Nuevamente nos
arrolla la época preferida por muchos: La Navidad. Tiempo de 'amor y amistad',
tiempo de compartir, tiempo de intentar ser mejores individuos, de aflorar la
amabilidad y entregarla por doquier, de perdonar, tiempo de abrazos, de besos,
de cariño, de despegarnos de todos los malos sentimientos que coleccionamos
durante el año y arrojarlos a la basura, de darnos el regalo propio de un nuevo
comienzo.
La verdad es que la navidad no es mi época favorita, hace muchos años lo dejó de ser, a pesar de que me gustan ciertos momentos del mes (especialmente en los que hay comida de por medio).
La verdad es que la navidad no es mi época favorita, hace muchos años lo dejó de ser, a pesar de que me gustan ciertos momentos del mes (especialmente en los que hay comida de por medio).
Recuerdo con
nostalgia los años de niñez, cuando junto a mi madre y hermanos, realizábamos
nosotros mismos los adornos navideños que posábamos en el árbol plateado que
teníamos. Mientras mi vieja cortaba las figuras y pegaba lazos y botas,
nosotros nos acomodábamos alrededor de la mesa a ayudarla, sabiendo que estábamos
en un mes especial lleno de colores, regalos, integración y fiestas.
Me acuerdo
cuando juntos armábamos el pesebre con cajas, papel aluminio que emulaba lagos
y riachuelos donde descansarían las figuras de unos patos que teníamos, y que a
veces eran más grandes que las casitas del pueblo.
No puedo evitar
pensar en las ovejas y los pastores que se acomodaban a lo largo y ancho del
papel verde que parecía pasto, y que soltaba basura por doquier. Luego, mi
padre, hacía cada año una choza de madera y paja, que serviría de portal para
que las figuritas de la Virgen María y San José, se pararan al lado del burro
gris y el buey caoba que estaba ya descolorido en su oreja izquierda.
Teníamos
camellos, perros, vacas, ovejas, gansos, patos, caballos, y cerdos. En algunas
ocasiones los marranos eran más grandes que los camellos, o el perro quería
morder a un rey mago, y por eso me tocaba alejarlo y parquearlo al otro lado
del pueblo, allí donde solo llegaba una oveja negra a hacerle compañía.
Un ángel de
cabellera larga y hábito azul, se elevaba sobre la choza del niño Dios,
mientras un carrito de carreras que me gustaba meter al pesebre, pasaba cerca
de un pastor, tirándole el polvo de la carretera en la cara, y ahogando a su
rebaño, que quedaba grisáceo por el humo sucio del exhosto.
Me acuerdo que
nos sentábamos juntos cada noche a partir del 16 del mes, para rezar la novena
al niño Jesús, y entre cantos y oraciones, pedíamos con fervor por nuestras
necesidades, las de terceros, y lógicamente por los regalos que habíamos pedido
ese año.
El 24 de
diciembre era un día especial. El árbol de navidad se llenaba de regalos en su
base, el olor a buñuelos calientes y natilla, llenaba nuestra casa. Desde que
despertábamos sonaban en la radio villancicos (cantos navideños), con los que
amenizaban el día. En mi hogar había siempre un aroma de alegría, de
camaradería, de amor puro. La navidad era eso: Amor puro.
Siempre estaba
feliz en diciembre, hasta que hubo un hecho que marcó mi vida en un 24 de
diciembre: Cenamos en familia, rezamos, cantamos, y nos sentamos en la sala a
destapar los regalos debajo del árbol, que nos dábamos unos a otros. (Los del
niño Dios llegaban a media noche sobre nuestras camas).
De un momento a
otro, un fuerte aguacero inundó la ciudad. Un trueno estrepitoso sacudió el
ambiente, y la electricidad colapsó. Todo quedó en tinieblas. Mis padres fueron
por velas e iluminaron el recinto. Yo caminé hacia una de las tres ventanas
dobles de mi segundo piso, y miré a la calle y al fuerte vendaval que azotaba
sobre mi sector. En la esquina estaba una mujer joven con tres niños pequeños,
uno de brazos, y los otros dos más grandecitos. Como podían se resguardaban de
la lluvia bajo una cornisa diminuta.
La familia en
cuestión estaba desamparada. Su pobreza máxima se veía, aún a pesar de la
oscuridad y el mal tiempo atmosférico.
En ese momento
me di cuenta que uno de los pequeños tenía más o menos mi edad. A partir de ese
instante mis navidades cambiaron para siempre.
Mi viejo al
darse cuenta, buscó a la familia en apuros, pero al llegar a la esquina, ya no
estaban. Parece (según mi padre), que alguien más los vio y los invitó a pasar
a su casa. Mi padre regresó al cabo de unos minutos de búsqueda, mojado de pies
a cabeza, y por casi una hora estuvimos en las ventanas tratando de verlos de
nuevo, pero esto no sucedió.
La lluvia menguó
con los minutos, la luz regresó a la ciudad, pero la familia necesitada no
apareció más. Una vez más, mi padre salió a buscarlos, pero no tuvo suerte en
su segundo intento.
Después,
iniciamos de nuevo la apertura de regalos, pero la magia había desaparecido.
Ahora, la única imagen que se posaba en mi mente, era la de aquella mujer y sus
tres niños pobres. Miraba los regalos empacados con papeles brillantes y lazos
rojos, y pensaba en que aquella familia. Aquellos menores no recibirían nada
esa noche.
Esa fue mi peor
navidad. El llanto se apoderó de mí a partir de ese momento. Lloré toda la
noche mientras destapaba mis juguetes y ropa. No podía quitarme de encima la
foto mental que tomé desde mi ventana.
Mi madre me
abrazó y me dijo que como aquella familia, había cientos de miles en el mundo
entero (se quedó corta en su cifra). Me dijo además que debía ser agradecido
por lo que teníamos, y siempre ayudar a los que lo necesitaban. Sus bellas
palabras, junto con los consejos sabios
de mi padre, no fueron suficientes para quitarme la tristeza que me embargaba.
Pensaba que no
era justo que mientras yo destapaba todo lo que quería, allá afuera, otros
niños de mi edad sufrían por comer. Pensaba que no merecía ser tratado
diferente en plena navidad. Pensaba que el 24 de diciembre no era una fecha de
alegría para la humanidad, como me lo habían hecho creer en las historias que
me leían, o en las caricaturas que veía en televisión.
Mi mundo cambió
en ese momento, y pensé que el niño Dios que me traía los regalos sobre la
cama, era un tipo injusto, que discriminaba a los más pobres, y que no se
compadecía del sufrimiento del mundo, como mi mamá rezaba en la novena.
Comencé a pensar
que lo que el niño Dios había dicho en su novena ("Todo lo que quieras
pedir, pídelo por los méritos de mi
infancia y nada te será negado"), eran solo palabras vacías, pues yo había
pedido durante los 9 días, que ningún niño dejara de ser feliz en navidad, y
los de esa esquina no eran para nada felices.
A partir de ese
momento, la navidad no fue igual nunca más.
Los regalos del
niño Dios llegaron horas después sobre nuestras camas, pero esa noche, por
primera vez no me importaron.
-¿Por qué eres
tan bueno conmigo, pero tan malo con esos niños?-, le pregunté en voz alta al
niño Dios, pero nunca me contestó.
Los años
pasaron, crecí. Me di cuenta que mi ingenuidad desbordada había arruinado mis
navidades. Viajé a otros sitios y aprendí que el niño Dios es realmente cada
uno de nosotros, y que a través de una acción de compasión y amor desinteresado
por el ajeno, podemos hacer una navidad especial para aquellos que lo necesitan
tanto.
Hoy sigo
celebrando mis navidades de la mejor manera. Sé con certeza plena, que cuando
mis hijas lleguen a este mundo, les enseñaré que el espíritu de la navidad es
dar, brindar una mano, y lógicamente, haré pesebres con ellas donde los
marranos sean tan altos como los camellos, y donde ellas mismas decoren el
arbolito.
Esta navidad, el
mejor regalo que puedo recibir es un abrazo de mis viejos hermosos, esos que me
enseñaron que cuando se da, se recibe paz en el alma. Los que me han indicado
desde siempre, que estamos de paso en este plano, y que lo único que llevamos
al otro lado, son las obras buenas que hagamos.
Navidad para mí
es un regalo del universo para brindarnos una nueva oportunidad. La oportunidad
de hacer a otros felices, de salvar un alma en pena, de abrazar a aquellos que
pocos abrazos reciben durante el año, de decirle a otro que es importante y
demostrarles amor puro.
En estas fechas,
aprovecho para abrazarlos a todos. Aunque sea a la distancia.
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