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lunes, 14 de diciembre de 2015

El hombre que cambia al mundo


Camino por el centro de Dallas intentando descubrir la ciudad. Es la primera vez que estoy allí, y por eso he separado un par de tardes para explorarla.

Mis tenis son mi compañía, y sin prisa, comienzo a recorrer las enormes calles (ya que en Texas dicen que todo es más grande). Llego entonces al sitio donde asesinaron a John F. Kennedy, y en donde hay una X marcada sobre la calle. Saco mi celular y tomo una foto, e inmediatamente un hombre se me acerca y me narra la historia como si fuera un día después del homicidio.

El guía turístico me señala con una mano un edificio en la esquina, a más de 50 metros de distancia, y me dice que en el segundo piso del mismo estaba el asesino del expresidente.

Luego me dice invita a montarme en su bus para darme una clase y pasearme por sitios históricos, pero me niego a aceptar su propuesta de negocios, ya que mi concentración es nula y sé que terminaré mirando por la ventana del bus cualquier nube y no me daré cuenta de lo que él habla.

Nunca he servido para seguir a guías turísticos que se posan en cada esquina a narrar una historia interesante sobre un acontecimiento, ya que me aburro en dos segundos de casi todo, y fuera de eso, es difícil que mi atención se pose en un solo momento. Soy una persona con hiperactividad. Me desespero cuando me siento obligado a seguir ciertos parámetros socialmente aceptados, y pierdo con frecuencia el camino porque los desvíos me resultan mucho más interesantes.

En fin, sigo mi rumbo hacia un museo donde me pierdo a propósito por varias horas sumergido en las obras de arte que no entiendo pero siento. Luego salgo sin rumbo fijo y descubro un bar en cualquier calle, en el que me dejo consentir con una buena carne con barbacoa y una cerveza fría.

Durante mi segundo o tercer mordisco, la mesera me recomienda visitar el mirador de la Torre de la reunión, un sitio reconocido en toda el área; y me dice que desde allí visualizaré a la ciudad entera a través de telescopios, además que hay un restaurante donde se come riquísimo.

Le doy las gracias aún con salsa alrededor de mis labios, y decido emprender mi rumbo hacia aquella torre. Pero como los desvíos me atraen, logro desviarme en una esquina desconocida y me adentro hacia un callejón lleno de estatuas y murales coloridos. Al llegar allí encuentro un hombre sentado en la calle con un enorme y hermoso perro.

El cuadrúpedo se queda mirándome y me mueve la cola, entonces aprovecho su permiso silencioso para acariciarlo y llenarme de energía. Pienso que los animales y las plantas son generadores de buenas vibraciones, y debido a su sinceridad y transparencia de corazón comparten su energía fácilmente con el que quiera abrirles el corazón. Muchas personas abrazan árboles, yo acaricio animales, porque la última vez que abracé a un árbol me llené de hormigas, y estas me picaron hasta en el trasero.

El hecho es que terminé sentado junto al perro y su dueño, un hombre ecuatoriano que me dijo que había llegado a Estados Unidos en el 2012, y que debido a la falta de documentos legales, estaba pasando por un mal momento financiero y por eso estaba en la calle. Santiago adujo que en su país se graduó como psicólogo, y que además fue un buen jugador de fútbol años atrás. El hombre, de aproximadamente 40 y tantos años, me contó que todos los sábados entrena gratuitamente a un equipo de jóvenes latinos (en su mayoría mexicanos y salvadoreños), que no tienen recursos económicos para pagar clases, ya que la finalidad es que estos muchachos puedan obtener becas estudiantiles a través del deporte para ir a la universidad.

Al escuchar las palabras de Santiago, no pude evitar sentir un enorme agradecimiento por su labor desinteresada y en busca del mejoramiento de vida de estos chicos y sus familias. Imagínense, un hombre que está en la calle, y en vez de buscar su propio bienestar, decide educar deportivamente a otros para que salgan adelante.

Los minutos pasaron y nuestra conversación se diversificó a otros temas. Como buen psicólogo, Santiago me preguntó por mi vida, mi visión de la misma, mi camino, y a falta de una oficina y un sofá para acostarme, sus cartones y el perro fueron mi comodidad.

Pensé en tomarle una foto para publicarla con esta historia, pero decidí que no lo haría pues no quise que pensara que lo había usado para narrar su vivencia (a falta de recursos literarios). 

La noche fue cayendo en Dallas, y una buena cena nos arropó a los tres. Tommy no cesó de volearme la colita al decirle adiós, y en un abrazo sincero, Santiago me agradeció por el tiempo compartido, sin darse cuenta que el que me hizo un enorme favor fue él, pues me enseñó que los mejores sitios turísticos de las ciudades, son la esencia de las personas que viven allí.

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