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domingo, 28 de junio de 2015

La decisión del chocolate

Debo tomar una decisión en los próximos minutos, y por más sencilla, lógica y razonable que sea, mi visión de ella es totalmente diferente. ¿El motivo? Nunca he sido un tipo muy lógico.

Abro entonces mi botella de ‘scotch’ para tomarme un trago y calmarme antes de decidir. Saco hielo de mi refrigerador, lo tiro a un vasito y me sirvo un trago, pero antes de llevármelo a la boca, recuerdo en ese momento que me he tomado dos pastas para la gripe.

-¿Será que me intoxico?-, pienso con curiosidad, pero consciente de que mañana tengo un día fuerte de trabajo (no puedo faltar), tomo la primera decisión acertada, y no me lo tomo.

Luego abro la puerta de mi balcón y salgo a tomar aire fresco que oxigene mi cerebro y me ayude a pensar con calma. Y es que por más que conozco lo que debo hacer, hay una parte dentro de mí que me grita lo contrario, que me obstine y luche en contra de la razón y las conveniencias. 

Pienso entonces que sé lo que debo decidir; y en ese momento un relámpago ilumina el firmamento e inmediatamente cae un trueno que sacude mi vaso con whisky, mi guitarra y mi cabeza. 

Siento que el trueno es una señal, y nuevamente cuestiono si estaré tomando la decisión correcta, por lo que decido analizarla otra vez. Pido ayuda entonces al universo, a ese ser superior que todos llevamos adentro, y cerrando los ojos pido por otra señal.

Como por arte de magia, una piedrita cae en mi testaruda cabeza. Abro los ojos asustado pensando que el universo me ha escuchado, y la respuesta llegará a mi mente de forma inmediata. Observo en el balcón anexo a mi vecina riendo, mientras me lanza otra piedra que logro esquivar.

Me saluda con rostro mañanero de domingo, a pesar de que son pasadas las 8 de la noche. Le pregunto cómo estuvo su fiesta de cumple, y me excuso por no asistir diciéndole que no me sentía bien de la garganta y tenía un poco de fiebre. La verdad es que si tenía fiebre, pero la razón principal para no salir es la confusión que tengo sobre mi decisión.

Me cuenta lo bien que pasaron, y me invita a su casa a comer un pedazo del pastel de su cumpleaños. Acepto su amable invitación, a sabiendas que el pastel es de chocolate, y yo al chocolate jamás le digo que no. 

La bella vecina me cuenta que tiene un problema, y me pide consejo. Le digo que soy un fracaso para aconsejar a otros, pero ella insiste y me ofrece otro pedazo de pastel de chocolate, logrando que su soborno funcione a las mil maravillas. A medida que me cuenta, veo mi complicación reflejada en su historia, a pesar de que son asuntos diversos.

Es fácil ver las soluciones a los problemas ajenos. 

Le digo lo que pienso, y mientras lo hago voy generando con mis palabras la catarsis que necesito para encontrar solución a mis asuntos complicados. Luego nos damos un abrazo sincero, y me despido sabiendo qué hacer.

Nunca he sido un tipo con mucha lógica, por lo que de seguro mi decisión no será la mejor. Amanecerá y veremos...






jueves, 18 de junio de 2015

¿Dónde está mi chorizo?

He regresado hace pocos días a Miami procedente de Buenos Aires, donde pasé casi dos semanas en una asignación de trabajo. Desde que era muy pequeño quise conocer la Argentina, un país que sin saber el por qué me resultaba familiar, conocido, cercano.

Por primera vez en mis 38 años de edad, tuve la oportunidad de pisar sus calles, de conocer directamente su gente, de visitar tantos sitios que siempre me llamaron la atención, de verme cara a cara con amigos (as) que he hecho a través del tiempo en redes sociales.

Tengo que confesar que iba precavido con la población de este país, ya que la imagen que tenía de muchos argentinos en Estados Unidos, no era la mejor; pero en solamente dos días, mis prevenciones con la gente de allí cambió radicalmente y me di cuenta que la población es amable, humilde, amigable, servicial y que no se asemeja a nada con algunos que se creen de mejor familia por el simple hecho de vivir en el extranjero.

Analizándolo bien, me doy cuenta que este problema socio cultural no es solo argentino, sino además colombiano, venezolano, mexicano, y sin equivocarme podría decir latinoamericano. Pensamos que al salir de nuestro terruño de nacimiento avanzamos a un estatus social superior, sin darnos cuenta que la vida de inmigrantes es difícil, sin importar el trabajo que tengamos.

En fin, volviendo al cuento, me sorprendió agradablemente encontrarme con gente tan familiar en la calle. Personas que al notar mi acento paisa, se arrimaban a preguntarme sobre mi país. Desconocidos que no dudaban en detener su paso para ayudarme con direcciones. Extraños que en un bar y al darse cuenta de que era extranjero, me invitaban a su mesa para hacerme compañía, y que me acogieron con extremo cariño.

Y es que siempre se habla en nuestra región que los argentinos carecen de humildad, pero afirmo con convicción que esta apreciación es errada.

La Argentina es un país cultural maravilloso, que emana de sus poros una autenticidad muy peculiar. Es difícil no notar una capa de melancolía que envuelve sus calles, sus edificios, su diario vivir; pero es  esa nostalgia la que le da ese toque mágico que me dejó enamorado, y con ganas de regresar.

Después de 4 días en Buenos Aires, ya tenía suficientes amigos para ir de juerga el fin de semana, y con los nuevos conocidos quedamos en ir a cenar en un restaurante conocido en una de las zonas más frecuentadas de la ciudad. Abrazos y besos por doquier fueron parte del ritual de saludo, y luego pedimos botellas de vino para celebrar la noche de viernes.

Analicé el menú del restaurante buscando una buena carne. Tras leer varias veces los platillos, decidí por comerme un ‘bife de chorizo’, pues tenía tanta hambre que en ese momento una vaca no sería suficiente.

Entre vino, brindis, historias, risas y acentos diversos, la noche fue abrigándonos y presagiando las sorpresas que llegaron después.

Por fin la cena arribó a la mesa, luciendo tan bien como olía. Todos festejamos la llegada de los platillos, ya que imagino que el hambre era el común denominador del momento.

Todo lucía exquisito, pero al posar mis ojos en mi plato me di cuenta que algo no estaba bien. ¡Faltaba el chorizo!

-¿Será que está dentro de la carne?-, pensé en silencio, mientras esperaba al mesero para preguntarle por mi carencia.

Mis amigos de mesa, todos argentinos (as), comenzaron a comer con agrado, y yo decidí entonces abrir la gruesa carne con un corte horizontal, esperando que quizá el choricito estuviera adentro, pero no fue así.

En ese momento, el mesero regresó a la mesa para preguntar si todo estaba bien, y yo, víctima de la ignorancia, dije en voz alta:

-Disculpa, no vino el chorizo en mi plato-

Inmediatamente todos en la mesa soltaron una carcajada larga y pronunciada, que incluso llamó la atención de otras personas aledañas.

-¿Cuál chorizo?-, osó en preguntarme el mesero, jugando con mi carencia de recorrido gastronómico internacional.

-¿No era un bifé de chorizo?-, pregunté de nuevo, pero esta vez con el volumen de mi voz tan bajo que dudo alguien me escuchara. Ante el silencio tortuoso del momento, añadí:

-¿No venía un chorizo con la carne?

Una vez más las risas se escucharon en el ambiente. Ahora no solo reían mis amigos, sino el mesero y los comensales de otras mesas, quienes comenzaban a contarse entre ellos lo acontecido.

-Mirá ché-, me dijo uno de mis nuevos amigos. –El bifé de chorizo es solo un corte, no es que venga con chorizo incluido. Sos un groso y por eso ya te queremos-, añadió, mientras mi rostro se tornaba rojizo como el chorizo que nunca llegó.