Translate

jueves, 3 de noviembre de 2016

27 días de vida tendría la musa


—Necesito comprar una tolenada de dedicación. —Fueron mis primeras palabras al despertar sobre mi funda mojada por las babas y el sudor, y no por nada más romántico o lujurioso. Tuve pesadillas toda la noche sobre la novela que estoy escribiendo hace unos meses y la que no logro desembocar hacia el final del túnel tétrico llamado primero de diciembre, fecha en la que ‘debo’ entregarla si quiero participar en el concurso al que me han invitado. Pero algo me detiene cada vez que me siento frente a ella. He pensado que tal vez no nací para escribir, especialmente cuando veo a conocidos que emanan libros de sus vísceras cada seis meses y que están sentados día y noche forzando la musa para que les ilumine las ideas. `


A mí, la jodida musa se me esconde con frecuencia. Quizá es que no tengo una, y me he hecho un pajazo mental por años, pensando que ella me abraza en noches de luna llena y me dicta sublimemente palabras que llegarán a algún lado…¡Mentira! Aquí en mi escritorio no hay musa, y la mayoría de las veces, mis palabras solo alcanzan para que yo mismo sienta un poco de paz. La verdad es que ese instante de tranquilidad que siento después de escribir, es suficiente, aunque muchas otras veces quedo peor que antes. Pero el punto es que debo finalizar el libro, y no sé cómo lograrlo.

 

Opto entonces por intentar rentar o comprar una musa que me inspire al momento de plasmar mis palabras, pero no la encuentro en anuncios clasificados de ningún periódico o revista, tampoco en sitios online, ni en los avisos de los supermercados pegados en las paredes exteriores. La musa no existe en esta ciudad, en esta casa, en este escritorio; es una realidad innegable, y a la vez una verdad descubierta bajo la presión de una fecha para entregar el trabajo: la musa tengo que inventarla ahora mismo.

 

Podría empezar por ponerle rizos con olor a café, para que me mantenga despierto; también la adornaría con notas musicales, especialmente las que me hagan sentir insectos en la panza, y la vestiría con recuerdos de mis calles pequeñitas y lejanas, y con zapatos que brillen como lo hacen los ojos de Matilde cuando me miran.

 

Ya el resto de detalles se los dejo a ella, para que se invente como quiera, como le de la gana, con tal de que haga su trabajo bien, el de saciar mis 150 páginas en blanco en 27 días.

 

Advertencia: Si no lo logra, prometo deshacerme de ella para siempre.

miércoles, 26 de octubre de 2016

No me pidas el cuadro de la sala

La tristeza está enmarcada en la pared de la sala. Quisiera describir la magnitud del cuadro, pero no sé si la puedan apreciar de la misma manera en que yo lo hago. La luz está apagada y el reflejo del sol moribundo alcanza una esquina de mi ventana opaca. No vuelan los pájaros cerca, ni hacen ruido las moscas que merodean las frutas; no se mueven hoy las hojas de los arbustos que se detienen ante mi fachada, ni pitan los autos que circundan la avenida; no tiene color el firmamento, ni cuerdas la guitarra. No llegó la invitación a mi correo, no arribaron las señales de humo y su ausencia me quema el alma. La vida tiene cara de villana, la muerte tiene rostro de vergüenza; ambas se ríen de nosotros y planean, seguir el juego que yo aún no entiendo.
Es como cuando te cansas de la ausencia y el vacío, como cuando renuncias a permanecer en la lista. Ayer miraba el mundo que no es mío, ese que no conozco, o sea, los otros, ustedes, esos que nunca he visto, esos que están tan lejos, esos que en mi vida no existen, como yo no existo en la vida de un continente lejano, o en la charla de la vecina del frente a la que nunca me le he cruzado en el camino.
¿Te has dado cuenta que el entorno que te rodea es el mundo? ¿Pequeño…no? O ¿qué sabemos de la mujer que camina sin zapatos por una calle sin luz en el sur de Nueva Delhi? ¿O del niño rico que juega golf en el club campestre de Roma mientras sus padres discuten sobre la fiesta del sábado? ¿O de la pareja que vive a solo dos minutos de distancia y hace el amor con las cortinas abiertas esperando que alguien confirme que están enamorados? Ellos tampoco saben nada de nosotros, ni siquiera que existimos, o sea que no estamos en sus mundos, simplemente… no estamos.
¿Cambiar el mundo? Claro que es posible. Ahora lo entiendo bien. Cambiar el mundo es más fácil de lo pensado, pues es solo hacer algo para mejorar el entorno en que nos movemos, nuestro mundo.
Conozco a un anciano que cambia el mundo los jueves, cuando sale de su casa a las 6:30 de la mañana para asistir como voluntario a una esquina cualquiera donde controla el tráfico vehicular mientras los niños que van a la escuela cruzan la calle. 
También he visto cambiando un mundo al mismo indigente que en las noches alimenta a un grupo de palomas —que pertenecen a su mundo—.
Pero por más que cambia el mundo, la tristeza permanece, inmutable, como paralizada en el tiempo. La lancé al río varias veces esperando que llegara al mar, pero siempre regresaba, como si me extrañara con vehemencia.
Me subí a la terraza y en un intento de asesinato premeditado la arrojé sin decirle nada —cuando menos lo esperaba— pero ni siquiera gritó. Abrió sus brazos y se dejó estrellar en el pavimento, rompiéndose en pequeños trocitos de melancolía que rodaron por todas partes. Respiré aliviado, libre, y me dispuse a esperar la felicidad que apenas subía las escalas; pero como me lo habían advertido, la muy sonriente se fue con el primero que le hizo ojitos y se olvidó que la esperaba ansioso tras cometer mi crimen. 
Al salir de casa, cada uno de los pedazos de la tristeza me miraban fijamente, porque ahora no era una sola tristeza sino muchas de ellas, cientos, que posaban sus nostálgicos ojos sobre cada uno de mis pedazos. Así pasaron varios días; hasta que cansado de verla esparcida en la acera, decidí recogerlos y traerlos de nuevo conmigo, pues en esta ciudad tarde o temprano se roban hasta la tristeza de uno. Eso le pasó a un conocido de mi viejo, un hombre que ahora ni le va ni le viene que su hija tenga problemas. Creo que le robaron la culpa y la tristeza al salir de la iglesia, o dentro de la iglesia, porque los ladrones están por doquier, adentro y afuera.


Por eso la enmarqué, porque ya la siento mía. Y no luce nada mal, lo admito; es más, en las madrugadas ilumina con decoro mi casa. Me la han pedido prestada varias veces en noches de lluvia, y me la han intentado permutar en dos ocasiones por canciones y poemas inconclusos —con el fin de terminarlos—; pero ya tengo demasiada experiencia en malos negocios, como el que hice con el perro que me robó la fidelidad, y es mejor tristeza conocida que risas sin conocer. 

martes, 18 de octubre de 2016

Entre jeroglíficos y recuerdos.


Sus pasos retumban en mi estómago como si las mariposas se quisieran escapar. Su aroma a ganas inmorales penetra mis sentidos y logra levitar de a poquito mi cuerpo de casi cuatro décadas –incluyendo sus huesos rotos-. Me mira con ojos prohibidos y omitiendo la vida que circunda tristezas y complicaciones, me obsequia una sonrisa semi-torcida que termina muy cerca de mis labios, a pesar de estar tan distante.

Su mente es libre como un cuaderno vacío. No tiene puertas en la cabeza, y además tiene la llave para las pocas que rondan en la mía. Su nombre se pierde en la soledad de la humedad que brota de una canción antigua de rock n’ roll, y sus recuerdos me queman la existencia y me mandan al infierno más profundo, en el que impera el frío y el silencio absoluto.

Sin palabras necesarias nos comunicamos a veces. Ambos sabemos que el mundo tiene aristas y laberintos, y conocemos bien las dimensiones ocultas que se esconden entre el aroma de un café y unas tostadas en cualquier cafetería llena de meseras con dolores de cuello y clientes molestos porque la vida pasa de prisa.

Ahora, ella se baña con poemas de tintas escritas en idiomas y jeroglíficos, mientras yo sigo mamando la luz de la luna en un vaso con hielo, al momento que el reloj de bolsillo me anuncia que son las 3 de la madrugada.

Brindo por los recuerdos que se estampan en el álbum de la memoria. Esos que me hacen saber que estamos vivos.

martes, 27 de septiembre de 2016

La mujer que ha cambiado mi vida


Solo tiene dos meses de nacida y ya comienza a cambiar mi rutina. Jamás pensé que una persona tan pequeñita, tan frágil y tan apartada de la realidad del mundo en que me muevo, fuera a generar drásticas transformaciones en mi ser. Aún recuerdo la primera vez que la vi. Era una tarde de verano, donde puedo jurar que fue ella la que me escaneó con sus ojazos marrones, y luego me lanzó una mueca de aprobación. Quise cargarla, pero me dio miedo hacerle daño.

Con el paso de los días fue creciendo un fuerte lazo invisible entre ambos. Se parece a su madre –afortunadamente-. La observo mientras duerme, y me remonto a una época remota de mi infancia, donde cuidaba a mi hermanita menor, mientras ella abrazaba ángeles y morfeos.

Ya le he leído sus primeros cuentos, y sé que ella se da cuenta de que son historias mágicas, tan mágicas y fabulosas como los colores que ve y que son imperceptibles para nosotros.

Solo tiene dos meses, y ya mi vida es diferente. La amo con ternura. Cuando estoy con ella me siento una mejor persona. Como payaso de circo, le hago caras con la intención de hacerla reír. Creo que mi trabajo como bufón va dando resultado, pues ya ella se carcajea con mis idioteces.

Pero no todo es una fantasía. La pequeña llora sin parar durante las noches. No exagero al escribir que durante los dos meses de su llegada me desvelo en el infierno de su llanto y sus quejidos, que retumban en mis oídos.

Si nos vieran a las 6 de la mañana, podrían describir a una hermosa bebé que duerme plácidamente en su cunita rosada, y al vecino del apartamento contiguo que camina por los pasillos del edifico como zombi de video musical.

Con tan solo dos meses, ya es la causante de mi letargo constante.

jueves, 15 de septiembre de 2016

Un buen malentendido

Conduzco mi auto hasta el edificio donde mi esposa tiene su oficina. Ha pasado ya el mediodía e iremos a almorzar.


-Bajo en 5 minutos-, me dice, entonces parqueo como puedo con las luces intermitentes en una zona con exceso de tráfico. De un momento a otro observo que salen del mismo edificio dos hermosas damas que estoy seguro son modelos de alguna firma de ropa interior–son preciosas-. Con mi mirada sigo sus pasos elegantes, sin imaginarme que las diosas caminan en dirección a donde estoy, y se montan en la parte trasera de mi carro.


-Hola-, me dicen con una sonrisa que me derrite.


-Hola-, les contesto nervioso. -¿Les puedo ayudar?-, pregunto, esperando que realmente pueda ayudarlas en cualquier cosa.
-¿Tienes la dirección a la que vamos?-, me dice la rubia de ojos verdes de una manera coqueta y tentadora.


-No tengo idea de qué hablas, y lamento no poderlas llevar a ninguna parte-


-¿Esto es un Uber?-, inquiere la morena voluptuosa, mientras ambas se muestran sorprendidas, aunque no tanto como yo.
-Nope. No es un Uber-.


-Ay corazón, discúlpanos, qué vergüenza-, y sus risas suaves chocan contra las ventanas y se devuelven como ondas rozándome los sentidos.


Luego cruzamos un par de palabras amables, y se despiden risueñas.


En ese momento, observo a mi esposa que sale del edificio y que ha observado a las dos damiselas bajándose de mi carruaje y diciendo adiós con sus manos.
Un frío de muerte me recorre el pellejo. La cara de mi amada ha cambiado. Ahora luce serie y sé que miles de pensamientos rondan su mente al mismo instante.


-¿Y esas quiénes son y de dónde las traías?-
Intento exponerle el malentendido, pero el nerviosismo se apodera de mí como si realmente aquellas dos monumentales chicas fueran mis amantes. Sin entender la razón, una risa malhechora se apodera del momento, y ella me mira mientras sé que duda de mis argumentos.


La verdad es que mi único pecado es no manejar un uber.

lunes, 12 de septiembre de 2016

Casi 100 años de soledad.


Mi abuela ‘Alla’ como le decimos desde siempre, cumple 94 años. Su cuerpo aún fuerte no lo sabe bien, tampoco su mente olvidadiza que pregunta con frecuencia cuánta edad tiene, y quizás menos, muchos de sus nietos y amigos, que no tienen idea del año exacto de su nacimiento.
Alla es una mujer especial. A pesar de completar casi un siglo de vida, sus ideas son modernas y sus puntos de vista se acoplan a la tolerancia y al respeto por la diferencia. Con voz gruesa y afinada, todavía canta aquellos tangos gardelianos de una manera sublime, y en cada frase musical que brota de su alma, puedo apreciar cientos de recuerdos que llegan a su mente durante su interpretación.
Recita poemas de muchas estrofas con la capacidad de una oradora internacional y sin vacilar por un instante sobre el verso siguiente, como si aquellos escritos se hubiesen impregnado en su lengua de manera indefinida. También narra con impresionante precisión la campaña libertadora de la Nueva Granada, entregando señales y detalles concisos de la vida de Simón Bolivar, en donde con facilidad cualquiera pudiera pensar que fue su amiga o su amante.
Alla ahora ríe con frecuencia, aunque años atrás, el llanto y la tristeza eran protagonistas en su vida. Viuda desde muy joven, quedó encargada de sus cuatro hijos pequeños, a los que tuvo que sacar adelante con el sudor de su trabajo como maestra en veredas y pueblos alejados. Luego la pérdida intempestiva de su único hermano fue un golpe bajo, y el inicio de una cadena de trágicos sucesos que conllevaron la muerte de su hija, sus padres y su tía de crianza en menos de un año.
Entregada a la pena, jamás volvió a sonreír. A sus sesenta años un enfisema pulmonar, consecuencia de sus muchos cigarrillos diarios, la dejó al borde de acompañar a sus familiares ausentes, pero la parca que juega con todos, se negó a invitarla a su viaje desconocido y se enamoró de sus canciones y poemas, decidiendo entonces que la vieja enferma del alma, con los recuerdos tristes y el pecho marchito, se quedaría por mucho tiempo más.
Alla se acostumbró a olvidar sus dolores más intensos –los que llevaba en su corazón-, y abrazándose al Alzheimer que llegó como invitado de honor, comenzó a vivir una vida donde ya no la atormentan las memorias tristes. Creo que a propósito enterró en un cajón del inconsciente aquellos tragos amargos, y dejó aflorar los momentos de idilio y romanticismo que han marcado sus más de nueve décadas.
No es Juana de Arco, ni Manuelita Sáenz, o Clara Zetkin, pero su trayectoria andariega la ha convertido en una heroína para quienes la conocemos. Gracias a su trabajo e inteligencia, su familia logró educarse y entregar frutos a las nuevas generaciones. Su lucha constante la convirtió en una ícono de todos los que de una u otra forma tenemos que ver con ella, con mi abuela, la mujer de hierro, esa que a sus 94 años me dice que el secreto de la vida es hacer lo que me haga feliz sin hacerle daño a nadie, y luego –sin tapujos- me cuenta un chiste atrevido donde va implícito su inteligencia y locuacidad.
Hoy a la distancia abrazo a mi vieja, a la abuela que no sabe cocinar ni tejer, a la que no le teme a la muerte, pues ahora son amigas que se respetan y admiran.
La llamaré a felicitar y seguramente cantaremos juntos ‘Recuerdos de Ypacaraí’, nuestra preferida.
 
 


jueves, 1 de septiembre de 2016

Mis paupérrimas defensas.


Llego a mi trabajo colmado de una alta dosis de energía. Me siento bien, tranquilo, contento y hasta con más vigor de lo acostumbrado.

Al entrar al edificio, me recibe el portero y me saluda de mano. Lo noto cabizbajo, con los ojos rojos, sudando un poco, y antes de que le pregunte qué demonios le sucede, un estornudo se abre paso entre nosotros y le sacude las entrañas. Me alejo con rapidez esperando que el virus no haya impregnado mi ambiente, y a la distancia le deseo que se mejore, pero él solo contesta con otro estornudo.

Camino entonces hacia el baño, con la intención de lavarme las manos y evitar así cualquier clase de contagio. Respiro profundo y de nuevo la vitalidad que me acompaña resalta en mi cuerpo y en mi mente.

-Hoy será un gran día-, decreto con certeza, y me dirijo hacia mi oficina.

Saludo con una sonrisa a todos los que están en nuestra sala de redacción, luego arribo a mi cubículo, prendo mis pantallas, mi televisor, y me dispongo a contestar las decenas de correos que tengo pendientes; pero justo antes de comenzar, mi compañero de al lado emite un fuerte estornudo que logra desconcentrarme y pensar que el virus se acerca una vez más.

Tras su primer ‘achis’, llega el segundo, y con él un ataque de tos.

-¿Estás enfermo?-, idiotamente le pregunto.

Él me mira con ojos de chinito, como queriéndome decir que sí soy un idiota por la pregunta, y por simple cortesía me responde: -Sí, me siento un poco mal-, mientras inicia una sonata de mocos en re menor, que combina con su tos grave de tenor desafinado.

Me reincorporo entonces en mi silla, buscando a mí alrededor algo que me proteja de la gripe que me rodea, pero no encuentro nada –desearía tener una careta de hospital para protegerme, pero no es así-.

-Hola-, me saluda la periodista que está a mi otro lado. -¿Tienes alguna pastilla para el dolor de cabeza?-

Le digo que en el botiquín hay algunas, pero mi respuesta es opacada por los sonoros estornudos que ahora suenan en coro por la inmensa sala.

Alertado me doy cuenta que son varios los enfermos, entonces mi alarma personal se activa, y el pánico de contagio se apodera de mi cabeza. La verdad es que no soy un tipo que jamás haya sobresalido por tener las defensas altas, y no quiero pasar un fin de semana en cama con fiebre y la nariz roja. Busco entonces una salida de emergencia, pero no la encuentro. Decido dejar todo lo que estoy hacienda y salir del edificio a tomar aire puro.

La energía que me acompañaba ha comenzado a abandonarme. Ya no me siento bien, no estoy tranquilo ni contento, y el vigor que me rodeaba se va desbordando lentamente entre mis dedos.

Recuerdo entonces que hay un supermercado a pocos metros de distancia. Me apresuro a comprar vitaminas C, un par de jugos de naranja, algunos pañuelos desechables –por si las moscas-, un aerosol para limpiar el aire (Lysol), y una botella de desinfectante de manos.

Al regresar al edifico, eludo al portero pretendiendo que hablo por mi teléfono. Luego entro a la oficina y me incrusto en mi silla, no sin antes limpiarla con el desinfectante, al igual que mis manos, el teléfono, el mouse del computador, y esparcir al lado de mi espacio el aerosol.

Pero mis precauciones son inútiles. Solo 30 minutos después, mi nariz comienza a segregar agua.

-Mierda, me voy a enfermar-, me digo molesto, al momento en que la garganta me raspa y un latido en la cabeza surge como pájaro carpintero.

Vuelo hacia el botiquín y encuentro las pastillas mágicas de la gripe. Me tomo un par con el jugo de naranja, pero antes de terminarlo, el primer estornudo me abraza.

Odio a mi compañero de trabajo, al portero, al virus, a sus mocos y a los demás dolores que ahora quieren jugar conmigo y dañarme los planes del fin de semana.

Paso el resto de la tarde sumido entre los mocos, los ojos llorosos, el frío del ártico, y café caliente.

Al salir de la oficina oso preguntarle de nuevo al culpable de mi estado de salud:

-¿Cómo te sientes ahora?-, pero el sonido de mi voz raya en la ronquera, como si fuera un cantante de rock and roll o un fumador empedernido.

-Mucho mejor. Gracias por preguntar-, indica él. Luego me dice: -No deberías venir así a la oficina, pudieras contagiar a alguien más-







martes, 2 de agosto de 2016

Entre tetas y nostalgias...

Un buen amigo, al que no veo hace varios meses, me invita a tomarme un trago a medio día. Después de analizarlo poco, decidimos ir a un reconocido club de strip-tease en la ciudad.

Es la 1 de la tarde, y el calor intenso de Miami se mete por mis poros. Parqueo mi auto en aquel lugar, notando con sorpresa que el parqueadero está lleno a esa hora del día. 

Entro al sitio de manera gratuita, luego encuentro un extenso corredor con pocas luces que me conduce a un enorme salón donde al menos una docena de hermosas mujeres bailan sobre la pista. 

Es mi primera vez en este club en particular, y me llama la atención la cantidad de clientes que se encuentran allí tan temprano. Hallo a mi amigo en medio de la sala, sentado en una de las mesas cerca de la pista de baile. Una cerveza fría espera por mí.

-¿Tienes hambre?-, pregunta él.
La verdad es que no he almorzado, por lo que le digo que sí, que si quiere después de la cerveza vamos a comer a alguna parte.

-Aquí podemos almorzar-, me dice sonriendo.

Miro a mi alrededor y observo a bellas musas bailando por doquier; otras se acercan a las mesas buscando vender bailes privados, y otras caminan por los pasillos modelando sus atributos y conversando entre ellas.

-Almorzar… ¿aquí?-, le respondo sin visualizarme comiendo en medio de aquel ambiente.

-Sí, aquí venden una carne exquisita, ya verás-.

Veinte minutos más tarde, le doy la razón a mi amigo, pues la carne con papas fritas sabe maravillosa. Creo que es normal ir a almorzar a estos sitios, ya que en otras mesas aledañas veo a grupos de hombres y en algunos de ellos, mujeres, disfrazados de ejecutivos y saboreando sus almuerzos mientras se divierten un poco.

Mi amigo me cuenta entonces sobre su nueva vida de casado, su nueva faceta como padre, y su trabajo. Yo le hablo de mis proyectos, mi familia, mi pareja; y entre tragos de cerveza y papas calientes, vamos hilando la actualidad en nuestras rutinas.

Luego un par de diosas se acercan a nuestra mesa y nos saludan. Sin saber por qué les damos nombres falsos, imagino que ellas hacen lo mismo, y se sientan a nuestro lado. 

-¿Quieren un baile antes de regresar al trabajo?-, nos preguntan.

Les decimos que no, pues realmente tenemos que volver a la oficina, además aun no terminamos la comida. Ellas entienden y se marchan con amabilidad. 

Mi amigo me habla de su bebé de 8 meses de nacida. Yo, que he estado en conversaciones con mi pareja para tener la nuestra, le pregunto ansioso de qué manera le ha cambiado la vida.

Él me dice que ahora sus días son diferentes. Despertar con los pies de su niña sobre el abdomen, es lo más maravilloso que le ha pasado, aduce el enamorado padre. Me dice que la curiosidad de la pequeña es asombrosa, pues no cesa de descubrir cualquier objeto que se cruza en su camino.

-Le di sandía (patilla) por primera vez, y tienes que ver el espectáculo que fue ese momento-, indica con un brillo especial en su tono de voz. Luego saca su celular y me muestra el video de aquel suceso mágico.

En cuestión de segundos, ambos estamos perplejos mirando la pantalla de su celular y viendo a la princesa abrir sus ojos enormes cuando ve frente a su carita la colorida fruta. Luego le da un mordisco sin dientes, y saborea el refrescante y dulce sabor, mientras suelta una carcajada de satisfacción, la misma carcajada que mi amigo y yo soltamos al ver semejante momento.

Mientras yo me encuentro absorto por las imágenes y los sueños de lo que podría ser mi propia hija, él recapacita y me dice preocupado:

-¿Te has dado cuenta que estamos en un club lleno de hermosas mujeres cuasi desnudas y llevamos 5 minutos viendo a un bebé tirarse pedos y vomitar sandía?


Una risa culposa se apodera de nosotros, y entonces nos damos cuenta en silencio que nos estamos volviendo viejos.

viernes, 22 de julio de 2016

Agotamiento noticioso

Nuevamente un ataque armado agobia mi ambiente de trabajo. Laborar en un canal de noticias ha comenzado a debilitarme, tanto física como mentalmente. Día a día, tenemos que lidiar con el mundo y su entorno loco: Un enfermo de la cabeza que se monta en un camión y dispara contra la multitud que celebra su independencia, luego embiste a cientos de personas, dejando a su paso cuerpos desmembrados, sangre, tripas, y horror por doquier. Un fanático religioso que se explota en un aeropuerto en medio de cientos de personas que alistan sus maletas para viajar. Tiroteos contra policías en Estados Unidos, un fallido golpe de estado, una contienda presidencial amorfa, hambre en un país que solía ser rico, y el que sus gobernantes ineptos han saqueado; corrupción, dádivas políticas a grupos al margen de la ley que siguen haciendo daño a la población civil, pero que serán redimidos como artífices de paz; terroristas que matan con barbarie en nombre de un dios de mentira, falsedades de gobiernos de turno, verdades distorsionadas por la avaricia y el amor al poder, maldad, engaños, bombas, sufrimientos, y además, un grupo de zombies buscando hologramas en calles y parques (lo menos malo).


-Uffff, qué mundo de mierda en el que vivimos-, pienso mientras llego a casa cansado, después de vivir plenamente un día noticioso.


Luego abrazo a mi esposa, hablo con mis viejos bellos, veo fotos de mis hermanas y mi sobrinito mueco, escucho mensajes de algunos amigos, y pienso que a pesar de toda esta hecatombe que nos toca padecer, siempre hay motivos de peso por los cuales luchar y seguir el camino que nos toca vivir.


Amo mi trabajo desde el primer día, me apasiona lo que hago, me siento orgulloso de mi labor, pero eso no significa que te vuelvas un robot y que la mala leche de la humanidad no afecte tu psiquis y debilite tus huesos y fibras nerviosas.
Creo que estamos viviendo momentos muy caóticos en el planeta, donde extremistas motivados por religión, dinero y odio, tienen la capacidad y desenfreno de cometer atrocidades, ya que en sus mentes vehementes piensan que tendrán recompensas.


A veces pienso en que quiero reproducirme como ser humano, tener una hija (o), ser papá; pero no puedo evitar sentir un gran temor de traer un ser a este mundo corroído por la ambición y la maldad, y en donde sé que esa pequeñita sufrirá las consecuencias de la negligencia y la malévola suciedad, perdón, sociedad que en la que nos movemos.
Sé que hay mucha gente buena en esta tierra, con buenas intenciones, haciendo en silencio obras que mejoran el mundo. No dudo que los perversos atrofiados sean menos, pero como todos sabemos, hacen más ruido que el resto. Y me pregunto: ¿Acaso no es hora de que las obras bondadosas tengan más eco? ¿Tendremos que acostumbrarnos a la maldad, al terror, al miedo en que hemos vivido desde siempre? ¿Valdrá la pena que sigamos trayendo hijos al mundo, cuando hay ya tantos niños desamparados viviendo aquí? ¿Fracasamos como especie?
Ojalá encontremos respuestas antes de encontrar a todos los pokemones del juego, aunque lo dudo.


 


 


 


   

domingo, 1 de mayo de 2016

Mansión Playboy vs Hospital.

-El día luce fabuloso desde este sitio; el cielo se ha tornado azul desde hace ya varias horas, y los rayos del sol logran rozar mi piel fría a través de los cristales opacos de esta ventana sucia, la que seguramente lleva ya varios meses sin que nadie la limpie por fuera-, indicó aquella mujer en voz alta, acostada en una cama de hospital.

Conectada a dos monitores y con decenas de cables cruzados por su abdomen, respiraba con dificultad. Su tos quebrada y ruidosa dejaba al descubierto su flema de colores, mientras la frente se llenaba de sudor y su rostro palidecía.

-Cuando salga de aquí voy a acostarme en un parque a oler la tierra fresca y a dejar que las hojas de los árboles caigan sobre mi cuerpo. Es una sensación encantadora-, volvió a indicar la paciente del 508. Dos minutos más tarde, un cura entró a la habitación para ofrecerle sus servicios religiosos, pero ella los rechazó con una sonrisa amable.

-Estoy en paz conmigo misma-, me dijo sin que yo le preguntara nada, y luego prosiguió:

-La vida poco ha sido fácil para mí, desde pequeña aprendí a sufrir el abandono y la soledad, sin saber los motivos-, luego su boca se llenó de tos, y con dificultad se sentó en su camilla para desgarrar sobre un pañuelito sus secreciones emanadas del fondo de sus entrañas, haciéndome tragar mi saliva en señal de repulsión.

-Tengo los pulmones destrozados. El puto cigarrillo-, dijo con una mueca de arrepentimiento.

Yo no mencioné palabra alguna, pero pensé que cada uno es artífice de su destino, y que cuando nos arrepentimos de lo que hacemos, la mayoría de las veces es demasiado tarde.

Junto a ella, en otra camilla, reposaba mi madre, quien presentaba dificultad al respirar y que esperaba un cuarto para ella sola.

Una hora más tarde, aquella mujer tuvo un nuevo caso de abandono: el nuestro, pues nuestro cuarto estaba listo.

-Buena suerte-, me despedí. -Ojalá puedas salir pronto de aquí y te mejores-, indiqué a sabiendas de que mi primer deseo se convertiría en realidad, pero no el segundo, tal como ella lo sabía.

Los hospitales son sitios lúgubres y tristes. No me gustan en absoluto, especialmente los fines de semana, donde preferiría estar tirado en la playa dejando que las olas mojen mis pies, y que la arena me acolche mientras me tomo una cerveza fría y disfruto la pasividad de la naturaleza.

Pero es que uno no escoge donde lo pone el destino, porque si así fuera yo estaría los domingos en la mansión PlayBoy, haciendo de las mías. En lugar de aquel maravilloso y erótico lugar, me encuentro en un hospital con mi madre en un cuarto y con mi papá en otro. Ambos enfermos de sus pulmones, ambos con sus baticas verdes con un diseño de espalda destapada, ambos a tan cortos metros de distancia uno del otro, y aún así sin verse personalmente, ambos batallando en contra de una infección respiratoria mientras se preocupan más por el otro que por ellos mismos.

-¿Cómo ves a tu papá-, me pregunta ella preocupada.

-No dejes solita a tu mamá-, indica él cuando entro a su cuarto.

-Dile a tu papá que pronto salimos de esta crisis-

-Cúbrele los pies a tu mamá, que ella es muy friolenta-

-¿Qué dice el médico de tu papá-, indaga ella sin que me haya preguntado ni una sola vez, qué ha dicho su propio médico.

-Necesito mejorarme pronto para cuidar a tu mamá-, sugiere él.

Mientras tanto, los dos siguen muy enfermos, con agujas en sus brazos por donde les aplican los antibióticos, con caras pálidas y desgano, con buenos deseos pero sin ánimos de cumplirlos.

Correr de un cuarto a otro ha sido un buen ejercicio en estos días donde el hospital es mi playa. Al pasar por el cuarto 508, veo que la mujer poeta ya no está allí, y que su cama ahora la ocupa un anciano que ronca como locomotora urgida de reparación.

Pregunto por su paradero y me dicen que su estado empeoró y hubo que moverla de urgencia a cuidados intensivos, donde ahora lucha por su vida. 

Camino entonces al cuarto de mi mamá y la abrazo, le digo lo mucho que la amo y la necesito. Luego hago lo mismo con mi viejo; y aunque sé que ambos mejorarán y serán dados de alta, me atormenta la simple idea de pensar que un día la marcha tendrá que continuar.

Ahora, a pesar de que me siento como un zombie y que estoy exhausto, me siento feliz y doy gracias de que tengo a mis viejos bellos a solo unos cuantos pasos de distancia, y que puedo tocarlos y contarles historias, y que hay especialistas cuidándolos y atendiéndolos. Y desearía entrar al 508 y abrazar a aquella mujer, y decirle que mañana yo me tiraré en un parque y oleré la tierra, y luego esperaré a que me caigan hojas y ramitas de un árbol cualquiera, y le contaré con lujo de detalles esta experiencia armoniosa, pero como dije antes, cuando nos arrepentimos siempre es tarde.

Buen viaje mujer, buen viaje.











viernes, 29 de abril de 2016

Mandar todo a la mierda

Por lo menos tengo que decir lo que pienso:
-A veces quiero mandar todo a la mierda, y hoy es una de esas veces-.

No me siento totalmente feliz. He buscado en Google de qué manera se logra la felicidad, y solo he encontrado frases motivadoras y consejos superfluos, como el de rodearse de gente feliz, tal como si uno pudiese ir por la calle y preguntar a cualquiera: 

-¿Sos feliz?-

Alguien me contestaría entonces:

-No, no mucho-

Yo respondería:

-Entonces no me junto con vos-, y seguiría buscando entre las caras desconocidas hasta que encuentre una con una mueca de mofa mientras la baba chorrea, y le preguntaría:

-¿Sos feliz?-

-Muy feliz, no me cambio por nadie. Amo la vida, las flores, mi perro, mis amigos, mi trabajo, amo el arcoiris, la cebolla, los helados, amo respirar, bailar, ver a otros caminando por la calle. Soy feliz porque estoy vivo y mientras haya vida hay esperanza-

Seguramente yo le diría:

-Vete a la mierda-, a contrario de los consejos de Google, donde debo manifestar mi entusiasmo e invitar al ser risueño a que sea mi amigo para toda la vida.

Pero es que así no funciona esto de la vida, pues el camino en este planeta es complicado, lleno de adversidades (para unos más que para otros), y en donde no hemos entendido como jugar el juego simple de estar aquí todos los días.

Quiero mandar todo a la mierda. A mis amigos, a mi trabajo, a mi casa, a mis obligaciones, a todo y a todos. Espero que nadie lo tome personal, es solo que hay días en que no encuentro un propósito que me llene totalmente. No se trata tampoco de falta de agradecimiento por los dones recibidos, o por el amor constante, o por las oportunidades que surgen, no. No se trata incluso de carencia espiritual, o de como sé que me van a decir muchos, de falta de Dios en mi camino.

Se trata tal vez de mi estado de ánimo en este día. Quizás de que me deprimo al seguir mi rutina, de que bebo demasiado café y este me altera los sesos, o de que los medicamentos que tomo para combatir mis afecciones respiratorias generan efectos secundarios en mi sistema nervioso central, y me hacen escribir gritos adornados con tipo de letra Times New Roman a una escala de 16 puntos.

He intentado en ocasiones dejar de ingerir aquellos medicamentos generadores de catarsis, pero entonces mis pulmones se cierran impidiendo que el aire me embargue, y prefiero tener que mandar todo a la mierda, a padecer la carencia de oxigeno que me ha acompañado toda la vida.

Por ahora, me iré al mismo sitio donde los he mandado a todos hoy, porque seguramente allí es donde merecemos estar por ahora.


Mañana será otro día...











martes, 12 de abril de 2016

Hugo: El tío que dice adiós.

Nunca le dije tío, esa es la verdad. Hugo siempre fue la manera en que lo llamé, y aunque sabía que era el hermano de papá, y había cercanía familiar, me sentía bien llamándolo por su nombre.

Ahora que lo pienso, nunca le he dicho tíos o tías a los herman@s de mi viejo, como tampoco he llamado primos o primas a nadie, a pesar de que tengo más de 100 de ellos.

Creo que es normal en mi familia llamarnos por el nombre, a excepción de mis padres y mis herman@s.

Hugo siempre fue un tío cercano. Su negocio quedaba a solo unos metros de distancia del nuestro, por lo que crecí muy cerca de él y su familia (Mis dos bellas primas). 

Hugo era muy compinche con mi viejo, y prácticamente en mi adolescencia, nos veíamos a diario. Él, delgado y con un cigarrillo en la mano, sonriendo con nobleza, de temperamento nervioso, con mirada sincera, siempre dispuesto a ayudar a mi padre o a quien tuviera una necesidad. Así recuerdo a Hugo, al que nunca llamé tío, más por costumbre que por otra cosa.

-Hola Hugo-, lo saludaba normalmente, sin besos, abrazos, o palmaditas en la espalda, pero con la convicción de que era parte de mi familia.

-Hola Héctor Manuel-, respondía él siempre, un poco hiperactivo, amable, a sabiendas de que yo también era parte de su círculo familiar.

Recuerdo que cuando tenía alrededor de 12 años, hice la preparación para mi confirmación, y cuando me enteré que tenía que elegir un padrino, en la primera persona que pensé fue en Hugo. (Él aceptó inmediatamente con una sonrisa, y después bromeó con sus frases irónicas e inteligentes que admiraba):

-¿Sabes que en la confirmación los regalos son para el padrino?-, dijo con seriedad.

-No sabía-, contesté angustiado, pensando que me tocaría comprarle un regalo con el poco dinero ahorrado que tenía en ese momento.

Hugo fue un gran hombre, un excelente hermano, un buen tío, un ejemplo de padre, y un ser humano caritativo y bondadoso.

Hace solo dos días, Hugo cerró sus ojos y la noticia impactó los míos.

Hoy, Hugo se suma a la lista de mis tíos que han cruzado la frontera de lo desconocido. Hoy quizás Hugo está junto a mi abuelita Rosa y mi abuelito Manuel, o habrá saludado con un abrazo a mi tío Dario y a mi tía Cielo, o estará bromeando junto a mi tío Miguel sobre cuál de los dos luce mejor. 

El hecho es que Hugo ha partido, pero su presencia sigue aquí donde nunca nadie muere, en el corazón de los que lo queremos, en la memoria de los que disfrutamos sus chistes, de los que recibimos su ayuda.

Buen viaje Hugo querido, gracias por apadrinarme un día, por querer tanto a mi viejo, por cuidar de la familia, por la chispa que prendiste y que no se apaga.

Ya nos veremos tío Hugo, y entonces ese día prometo que llevaré tu regalo.

lunes, 7 de marzo de 2016

Un niño hijo de puta


No se alarmen ni me ataquen, que no me estoy refiriendo a ninguno de sus niños, ni siquiera a un niño desconocido, porque estoy hablando de mí.

Mucho lo pensé antes de titular esta nota, pero después de analizarlo bien, creo que ningún calificativo se acomoda mejor.

Quiero contarles un par de acciones violentas a las que niego llamar travesuras de niños, ya que en ellas iban encerradas la maldad contra bichitos y criaturas vivas que aunque pequeñas o repugnantes no dejaban de ser vidas.

Cuando tenía aproximadamente 9 años, nos juntábamos con amiguitos en el patio del colegio y buscábamos hormigueros, los que suelen lucir como pequeños volcancitos con un agujero en la cima por donde entran y salen los invertebrados insectos. Luego tomábamos una ramita larga, prendíamos con una candela la punta inferior, la misma que introducíamos al agujero, a sabiendas de la calamidad interna que causábamos. Dentro del hormiguero había un incendio y una bocanada de humo que ahogaba los pequeños de ocho patas.

Lo peor de todo, cuando lo recuerdo hoy, es que en ese momento yo lo disfrutaba. No sé si los niños son crueles, no puedo hablar por otros, pero yo, era un hijo de puta.

Al pensar en esta horrible barbarie cometida con sevicia, me doy cuenta de mi maldad infantil y me avergüenzo de ella. Quemé hormigas emulando a un ignorante representante de la iglesia católica en los siglos 12 y 13, tal como si ellas fueran mujeres sabias interesadas en el conocimiento. La inquisición en aquellos hormigueros era una barbarie completa.

Además de aquellos crueles asesinatos, mis acciones despiadadas llegaban también a las cucarachas. Recuerdo que teniendo unos 10 años me paraba levemente sobre estos insectos desagradables, para que no murieran inmediatamente. Al sentirse herida, la cucaracha daba media vuelta y se posaba patas arriba, y yo, sin la menor compasión, tomaba unos fósforos y quemaba sus antenas y sus patas hasta que se chamuscaran.

Lógicamente el pobre insecto vibraba del dolor, mientras yo me refugiaba en el placer. Al pensarlo no puedo evitar decir en voz alta que era un gran hijo de puta.

Otra de mis víctimas mortales eran las babosas. Ignoro quién me dijo que al echarles sal estas se derretían. Junto a otros compañeros de mi edad, torturábamos los inocentes moluscos rastreros hasta que sucumbían a nuestra maldad.

No sé por qué los niños pueden ser tan crueles. Quizás es porque a esa edad uno no tiene conciencia del valor de la vida, tal vez porque mis padres nunca se dieron cuenta de mi maldad en contra de ellos, y por eso no me dieron las palmadas que merecía.

Hoy en día no soy capaz ni de pararme en el pasto, para no hacerle daño a las flores que allí crecen. Si tengo que matar un mosquito lo hago de un golpe seco para que no sufra. He visto cucarachas en la calle que pasan cerca de mis zapatos, y prefiero voltear mi vista hacia otra parte que posar mi suela y acabar sus vidas.

Esta nota no es una forma de hacer catarsis, no. Es una forma de declararme culpable e hijo de puta por los crímenes cometidos. De verdad les cuento que me arrepiento de esa maldad en contra de seres inocentes.

Creo que es importante hablar con nuestros niños y generarles un sentido de responsabilidad con la vida en todos sus niveles.

Que en paz descansen los bichitos que maté.

viernes, 26 de febrero de 2016

Consejos inútiles para contratar empleados

Mi padre siempre ha dicho a sus hijos:
-Hay dos clases de personas: El que es negociante, y el que no. Aquellos que lo somos, tenemos una ventaja, porque de alguna forma aprendemos a hacer empresa y salir adelante-.

Mi viejo es un gran comerciante, con una amplia y próspera visión de negocios, y con la capacidad mercantil necesaria para llevar con éxito sus emprendimientos.

Mis tres hermanas y mi hermano, tienen el olfato de mi padre: son sagaces, inteligentes, con extremo sentido de la disciplina y con una calculadora visión analítica a futuro que los hace triunfar.

Lamentablemente, mi olfato para los negocios es nulo, inexistente, equívoco, y en la mayoría de las ocasiones: idiotamente errado.

Por ejemplo, hace pocos días necesitaba sacar un enorme sofá de mi apartamento ubicado en un quinto piso. Debido al tamaño gigantesco del mueble, fue imposible que cupiese en alguno de los elevadores liliputienses de mi edificio.

Recordé con dolor el momento cuando tuve que subir el animal de madera por las escaleras curvas del inmueble. Junto con tres amigos dijimos todas las groserías existentes esa tarde, sudamos, nos golpeamos los dedos, mentamos nuevas groserías que el sofá merecía, nos enfurecimos, nos reímos, pensamos en la mitad del camino que lo mejor era devolvernos y quemar el armatoste en la calle mientras lo pateábamos, hasta que por fin, al cabo de diez siglos, llegamos a mi nueva morada. Ahora, dos años más tarde, el enorme animal, debía salir de allí, pero mis tres amigos ya no estarían para ayudarme. (No quise maltratar la amistad de nuevo).

Decidí entonces conducir hasta una enorme cadena de ferreterías llamada (Home Depot), donde es fácil encontrar trabajadores que se apuestan cerca de la puerta, buscando trabajo por horas. Allí sería conveniente encontrar ayuda para esta misión cuasi imposible.

Al llegar al sitio, observé a un grupo de hombres fornidos que se apostaban en la acera, mientras hablaban y fumaban un cigarrillo. Supuse que cualquiera de ellos pudiera ser mi otro par de brazos para sacar el sofá de mi casa.

Al arrimarme en mi auto al sitio, bajé la ventanilla del copiloto y pregunté:

-¿Puede alguien ayudarme a bajar un sofá de un quinto piso?-

Antes de terminar mi frase, ya había un hombre regordete sentado en mi auto, mientras otros de su mismo tamaño se abalanzaban a mi carro, pretendiendo que me los llevara a trabajar.

La verdad es que me incomodó la manera en que aquel hombre entró a mi vehículo intempestivamente. Le pedí entonces el favor que se bajara, mientras observaba al grupo para escoger a mi ayudante.

Detrás de todos los hombres, vi sentado en la acera a un señor de unos 40 y tantos años, de brazos fuertes y gran estatura. Me conmovió el hecho de que los otros hombres lo opacaran.

-Señor, ¿quiere venir conmigo a ayudarme?

Él giró su cabeza hacia mí. Su mirada era humilde. Se llevó entonces su mano hacia su pecho y respondió:

-¿Yo?-

-Sí señor. Si quiere vamos y yo lo regreso a este sitio-

El hombre se puso de pie y caminó hacia mi auto. Vestía unos pantalones viejos y una camiseta con algunos orificios. Supuse entonces que aquel hombre estaba necesitado.

En el camino le expliqué que deberíamos bajar un sofá enorme por unas escaleras angostas, pero que entre ambos podíamos hacerlo. Él no emitió palabra alguna sobre el tema.

Luego le pregunté sobre su origen. Me contó que era cubano, que tenía dos hijos en su país, y que había llegado a Estados Unidos tres meses atrás. Su plan era traer a su familia tarde o temprano. Me habló de la odisea de su viaje, también de la vida en Cuba actualmente, de su familia y de lo extraño que le resulta este país.

Al llegar a mi apartamento (media hora más tarde) dijo sus primeras palabras sobre la labor encomendada:

-Espero que el sofá no sea muy pesado, pues tengo un problema en la espalda-

-¿Qué qué?-, pensé en silencio, recordando que el animal pesaba como cien millones de toneladas.

-¿Tienes un problema en la espalda?-, le pregunté preocupado.

-Sí, además tenemos que hacerlo despacio porque tengo dañado el hombro, ya sabe, las consecuencias de jugar pelota (béisbol), añadió con tranquilidad.

-¿Y por qué no me dijo eso antes de venirse conmigo?

-Usted no me preguntó, además yo ni me ofrecí ¿recuerda?

Maldije entonces mi estupidez por haber sacado del auto al regordote que se ofreció primero, y del que estoy seguro ya tendría el sofá en la calle.

-¿Ya desayunó?

-No señor-, contestó con la mirada baja.

Frite dos huevos, serví café con pan y queso, y nos sentamos a desayunar antes de comenzar el trabajo.

Luego iniciamos la labor.

-¿Por qué no se va usted adelante? La verdad es que no tengo balance y me da miedo caerme por las escaleras

-¿Pero me está hablando en serio?-, volví a pensar, presintiendo que me tocaría a mi jugar el papel de sansón.

El hecho es de que comencé a bajar primero con el sofá, viéndome muy cerca de rodarme por algunas escalas con el pesado e incómodo mueble encima. Aquel hombre era un fracaso como ayudante.

Cada dos escalas me pedía una pausa.

-Despacio, despacio-, me gritaba como si yo fuera capaz de controlar la fuerza de gravedad.

De nuevo las groserías que con mis tres amigos dijimos al sofá dos años atrás, salieron a relucir, pero ahora el destinatario de aquellas palabrotas ‘mentales’ era otro.

-Qué mierda haberme traído a este loco tan inútil-, pensé molesto, y por un instante la voz de mi padre llegó a mi cabeza sudorosa:

-“Hay dos clases de personas: El que es negociante, y el que no. Aquellos que lo somos, tenemos una ventaja, porque de alguna forma aprendemos a hacer empresa y salir adelante”-

Deseé entonces llamar a mi viejo y preguntarle cómo podemos sobrevivir los que no somos negociantes, pero mi celular estaba en mi mesa de noche.

-Despacio, despacio-, volvía a gritar, sin percatarse que solo dos metros de distancia lo salvaban de que mis manos magulladas por las paredes lo ahorcaran.

Al cabo de muchos insultos mentales, piscinas de sudor y dos dedos jodidos y ensangrentados, llegamos al primer piso.

-¡Uff! Me sacaste la madre-, osó en decirme

Yo lo miré con furia, pero inmediatamente recordé que el error era propio, y me di golpes de pecho por no haber heredado la suspicacia de mi viejo.

-Hombre, la próxima vez diga que tiene problemas musculares antes de ofrecerse a un trabajo-, le dije con seriedad.

Su respuesta fue la misma:

-Yo no me ofrecí. Usted me insistió ¿recuerda?

-¿Cómo olvidarlo?- contesté entre dientes.

40 minutos más tarde, dejaba a mi inservible ayudante en su acera.

Después de pagarle me dijo:

-Si quiere anote mi teléfono, para que me llame cuando me necesite-

-Deje así mijo. Deje así-.