres o no?-, indica, mientras un segundo hombre, nos vigila desde la puerta, cuidando que nadie llegue a interrumpir el contrabando que llevamos a cabo.
Sin palabras, saco de mi bolsillo un billete arrugado de 20 dólares, y se lo entrego. 

Luego lo miro con seriedad y le hago dos preguntas:

-¿Son de buena calidad? ¿Están completas?-

-Te eché un par de más. Feliz año nuevo-, responde, y con su mano me señala la salida.

Llego entonces a casa media hora luego, con mis uvas de contrabando, pero sin la champaña, las salchichas y las galletas. (La verdad estaba tan asustado que opté por no comprarlas en el mismo sitio).

Al abrir la puerta de mi casa, encuentro a mi hermana, mi cuñado y mi sobrinito que me saludan con alegría.

-Feliz año tío-, me dice Julián, y luego suelta la frase que mata mi año viejo:


-Te trajimos uvas-.

martes, 22 de diciembre de 2015

¿De qué marca es tu cara?


Salgo del parqueadero de mi edificio en mi carro, al momento en que uno de los muchos vecinos que tengo y desconozco, entra en su auto convertible. Por un segundo nos detenemos frente a frente y nuestras miradas se cruzan. Le obsequio una sonrisa de cortesía, y él me la cambia por una mirada de enfado con ceño fruncido incluido.

Sin saber, ni importarme el motivo de la mala cara, sigo mi ruta. Justamente en la esquina, pasa una mujer en una camioneta gigantesca y me corta el camino. Logro reaccionar con rapidez y evitar un choque inminente. La conductora me mira como si yo fuera el culpable, y me grita una grosería que me llega directamente al oído izquierdo. Luego acelera y se pierde a la distancia, dejándome ver uno de sus dedos (artrítico y torcido).

Sigo mi camino y me detengo en una luz. Junto a mí hay un carro pequeñito que suena como cafetera oxidada. Miro al dueño del carruaje, y este también me mira y me sonríe. Una sonrisa también aflora en mi cara, seguida de un saludo cordial.

Minutos después arribo a mi trabajo. En la entrada del parqueadero hay un lujoso auto deportivo obstaculizando el paso. Espero con paciencia a que el conductor se mueva y me deje continuar, pero este sigue charlando con alguien y parece no importarle la suerte de los que venimos atrás.

Después de casi un minuto, decido que es más sutil subir la luz alta que pitar. Al ver que el hombre no se mueve hacia un lado para que yo pase, pito con suavidad. Inmediatamente se baja de su hermoso carro y me dice en inglés ¿cuál es tu problema amigo?

Le explico que necesito pasar y que he estado esperando por dos minutos a que se mueva.

Como si yo fuera culpable de un delito, el individuo se despide de sus interlocutores y avanza, mientras ellos me dan una mirada de descontento y hablan entre ellos de lo rudo que he sido. Pienso por un segundo en decirles que llevamos esperando mucho rato a que su amigo se mueva, pero decido no botar mis frases al aire, porque estoy seguro que ellos no quieren escucharlas. Logro aparcar el auto en un rincón cualquiera y camino hacia el elevador, y en ese momento escucho el pito repetitivo de otro auto detrás de mí. Giro mi enorme cabeza y veo a una mujer que me indica que se ha caído algo.

La miro y le doy las gracias, mientras busco mis gafas en el piso. La señora que conduce un Toyota parecido al mío, espera a que me ponga en pie y me desea un buen día.

Ignoro el por qué, pero la mayoría de las ocasiones que veo a alguien manejando un auto lujoso, por alguna razón o ley universal desconocida, esta persona tiende a tener un comportamiento inaceptable, como si fueran más que otros porque manejan un carro más costoso. No quiero generalizar, pero es normal ver a sujetos tras volantes de Ferraris, Maseratis, incluso BMW’s y Mercedes, que adoptan actitudes incomprensibles mientras manejan.

Es como si la marca del auto la llevaran en su cara o en su accionar. Es más fácil ver al dueño de un auto de lujo acelerar y volarse un semáforo en rojo (mientras nos hacen escuchar a todos los transeúntes su música preferida), que ver al dueño de un Hyundai, un Nissan o un Chevrolet, con cara de villano y pensando que son más importantes que los demás.

¿Será que es requisito al manejar un coche de lujo, llevar cara de amargado o actitud de hijo de puta?

Quizás sí, habría que leer las instrucciones del auto.

Por ahora te pregunto ¿de qué marca es tu cara?

lunes, 21 de diciembre de 2015

Mi peor navidad

Nuevamente nos arrolla la época preferida por muchos: La Navidad. Tiempo de 'amor y amistad', tiempo de compartir, tiempo de intentar ser mejores individuos, de aflorar la amabilidad y entregarla por doquier, de perdonar, tiempo de abrazos, de besos, de cariño, de despegarnos de todos los malos sentimientos que coleccionamos durante el año y arrojarlos a la basura, de darnos el regalo propio de un nuevo comienzo.
La verdad es que la navidad no es mi época favorita, hace muchos años lo dejó de ser, a pesar de que me gustan ciertos momentos del mes (especialmente en los que hay comida de por medio).
Recuerdo con nostalgia los años de niñez, cuando junto a mi madre y hermanos, realizábamos nosotros mismos los adornos navideños que posábamos en el árbol plateado que teníamos. Mientras mi vieja cortaba las figuras y pegaba lazos y botas, nosotros nos acomodábamos alrededor de la mesa a ayudarla, sabiendo que estábamos en un mes especial lleno de colores, regalos, integración y fiestas.
Me acuerdo cuando juntos armábamos el pesebre con cajas, papel aluminio que emulaba lagos y riachuelos donde descansarían las figuras de unos patos que teníamos, y que a veces eran más grandes que las casitas del pueblo.
No puedo evitar pensar en las ovejas y los pastores que se acomodaban a lo largo y ancho del papel verde que parecía pasto, y que soltaba basura por doquier. Luego, mi padre, hacía cada año una choza de madera y paja, que serviría de portal para que las figuritas de la Virgen María y San José, se pararan al lado del burro gris y el buey caoba que estaba ya descolorido en su oreja izquierda.
Teníamos camellos, perros, vacas, ovejas, gansos, patos, caballos, y cerdos. En algunas ocasiones los marranos eran más grandes que los camellos, o el perro quería morder a un rey mago, y por eso me tocaba alejarlo y parquearlo al otro lado del pueblo, allí donde solo llegaba una oveja negra a hacerle compañía.
Un ángel de cabellera larga y hábito azul, se elevaba sobre la choza del niño Dios, mientras un carrito de carreras que me gustaba meter al pesebre, pasaba cerca de un pastor, tirándole el polvo de la carretera en la cara, y ahogando a su rebaño, que quedaba grisáceo por el humo sucio del exhosto.
Me acuerdo que nos sentábamos juntos cada noche a partir del 16 del mes, para rezar la novena al niño Jesús, y entre cantos y oraciones, pedíamos con fervor por nuestras necesidades, las de terceros, y lógicamente por los regalos que habíamos pedido ese año.
El 24 de diciembre era un día especial. El árbol de navidad se llenaba de regalos en su base, el olor a buñuelos calientes y natilla, llenaba nuestra casa. Desde que despertábamos sonaban en la radio villancicos (cantos navideños), con los que amenizaban el día. En mi hogar había siempre un aroma de alegría, de camaradería, de amor puro. La navidad era eso: Amor puro.
Siempre estaba feliz en diciembre, hasta que hubo un hecho que marcó mi vida en un 24 de diciembre: Cenamos en familia, rezamos, cantamos, y nos sentamos en la sala a destapar los regalos debajo del árbol, que nos dábamos unos a otros. (Los del niño Dios llegaban a media noche sobre nuestras camas).
De un momento a otro, un fuerte aguacero inundó la ciudad. Un trueno estrepitoso sacudió el ambiente, y la electricidad colapsó. Todo quedó en tinieblas. Mis padres fueron por velas e iluminaron el recinto. Yo caminé hacia una de las tres ventanas dobles de mi segundo piso, y miré a la calle y al fuerte vendaval que azotaba sobre mi sector. En la esquina estaba una mujer joven con tres niños pequeños, uno de brazos, y los otros dos más grandecitos. Como podían se resguardaban de la lluvia bajo una cornisa diminuta.
La familia en cuestión estaba desamparada. Su pobreza máxima se veía, aún a pesar de la oscuridad y el mal tiempo atmosférico.
En ese momento me di cuenta que uno de los pequeños tenía más o menos mi edad. A partir de ese instante mis navidades cambiaron para siempre.
Mi viejo al darse cuenta, buscó a la familia en apuros, pero al llegar a la esquina, ya no estaban. Parece (según mi padre), que alguien más los vio y los invitó a pasar a su casa. Mi padre regresó al cabo de unos minutos de búsqueda, mojado de pies a cabeza, y por casi una hora estuvimos en las ventanas tratando de verlos de nuevo, pero esto no sucedió.
La lluvia menguó con los minutos, la luz regresó a la ciudad, pero la familia necesitada no apareció más. Una vez más, mi padre salió a buscarlos, pero no tuvo suerte en su segundo intento.
Después, iniciamos de nuevo la apertura de regalos, pero la magia había desaparecido. Ahora, la única imagen que se posaba en mi mente, era la de aquella mujer y sus tres niños pobres. Miraba los regalos empacados con papeles brillantes y lazos rojos, y pensaba en que aquella familia. Aquellos menores no recibirían nada esa noche.
Esa fue mi peor navidad. El llanto se apoderó de mí a partir de ese momento. Lloré toda la noche mientras destapaba mis juguetes y ropa. No podía quitarme de encima la foto mental que tomé desde mi ventana.
Mi madre me abrazó y me dijo que como aquella familia, había cientos de miles en el mundo entero (se quedó corta en su cifra). Me dijo además que debía ser agradecido por lo que teníamos, y siempre ayudar a los que lo necesitaban. Sus bellas palabras, junto con los consejos  sabios de mi padre, no fueron suficientes para quitarme la tristeza que me embargaba.
Pensaba que no era justo que mientras yo destapaba todo lo que quería, allá afuera, otros niños de mi edad sufrían por comer. Pensaba que no merecía ser tratado diferente en plena navidad. Pensaba que el 24 de diciembre no era una fecha de alegría para la humanidad, como me lo habían hecho creer en las historias que me leían, o en las caricaturas que veía en televisión.
Mi mundo cambió en ese momento, y pensé que el niño Dios que me traía los regalos sobre la cama, era un tipo injusto, que discriminaba a los más pobres, y que no se compadecía del sufrimiento del mundo, como mi mamá rezaba en la novena.
Comencé a pensar que lo que el niño Dios había dicho en su novena ("Todo lo que quieras pedir, pídelo por  los méritos de mi infancia y nada te será negado"), eran solo palabras vacías, pues yo había pedido durante los 9 días, que ningún niño dejara de ser feliz en navidad, y los de esa esquina no eran para nada felices.
A partir de ese momento, la navidad no fue igual nunca más.
Los regalos del niño Dios llegaron horas después sobre nuestras camas, pero esa noche, por primera vez no me importaron.
-¿Por qué eres tan bueno conmigo, pero tan malo con esos niños?-, le pregunté en voz alta al niño Dios, pero nunca me contestó.
Los años pasaron, crecí. Me di cuenta que mi ingenuidad desbordada había arruinado mis navidades. Viajé a otros sitios y aprendí que el niño Dios es realmente cada uno de nosotros, y que a través de una acción de compasión y amor desinteresado por el ajeno, podemos hacer una navidad especial para aquellos que lo necesitan tanto.
Hoy sigo celebrando mis navidades de la mejor manera. Sé con certeza plena, que cuando mis hijas lleguen a este mundo, les enseñaré que el espíritu de la navidad es dar, brindar una mano, y lógicamente, haré pesebres con ellas donde los marranos sean tan altos como los camellos, y donde ellas mismas decoren el arbolito.
Esta navidad, el mejor regalo que puedo recibir es un abrazo de mis viejos hermosos, esos que me enseñaron que cuando se da, se recibe paz en el alma. Los que me han indicado desde siempre, que estamos de paso en este plano, y que lo único que llevamos al otro lado, son las obras buenas que hagamos.
Navidad para mí es un regalo del universo para brindarnos una nueva oportunidad. La oportunidad de hacer a otros felices, de salvar un alma en pena, de abrazar a aquellos que pocos abrazos reciben durante el año, de decirle a otro que es importante y demostrarles amor puro.
En estas fechas, aprovecho para abrazarlos a todos. Aunque sea a la distancia.

viernes, 18 de diciembre de 2015

El fuego que nos une

El bullicio de la alarma de incendios me despertó de un sobresalto. La aguda sirena llegaba hasta mis oídos con tal contundencia, que inmediatamente me di cuenta que la noche acababa para mí y los demás inquilinos del edificio.

Me tiré de la cama y me puse por instinto un jean roto cualquiera y una camiseta. Luego miré el reloj para constatar que eran recién pasadas las 4 de la madrugada (solo llevaba una hora de sueño).

Entré al baño y oriné con prisa, luego me lavé los dientes al ritmo agónico de la sonora alarma que en su fondo tenía una voz robótica diciendo que por favor bajáramos a la calle.

Somnoliento, mientras me cepillaba las encías, un pensamiento terrorífico se apoderó de mi cabeza.

-Mierda, creo que dejé el horno prendido anoche, y el incendio se ha generado en mi cocina-, deduje con miedo.

Haciendo uso de mis reflejos inexistentes, abrí con prisa la puerta del baño y me dirigí a mi estufa, mientras me preparaba para fundirme en las enormes llamas del infierno dentro de mi propio apartamento.

Tomé un respiro profundo y me dispuse a enfrentar mi macabro desenlace. La suerte estaba echada: moriría envuelto en fuego, emulando la época inquisidora católica donde cientos de miles de mujeres fueron quemadas acusadas de brujería, y yo, con mi nariz de hechicera experimentada, pagaría ahora las consecuencias de una fractura de tabique en mis primeros años de vida.

Afortunadamente, el incendio no provenía de ninguna esquina de mi casa, hecho que me hizo sentir tranquilo, a pesar de que alguna casa contigua estuviese ardiendo. 

Logré ponerme unos tenis cualquiera, mientras las sirenas de bomberos y policías hacían su arribo al lugar de los hechos. Abrí la puerta de mi apartamento ubicado en un quinto piso, y me encontré con otros vecinos saliendo en sus pijamas y con cara de espanto.

-¿Qué está pasando? ¿Qué se ha quemado? ¿Dónde? ¿Quién? ¿Por qué? ¿Cuándo? ¿Heridos? ¿Muertos? ¿Quemados? ¿Elevador o escaleras? ¿Salieron todos? ¿Atrapados?, y miles de preguntas idiotas, eran generadas en el ambiente, por una colectividad llena de pánico y lagañas.

Bajé las escaleras sin ver humo en ninguna parte, luego al llegar a la calle, encontré a varios uniformados entrando a la edificación mientras unos niños lloraban porque su sueño (quizá con hadas, príncipes y súper héroes) había sido interrumpido. Al pensar en esto, recordé que al escuchar la alarma, estaba soñando con una buena taza de café, que había sido interrumpida por culpa de un irresponsable que había olvidado apagar su estufa. 

En menos de cinco minutos, estábamos en la calle más de 100 personas residentes en el edificio, incluso rostros que jamás había visto, y que sé con seguridad tampoco ellos a mí. 

En medio del caos, tuve la perfecta oportunidad para acercarme a muchos vecinos y conocerlos. Mientras esperábamos las noticias de los bomberos, conversamos sobre lo paradójico que resulta vivir todos bajo el mismo techo por años y jamás conocernos. Al cabo de casi una hora, todos fuimos entrando al lobby del edificio, donde los más pequeños dormían de nuevo en las piernas de sus padres. 

Observé con detenimiento un par de piernas donde felizmente  podría dormir placenteramente, y que llevaban puestas una corta pijama blanca que llamaba la atención de todos desde que había hecho su entrada triunfal al pasillo inferior.

No dudo que el fuego (de existir alguno) se hubiese originado justamente en su apartamento, ya que al caminar todavía se podía observar destellos de chispas que salían de sus bronceados muslos.

Agradecí entonces al pirómano que había ocasionado la alarma, ya que gracias a él,  estábamos todos reunidos sin acuerdos previos, viéndonos las caras y las piernas por primera vez.

De un momento a otro, la voz gruesa de un hombre vestido de bombero indicó: 

-Hemos revisado bien y todo se trató de una falsa alarma. Pueden regresar a sus hogares-

Sin saber porqué, manifesté en voz alta las palabras que no debí pronunciar, hecho que frecuentemente me sucede, y que cuando me doy cuenta que no son bien recibidas, ya es muy tarde para verificar mi acción.

-La verdad es que yo prendí la alarma con el fin de conocernos todos espontáneamente. Feliz navidad-. 

Muchas personas no entendieron el chiste y me miraron como queriéndome matar. Para mi suerte, algunos pocos (incluyendo la dueña de las monumentales extremidades), se rieron con sinceridad. El jefe de bomberos que había dado la noticia del retorno a casa, me miró con reproche, por lo que me tocó añadir: 
-Solo bromeaba-, intentando que me perdonaran la vida y no terminara arrestado por tentativa de desvelo en primer grado, y por jaqueca agravada y caras de zombie de todos al día siguiente.

Subí entonces por las escaleras a mi quinto piso, evitando esperar a que uno de los 4 elevadores se desocupara, pues el flujo de pasajeros era evidente.

Al arribar a mi destino me despedí de otros vecinos que entraban a sus apartamentos, deseándoles que durmieran bien, y recordándoles apagar las estufas.

Entré a mi hogar, preparé café, me deshice de mi ropa y me lancé en picada a mi cama caliente, esperando que el único fuego que me despierte provenga de otra parte diferente al de una alarma ruidosa y llena de mentiras.



lunes, 14 de diciembre de 2015

El hombre que cambia al mundo


Camino por el centro de Dallas intentando descubrir la ciudad. Es la primera vez que estoy allí, y por eso he separado un par de tardes para explorarla.

Mis tenis son mi compañía, y sin prisa, comienzo a recorrer las enormes calles (ya que en Texas dicen que todo es más grande). Llego entonces al sitio donde asesinaron a John F. Kennedy, y en donde hay una X marcada sobre la calle. Saco mi celular y tomo una foto, e inmediatamente un hombre se me acerca y me narra la historia como si fuera un día después del homicidio.

El guía turístico me señala con una mano un edificio en la esquina, a más de 50 metros de distancia, y me dice que en el segundo piso del mismo estaba el asesino del expresidente.

Luego me dice invita a montarme en su bus para darme una clase y pasearme por sitios históricos, pero me niego a aceptar su propuesta de negocios, ya que mi concentración es nula y sé que terminaré mirando por la ventana del bus cualquier nube y no me daré cuenta de lo que él habla.

Nunca he servido para seguir a guías turísticos que se posan en cada esquina a narrar una historia interesante sobre un acontecimiento, ya que me aburro en dos segundos de casi todo, y fuera de eso, es difícil que mi atención se pose en un solo momento. Soy una persona con hiperactividad. Me desespero cuando me siento obligado a seguir ciertos parámetros socialmente aceptados, y pierdo con frecuencia el camino porque los desvíos me resultan mucho más interesantes.

En fin, sigo mi rumbo hacia un museo donde me pierdo a propósito por varias horas sumergido en las obras de arte que no entiendo pero siento. Luego salgo sin rumbo fijo y descubro un bar en cualquier calle, en el que me dejo consentir con una buena carne con barbacoa y una cerveza fría.

Durante mi segundo o tercer mordisco, la mesera me recomienda visitar el mirador de la Torre de la reunión, un sitio reconocido en toda el área; y me dice que desde allí visualizaré a la ciudad entera a través de telescopios, además que hay un restaurante donde se come riquísimo.

Le doy las gracias aún con salsa alrededor de mis labios, y decido emprender mi rumbo hacia aquella torre. Pero como los desvíos me atraen, logro desviarme en una esquina desconocida y me adentro hacia un callejón lleno de estatuas y murales coloridos. Al llegar allí encuentro un hombre sentado en la calle con un enorme y hermoso perro.

El cuadrúpedo se queda mirándome y me mueve la cola, entonces aprovecho su permiso silencioso para acariciarlo y llenarme de energía. Pienso que los animales y las plantas son generadores de buenas vibraciones, y debido a su sinceridad y transparencia de corazón comparten su energía fácilmente con el que quiera abrirles el corazón. Muchas personas abrazan árboles, yo acaricio animales, porque la última vez que abracé a un árbol me llené de hormigas, y estas me picaron hasta en el trasero.

El hecho es que terminé sentado junto al perro y su dueño, un hombre ecuatoriano que me dijo que había llegado a Estados Unidos en el 2012, y que debido a la falta de documentos legales, estaba pasando por un mal momento financiero y por eso estaba en la calle. Santiago adujo que en su país se graduó como psicólogo, y que además fue un buen jugador de fútbol años atrás. El hombre, de aproximadamente 40 y tantos años, me contó que todos los sábados entrena gratuitamente a un equipo de jóvenes latinos (en su mayoría mexicanos y salvadoreños), que no tienen recursos económicos para pagar clases, ya que la finalidad es que estos muchachos puedan obtener becas estudiantiles a través del deporte para ir a la universidad.

Al escuchar las palabras de Santiago, no pude evitar sentir un enorme agradecimiento por su labor desinteresada y en busca del mejoramiento de vida de estos chicos y sus familias. Imagínense, un hombre que está en la calle, y en vez de buscar su propio bienestar, decide educar deportivamente a otros para que salgan adelante.

Los minutos pasaron y nuestra conversación se diversificó a otros temas. Como buen psicólogo, Santiago me preguntó por mi vida, mi visión de la misma, mi camino, y a falta de una oficina y un sofá para acostarme, sus cartones y el perro fueron mi comodidad.

Pensé en tomarle una foto para publicarla con esta historia, pero decidí que no lo haría pues no quise que pensara que lo había usado para narrar su vivencia (a falta de recursos literarios). 

La noche fue cayendo en Dallas, y una buena cena nos arropó a los tres. Tommy no cesó de volearme la colita al decirle adiós, y en un abrazo sincero, Santiago me agradeció por el tiempo compartido, sin darse cuenta que el que me hizo un enorme favor fue él, pues me enseñó que los mejores sitios turísticos de las ciudades, son la esencia de las personas que viven allí.

miércoles, 11 de noviembre de 2015

Mi primer ataúd

Llevo aproximadamente 4 semanas con un fuerte dolor en la parte superior de mi pierna izquierda. De un momento a otro siento una puñalada punzante que me hace vibrar del dolor y que dura por varios segundos.

Haciendo un espacio obligatorio a mis obligaciones diarias, visité al médico de confianza, y tras revisarme detenidamente, decidió que lo mejor era que me practicara una resonancia magnética en la espalda, pues está casi seguro que existe alguna anomalía en algún área de la misma. (Ya entiendo mi joroba).

Hago entonces una cita con el especialista, y al llegar al consultorio, me hacen desvestir y poner una bata de hospital. Luego me entran a una oficina inmensa donde se posa una máquina en forma de cúpula.

-Acuéstate aquí-, me dice una mujer mientras me señala con su mano la camilla que se extiende fuera del iglú de metal.

Le hago caso, y dejo caer mi esqueleto sobre aquella lata fría y solitaria. Luego la bella encargada me pasa unos tapones para los oídos, y me indica que durante el examen habrá algo de ruido.

-¿Sufres de claustrofobia?-, me pregunta con una hermosa sonrisa, al momento en que juega con su pelo negro.

Le digo que hasta ahora no he padecido de miedo cuando estoy encerrado, y bromeando le digo que mi miedo es salir a espacios abiertos. Ella me hace un guiño amigable, y me dice que respire profundo y que trate de cerrar los ojos mientras dure el examen. Luego me da un cable con un botoncito especial, y argumenta que si en algún momento siento pánico, pues que lo apriete. (Ella vendrá a mi rescate, quiero pensar).

En ese momento, la camilla empieza a entrar automáticamente a la máquina, y me doy cuenta que el techo de la misma es exageradamente bajito y que prácticamente estoy a ras del mismo. A los costados de mi cuerpo hay dos paredes muy cerca de mis brazos y piernas. Comienzo entonces a hiperventilar, y una sensación de angustia se apodera de mí en ese horroroso momento.

Lo primero que llega a mi mente, es la sensación de estar dentro de un ataúd. Por primera vez en mi vida, siento claustrofobia, y mi cuerpo lo sabe bien. Los pálpitos del corazón aumentan de manera vertiginosa. El aire comienza a faltarme. Intento calmarme, pero me resulta difícil hacerlo.

Sé que tengo en mi mano el timbre de emergencia que me sacará de aquel lugar tétrico, pero analizo que si lo hago, perderé más tiempo, que pasarán algunas horas y después me volverán a meter en la caja fúnebre.

-Tienes que controlarte, tienes que controlarte-, me digo en voz alta, y mezclo mis palabras con la respiración profunda.

Metido en aquel lugar, miles de pensamientos me agobian. Imagino cómo será morir y que me metan en un cajón, y luego a un hueco profundo donde seré tapado con tierra. Allí de seguro no tendré botones de emergencia en los dedos, ni nadie escuchará mi lamento.

Recuerdo entonces una historia que mi papá cuenta, y en la que uno de sus amigos murió y fue enterrado, pero en la primera noche de estar en su bóveda, el sepulturero escuchó unos ruidos provenientes del nuevo inquilino del cementerio. Al día siguiente, los encargados del panteón sacaron el ataúd, y al abrirlo encontraron al huésped boca abajo, y a la madera arañada.

Esa historia me ha carcomido siempre la cabeza. El solo hecho de pensar que han enterrado a alguien vivo, y que muere por asfixia dentro de una caja rectangular, comienza a generarme nuevamente pánico.

-Quiero que me cremen-, decido en aquel momento de existencialismo profundo. Decido también que no quiero un ataúd ni siquiera en mi velorio; es más, no quiero un velorio en absoluto.

Dentro de aquella máquina, -mi primer ataúd-, me doy cuenta de la importancia de la libertad, de poder estirar tus extremidades, de poder moverte de un lado a otro, de poder caminar. Cosas tan sencillas que no valoramos, pero que tienen un significado incomparable.

De un momento a otro el ruido desaparece, y mi camilla comienza a deslizarse hacia la salida. El martirio ha terminado.

-Tuvimos un pequeño problema y tenemos que repetir el examen-, me dice ahora la mujer, a la que visualizo como una maldita bruja con malas noticias.

Ignoro la expresión en mi rostro, pero sé que es graciosa, porque ella comienza a reírse y me dice:

-Era una broma, todo salió bien-

Descanso y sonrío por su broma de mal gusto.

Minutos después me visto, y abandono aquel consultorio, con la convicción de que en una vida anterior no fui Drácula.

domingo, 18 de octubre de 2015

Lo mató el domingo

Es domingo en la tarde. El cielo se torna oscuro y algo dentro de mi comienza a agobiarme. Nunca me han gustado mucho los domingos, o el sentimiento que me generan.

Sé que el lunes se acerca, y con él la responsabilidad de mi trabajo. Recuerdo que cuando era pequeño, el domingo me llenaba de nerviosismo, especialmente cuando la noche comenzaba a caer y se acercaba la hora de ir a dormir.

Casi siempre me acordaba el domingo por la noche, de una tarea que tenía que presentar el lunes, o un examen que harían y del cual no tenía ni idea. 

-¿Pero, por qué no me dijiste desde el viernes?-, solía gritar mi madre desesperada, al dase cuenta que me faltaba una cartelera, o un trabajo por hacer, y que al momento de decirle, ya no había nada abierto.

-Lo olvidé-, respondía yo pálidamente, sabiendo que el regaño era fijo (en el mejor de los casos), pero teniendo la convicción de que al despertar la cartelera o el trabajo pendiente, estarían listos. 

Pensar que al despertarme tendría que irme para el colegio, me llenaba de frustración.

Los años pasaron,  pero el sentimiento depresivo del domingo, sigue igual. 

Amo mi trabajo, y no hay día en que no agradezca tenerlo. Amo lo que hago, y quisiera tener más tiempo para poder escribir más. Aún así, el domingo me entristece (especialmente en la noche).

Salgo entonces a dar una vuelta por la ciudad, pero es domingo, y casi nadie está en la calle. Imagino que la gente está preparando sus cosas para enfrentar la semana laboral. Alistar la ropa, cocinar para la semana, hacer las tareas, finalizar proyectos a entregar el lunes, y acostarse temprano para madrugar a hacerle frente a la semana.
Pienso que lo que verdaderamente me angustia del domingo es la anticipación latente del lunes. Creo que tengo que despojarme de la preocupación por el futuro, ya que ¿quién me garantiza que despertaré vivo?

Imagino entonces muriendo en la noche de domingo.

-¿De qué murió?-, preguntaría una de mis hermanas al médico forense, mientras suena sus mocos y limpia sus lágrimas en el mismo pañuelo.

-Murió de preocupación dominguera, es una enfermedad muy habitual entre los terrícolas. Por ahora Héctor Manuel es la víctima 69 del malhechor domingo-, contestaría el galeno, aduciendo que por lo general los difuntos del domingo llegan a la centena.

-¿Pero es un virus?-, inquiriría mi padre, pensando que él también podría tenerlo.

-Por ahora sabemos que es una enfermedad no contagiosa, pero por las moscas, le voy a recetar unas pastillas de presente. Tómese cuatro el lunes, tres el martes, dos el miércoles, y una el jueves. Le aseguro que se sentirá mucho mejor el viernes-

Todos entonces respirarían mejor en mi familia, aunque con la tristeza de que el médico jamás haya logrado prescribirme las benditas pastillas a tiempo.

Afortunadamente permanezco vivo frente a esta pantalla de mi computadora. Aprovecho entonces las recomendaciones del buen doctor, y me dispongo a terminar este blog ligero, y a tomarme unas cuantas pastillas de presente, para que me ayuden a concentrarme en este domingo tal y como es, a disfrutar cada hora de este fin de semana que termina.


Para mi beneficio, el presente viene también en presentación líquida, con sabor a mango, fresa, y cualquier otro sabor que queramos, lo único que tenemos que hacer para que nos haga efecto, es vivir al 100% el momento actual.

viernes, 9 de octubre de 2015

Un sánduche con sorpresa

Entro a una tienda de comida rápida y saludable para almorzar. Por lo general me como allí un sánduche de albóndigas con lechuga, salsa de tomate, pepinos, y cualquier hoja que le quieran agregar. Pido además una sopa de pollo y una limonada.

Es medio día, y el sitio que se encuentra en el corazón de una zona de oficinas, lógicamente está repleto, por lo que encontrar una mesa disponible es una misión imposible.

Observo rápidamente alrededor. La mayoría de los comensales son ejecutivos y empleados que dejan ver colgado de sus cuellos o correas, sus identificaciones con sus fotos y el nombre de la empresa que confía en ellos.

-¿Te quieres sentar aquí?-, me dice un hombre viejo, con una barba blanca amarillenta, y unos ojos negros cansados.

Agradezco su amabilidad y me siento en su mesa. 
El sujeto, me sonríe y sigue comiéndose su emparedado con enorme satisfacción.

Su camiseta apretada tiene algunos agujeros en el pecho, al igual que sus zapatillas negras.

En la mesa del lado, hay dos jóvenes comparando sus nuevos celulares.

-Siempre me ha gustado más el iPhone-, indica la entoconada, mientras que su acompañante aduce que el Samsung toma mejores fotos, y no sé qué más.

El viejo de mi mesa, no puede evitar escuchar la sonora conversación, y mirándome con calma me dice:

-La tecnología nos ha idiotizado-

Inmediatamente vuelvo a guardar mi celular, que estaba a punto de sacar de mi bolsillo para revisarlo.

-Yo por eso nunca he tenido un aparato de esos-, indica ahora, dejándome ver entre sus dientes parte del pollo que se come.

Arnulfo me dice que nació en Montevideo, lugar donde vivió más de la mitad de su vida. Entre bocado y bocado, me cuenta que fue profesor de arte en una universidad de la capital, pero que decidió emigrar al norte, en busca de una de sus hijas.

-Es una larga y triste historia-, me dice el hombre con brillo y nostalgia en sus ojos.

Presumo que una lágrima mojará su barba larga, pero él la controla con un suspiro profundo, y evita que su bigote toque una cosa diferente a la salsa de su sánduche.

-El alcohol destruyó mi vida-, prosigue el anciano con calma. 
Lo miro detenidamente y comienzo a pensar que no está tan viejo como aparenta. Estoy seguro que si se afeita, y se organiza un poco, lucirá menor de 60 años.

El almuerzo se nos acaba a ambos, pero no nuestra conversación provechosa, incluso más que la sopa.

El uruguayo me dice que está buscando trabajo como constructor en la zona, donde sabe que debido a la cantidad de proyectos nuevos que se gestionan, conseguirá algo muy pronto.

-Me han dicho en esa construcción (me señala con sus labios mientras mira hacia el andén del frente), que venga el lunes y que de pronto puedo empezar ese mismo día.

-Te gusta leer-, me pregunta. Diez minutos más tarde, Arnulfo me da una clase de literatura que jamás esperaba. Hablamos de la nueva Nobel de literatura, y él me dice que ha leído dos de sus libros, y que le agrada en demasía la manera en que proyecta el rol femenino en muchas de sus obras.

El hombre me recomienda algunos libros, me habla de museos y canciones, de ciudades, de política; y mientras ilustra mi ignorancia, me doy cuenta que estoy frente a un hombre inteligente, interesante, lleno de información y tristeza.

Una hora más tarde, y  mientras disfrutamos un café en un sitio cercano, Arnulfo me da las gracias por escucharlo. Le devuelvo las gracias, pues el afortunado soy yo que he recibido lecciones gratuitas, y que confirmo una vez más que no se puede juzgar a un libro por su portada.

Con un fuerte apretón de mano, mi nuevo amigo y yo nos despedimos; acordando una nueva cita.

Me dirijo hacia mi auto, pero me detengo en una tienda de libros y pregunto por obras de Svetlana Alexievich.

-¿De quién?-, me contesta Joan, el hombre que me atiende.


En silencio lo observo, y doy gracias al cielo por Arnulfo y su intelecto.

Pd/ Agradezco a mi amiga Roxa por la nueva imagen del blog. Gracias de corazón.

jueves, 1 de octubre de 2015

Palomas con suerte

Cientos de personas han pasado por mi lado en los últimos 30 minutos. Estoy sentado en un bar restaurante en el centro de la ciudad, mientras me tomo un café/cerveza, e intento escribir un nuevo libro que recién comienzo.
La vida corre de prisa, y prueba de ello es el caminar rápido de los peatones que mueven sus pies con un objetivo primordial: no perder tiempo.
Nos envuelve a todos un día hermoso, donde el sol y el viento se mezclan para atraparnos con su magia, esa magia que pocos disfrutan, pues nos hemos olvidado que la verdadera esencia de la vida es ser felices; esa misma felicidad que vemos tan lejana y que nos hemos encargado de complicar.
Hombres con corbata y mujeres con sastres y tacones brillantes circulan por doquier. Observo con detenimiento el transitar de muchos de ellos. Altivos, elegantes, con lentes oscuros. Cruzándose los unos con los otros, pero nadie se mira a los ojos, nadie se saluda, nadie se sonríe.
Quizá es la prisa con la que hemos aprendido erróneamente a sobrevivir. Tal vez es la maldita ignorancia social que nos hace creer mejores que otros debido al estatus laboral y económico que poseemos.
Tras mi segunda cerveza, siento enormes deseos de ir al baño, pero no quiero llévame mi laptop conmigo. Sé que el cambio debe comenzar con cada uno de nosotros, entonces decido dejarlo abierto sobre mi mesa, junto a mi vaso frío, y decirle a las dos mujeres que están en una mesa aledaña que por favor le echen un vistazo a mi máquina. 
Confiar no es nada fácil, pero lo hago. Ahora me pongo de pie y voy al baño. Espero que al regresar mi mac permanezca aquí
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Para mi suerte, encuentro todo en su sitio, y me alegro pues en esta máquina tengo guardadas mucha información relevante, que no quisiera perder aún.
La mayoría de las mesas en el sitio donde me encuentro están llenas con personas elegantes que devoran sus ensaladas con ligereza, mientras hablan (presumo) del futuro empresarial y económico que les espera.
Alzo la vista para mirar el horizonte y enfocarme en algo más interesante. A lo lejos (para mi miopía), veo a un hombre que busca en el bote de basura sobras para alimentarse. Para mi sorpresa, veo que aquel ser humano saca un pedazo de comida, algo parecido a un pan, y comienza a  partirlo con sus dedos y a dárselo a las palomas que se apuestan a su lado.
En cuestión de segundos hay decenas de ellas rodeándolo. Me doy cuenta que instantes atrás, las mismas palomas estaban en el restaurante donde me encuentro con mi cerveza, esperando ser alimentadas por los clientes con corbata, pero al recibir absolutamente nada, ni siquiera una sonrisa, decidieron partir, encontrando un corazón diferente.
A veces, creo que los animales pueden percibir la bondad de los humanos, y sentir la verdadera esencia de cada uno de nosotros. 
En fin, aquel indigente sigue sonriendo mientras alimenta con sus migajas a aquellas aves. Deduzco que aquel hombre también está hambriento, pero ha decidido alimentar las palomas. Quizás no quiere comerse el trozo de pan sucio y mordido que ha hallado, pero no importa, lo relevante es que con sus accionar puro, alimenta a otros seres vivos.
Vuelvo a mirar alrededor. Nadie parece interesado en lo que acontece a nuestro lado. Me pregunto entonces ¿Cuántas veces he estado yo en la misma posición? ¿Por qué pensamos tanto en nosotros mismos, y tan poco en los demás? ¿Hasta qué punto estas 5 cervezas han hecho estragos en mí?
Ojalá todos algún día pudiéramos darnos cuenta que el mundo es más sencillo de lo que parece, y de que la única forma de cambiar el mundo es a través de nosotros mismos. Sino, pregúntele a las palomas.

sábado, 19 de septiembre de 2015

Nuestra amiga, la niña muerta.

Las seis de la tarde sonaron en el reloj de péndulo que se posaba en la pared de la sala. El sonido agudo de una campana de iglesia, inundaba cada hora aquel espacio lleno de muebles viejos.

Sofía me miró con sus ojos verdes llenos de complicidad. Sabíamos sin decir palabra alguna, que era el momento esperado para comunicarnos con nuestra amiga del más allá.

Dos minutos después arribaron Álvaro y Luis Guillermo, trayendo consigo la tabla de madera llena de misterio y desconocimiento.

Subimos con paso veloz al cuarto, y allí, entre medallas de natación, libros, afiches de rock n’ roll con los artistas favoritos de nuestra amiga, y sus cojines rosados, comenzamos nuestra misión diaria: Contactar a la niña que había muerto en un accidente de tráfico en una pequeña villa inglesa.

Los dedos índices se posaron sobre una moneda de cristal, y erizados de los pies a la cabeza, seguimos su movimiento de letra en letra, mientras armábamos las frases que nuestra pequeña amiga nos quería decir.

‘Fix' era el nombre que la niña nos había dado. Según ella, tenía 8 años al momento de su muerte en el año 1859. Desde entonces, divagaba sin descanso por doquier, esperando que su alma avanzara a un nuevo territorio donde pudiera seguir su camino.

En otras palabras, estaba pérdida y buscaba en nosotros (según ella), ayuda para desprenderse de esta dimensión.

-Tengo ojos negros, grandes. Mi mamá siempre me hacía una cola de caballo en mi cabeza, y me amarraba un lazo rojo, especialmente para ir a la escuela-, indicaba aquel espíritu mediante movimientos certeros y rápidos, mientras que cada uno de nosotros -boquiabiertos y colmados de adrenalina-, vivíamos en vivo y en directo una historia difícil de creer, ah, y de contar.

Han pasado casi 30 años de aquella experiencia, y solo hasta ahora me atrevo a escribir una parte mínima de ella. La razón es que lo acontecido esa tarde, nos llenó a todos de terror e incertidumbre. Sofía, Álvaro, Luis Guillermo y yo, éramos amigos desde nuestro primer año de colegio. Todos vivíamos en el mismo barrio, íbamos al colegio juntos, regresábamos en el mismo bus, y todas las tardes nos reuníamos para hacer tareas y jugar.

Entrañables y cercanos, siempre juntos. Fines de semana, vacaciones, día a día, como amigos inseparables. 
Pero después de aquella tarde, todo cambió.

Hace pocos meses, visité mi ciudad y contacté a mi buen y ahora lejano amigo Álvaro. Entre copas y conversaciones diversas, osé en preguntarle por aquella experiencia. Su reacción fue inesperada.

Como un resorte se puso de pie, me miró con rostro pálido y me dijo: -Jamás vuelvas a mencionar eso-. Luego me abrazó, se despidió y se marchó.

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Sofía tomó las riendas de la conversación.
-¿En dónde estás ahora?-, preguntó a Fix.

-Muy cerca de ustedes-, contestó la pequeña, al momento en que nuestras miradas de susto chocaban en el aire, y pretendíamos ser fuertes.

-¿Puedes manifestarte?-, prosiguió la bella y valiente Sofía.

-Si así lo quieren todos, lo hago-.

Un gesto de aceptación obligada surgió en un movimiento de cabeza de cada uno. Logré cerrar un ojo, esperando que aquella niña apareciera como por arte de magia sentada en la cama, pero no fue así.

En ese preciso instante, el timbre sonó fuertemente.

Mis tres amigos, se abalanzaron hacia la ventana del cuarto de Sofía, la misma que daba a la calle. Un grito agudo proveniente de la garganta de nuestra anfitriona, hizo que mis entrañas se sacudieran.

Corrí entonces a la ventana y miré hacia abajo. 

Allí estaba la imagen más escalofriante que jamás he visto.

Una pequeña vestida en uniforme escolar, con inmensos ojos negros, y un lacito rojo colgando de su cabello. Su mirada era profunda, y de sus labios salía una sonrisa torcida.

Todos corrimos hacia el clóset de Sofía, y allá pasamos casi una hora temblando aterrorizados y esperando a que aquella pequeña entrara y nos matara de un infarto. Afortunadamente no sucedió.

Luego, cuando llegó a casa su madre, nos despedimos, y corrimos hacia nuestros hogares.


Meses más tarde, todos cambiamos de colegio y jamás volví a ver a mis amigos, los inseparables dueños de esta historia de mentiras.