Mi padre siempre
ha dicho a sus hijos:
-Hay dos clases
de personas: El que es negociante, y el que no. Aquellos que lo somos, tenemos
una ventaja, porque de alguna forma aprendemos a hacer empresa y salir
adelante-.
Mi viejo es un
gran comerciante, con una amplia y próspera visión de negocios, y con la
capacidad mercantil necesaria para llevar con éxito sus emprendimientos.
Mis tres
hermanas y mi hermano, tienen el olfato de mi padre: son sagaces, inteligentes,
con extremo sentido de la disciplina y con una calculadora visión analítica a
futuro que los hace triunfar.
Lamentablemente,
mi olfato para los negocios es nulo, inexistente, equívoco, y en la mayoría de
las ocasiones: idiotamente errado.
Por ejemplo,
hace pocos días necesitaba sacar un enorme sofá de mi apartamento ubicado en un
quinto piso. Debido al tamaño gigantesco del mueble, fue imposible que cupiese
en alguno de los elevadores liliputienses de mi edificio.
Recordé con
dolor el momento cuando tuve que subir el animal de madera por las escaleras
curvas del inmueble. Junto con tres amigos dijimos todas las groserías existentes
esa tarde, sudamos, nos golpeamos los dedos, mentamos nuevas groserías que el
sofá merecía, nos enfurecimos, nos reímos, pensamos en la mitad del camino que
lo mejor era devolvernos y quemar el armatoste en la calle mientras lo pateábamos,
hasta que por fin, al cabo de diez siglos, llegamos a mi nueva morada. Ahora,
dos años más tarde, el enorme animal, debía salir de allí, pero mis tres amigos
ya no estarían para ayudarme. (No quise maltratar la amistad de nuevo).
Decidí entonces conducir
hasta una enorme cadena de ferreterías llamada (Home Depot), donde es fácil encontrar
trabajadores que se apuestan cerca de la puerta, buscando trabajo por horas.
Allí sería conveniente encontrar ayuda para esta misión cuasi imposible.
Al llegar al
sitio, observé a un grupo de hombres fornidos que se apostaban en la acera,
mientras hablaban y fumaban un cigarrillo. Supuse que cualquiera de ellos pudiera
ser mi otro par de brazos para sacar el sofá de mi casa.
Al arrimarme en
mi auto al sitio, bajé la ventanilla del copiloto y pregunté:
-¿Puede alguien
ayudarme a bajar un sofá de un quinto piso?-
Antes de
terminar mi frase, ya había un hombre regordete sentado en mi auto, mientras
otros de su mismo tamaño se abalanzaban a mi carro, pretendiendo que me los
llevara a trabajar.
La verdad es que
me incomodó la manera en que aquel hombre entró a mi vehículo intempestivamente.
Le pedí entonces el favor que se bajara, mientras observaba al grupo para escoger
a mi ayudante.
Detrás de todos
los hombres, vi sentado en la acera a un señor de unos 40 y tantos años, de
brazos fuertes y gran estatura. Me conmovió el hecho de que los otros hombres
lo opacaran.
-Señor, ¿quiere
venir conmigo a ayudarme?
Él giró su
cabeza hacia mí. Su mirada era humilde. Se llevó entonces su mano hacia su
pecho y respondió:
-¿Yo?-
-Sí señor. Si
quiere vamos y yo lo regreso a este sitio-
El hombre se
puso de pie y caminó hacia mi auto. Vestía unos pantalones viejos y una
camiseta con algunos orificios. Supuse entonces que aquel hombre estaba
necesitado.
En el camino le
expliqué que deberíamos bajar un sofá enorme por unas escaleras angostas, pero
que entre ambos podíamos hacerlo. Él no emitió palabra alguna sobre el tema.
Luego le
pregunté sobre su origen. Me contó que era cubano, que tenía dos hijos en su
país, y que había llegado a Estados Unidos tres meses atrás. Su plan era traer
a su familia tarde o temprano. Me habló de la odisea de su viaje, también de la
vida en Cuba actualmente, de su familia y de lo extraño que le resulta este
país.
Al llegar a mi
apartamento (media hora más tarde) dijo sus primeras palabras sobre la labor
encomendada:
-Espero que el
sofá no sea muy pesado, pues tengo un problema en la espalda-
-¿Qué qué?-,
pensé en silencio, recordando que el animal pesaba como cien millones de toneladas.
-¿Tienes un
problema en la espalda?-, le pregunté preocupado.
-Sí, además tenemos
que hacerlo despacio porque tengo dañado el hombro, ya sabe, las consecuencias
de jugar pelota (béisbol), añadió con tranquilidad.
-¿Y por qué no
me dijo eso antes de venirse conmigo?
-Usted no me
preguntó, además yo ni me ofrecí ¿recuerda?
Maldije entonces
mi estupidez por haber sacado del auto al regordote que se ofreció primero, y
del que estoy seguro ya tendría el sofá en la calle.
-¿Ya desayunó?
-No señor-,
contestó con la mirada baja.
Frite dos
huevos, serví café con pan y queso, y nos sentamos a desayunar antes de
comenzar el trabajo.
Luego iniciamos
la labor.
-¿Por qué no se va
usted adelante? La verdad es que no tengo balance y me da miedo caerme por las
escaleras
-¿Pero me está hablando
en serio?-, volví a pensar, presintiendo que me tocaría a mi jugar el papel de sansón.
El hecho es de
que comencé a bajar primero con el sofá, viéndome muy cerca de rodarme por
algunas escalas con el pesado e incómodo mueble encima. Aquel hombre era un fracaso
como ayudante.
Cada dos escalas
me pedía una pausa.
-Despacio, despacio-,
me gritaba como si yo fuera capaz de controlar la fuerza de gravedad.
De nuevo las groserías
que con mis tres amigos dijimos al sofá dos años atrás, salieron a relucir,
pero ahora el destinatario de aquellas palabrotas ‘mentales’ era otro.
-Qué mierda
haberme traído a este loco tan inútil-, pensé molesto, y por un instante la voz
de mi padre llegó a mi cabeza sudorosa:
-“Hay dos clases
de personas: El que es negociante, y el que no. Aquellos que lo somos, tenemos
una ventaja, porque de alguna forma aprendemos a hacer empresa y salir adelante”-
Deseé entonces
llamar a mi viejo y preguntarle cómo podemos sobrevivir los que no
somos negociantes, pero mi celular estaba en mi mesa de noche.
-Despacio,
despacio-, volvía a gritar, sin percatarse que solo dos metros de distancia lo
salvaban de que mis manos magulladas por las paredes lo ahorcaran.
Al cabo de
muchos insultos mentales, piscinas de sudor y dos dedos jodidos y
ensangrentados, llegamos al primer piso.
-¡Uff! Me
sacaste la madre-, osó en decirme
Yo lo miré con
furia, pero inmediatamente recordé que el error era propio, y me di golpes de
pecho por no haber heredado la suspicacia de mi viejo.
-Hombre, la
próxima vez diga que tiene problemas musculares antes de ofrecerse a un
trabajo-, le dije con seriedad.
Su respuesta fue
la misma:
-Yo no me
ofrecí. Usted me insistió ¿recuerda?
-¿Cómo
olvidarlo?- contesté entre dientes.
40 minutos más
tarde, dejaba a mi inservible ayudante en su acera.
Después de pagarle
me dijo:
-Si quiere anote
mi teléfono, para que me llame cuando me necesite-
-Deje así mijo.
Deje así-.