Translate

viernes, 26 de febrero de 2016

Consejos inútiles para contratar empleados

Mi padre siempre ha dicho a sus hijos:
-Hay dos clases de personas: El que es negociante, y el que no. Aquellos que lo somos, tenemos una ventaja, porque de alguna forma aprendemos a hacer empresa y salir adelante-.

Mi viejo es un gran comerciante, con una amplia y próspera visión de negocios, y con la capacidad mercantil necesaria para llevar con éxito sus emprendimientos.

Mis tres hermanas y mi hermano, tienen el olfato de mi padre: son sagaces, inteligentes, con extremo sentido de la disciplina y con una calculadora visión analítica a futuro que los hace triunfar.

Lamentablemente, mi olfato para los negocios es nulo, inexistente, equívoco, y en la mayoría de las ocasiones: idiotamente errado.

Por ejemplo, hace pocos días necesitaba sacar un enorme sofá de mi apartamento ubicado en un quinto piso. Debido al tamaño gigantesco del mueble, fue imposible que cupiese en alguno de los elevadores liliputienses de mi edificio.

Recordé con dolor el momento cuando tuve que subir el animal de madera por las escaleras curvas del inmueble. Junto con tres amigos dijimos todas las groserías existentes esa tarde, sudamos, nos golpeamos los dedos, mentamos nuevas groserías que el sofá merecía, nos enfurecimos, nos reímos, pensamos en la mitad del camino que lo mejor era devolvernos y quemar el armatoste en la calle mientras lo pateábamos, hasta que por fin, al cabo de diez siglos, llegamos a mi nueva morada. Ahora, dos años más tarde, el enorme animal, debía salir de allí, pero mis tres amigos ya no estarían para ayudarme. (No quise maltratar la amistad de nuevo).

Decidí entonces conducir hasta una enorme cadena de ferreterías llamada (Home Depot), donde es fácil encontrar trabajadores que se apuestan cerca de la puerta, buscando trabajo por horas. Allí sería conveniente encontrar ayuda para esta misión cuasi imposible.

Al llegar al sitio, observé a un grupo de hombres fornidos que se apostaban en la acera, mientras hablaban y fumaban un cigarrillo. Supuse que cualquiera de ellos pudiera ser mi otro par de brazos para sacar el sofá de mi casa.

Al arrimarme en mi auto al sitio, bajé la ventanilla del copiloto y pregunté:

-¿Puede alguien ayudarme a bajar un sofá de un quinto piso?-

Antes de terminar mi frase, ya había un hombre regordete sentado en mi auto, mientras otros de su mismo tamaño se abalanzaban a mi carro, pretendiendo que me los llevara a trabajar.

La verdad es que me incomodó la manera en que aquel hombre entró a mi vehículo intempestivamente. Le pedí entonces el favor que se bajara, mientras observaba al grupo para escoger a mi ayudante.

Detrás de todos los hombres, vi sentado en la acera a un señor de unos 40 y tantos años, de brazos fuertes y gran estatura. Me conmovió el hecho de que los otros hombres lo opacaran.

-Señor, ¿quiere venir conmigo a ayudarme?

Él giró su cabeza hacia mí. Su mirada era humilde. Se llevó entonces su mano hacia su pecho y respondió:

-¿Yo?-

-Sí señor. Si quiere vamos y yo lo regreso a este sitio-

El hombre se puso de pie y caminó hacia mi auto. Vestía unos pantalones viejos y una camiseta con algunos orificios. Supuse entonces que aquel hombre estaba necesitado.

En el camino le expliqué que deberíamos bajar un sofá enorme por unas escaleras angostas, pero que entre ambos podíamos hacerlo. Él no emitió palabra alguna sobre el tema.

Luego le pregunté sobre su origen. Me contó que era cubano, que tenía dos hijos en su país, y que había llegado a Estados Unidos tres meses atrás. Su plan era traer a su familia tarde o temprano. Me habló de la odisea de su viaje, también de la vida en Cuba actualmente, de su familia y de lo extraño que le resulta este país.

Al llegar a mi apartamento (media hora más tarde) dijo sus primeras palabras sobre la labor encomendada:

-Espero que el sofá no sea muy pesado, pues tengo un problema en la espalda-

-¿Qué qué?-, pensé en silencio, recordando que el animal pesaba como cien millones de toneladas.

-¿Tienes un problema en la espalda?-, le pregunté preocupado.

-Sí, además tenemos que hacerlo despacio porque tengo dañado el hombro, ya sabe, las consecuencias de jugar pelota (béisbol), añadió con tranquilidad.

-¿Y por qué no me dijo eso antes de venirse conmigo?

-Usted no me preguntó, además yo ni me ofrecí ¿recuerda?

Maldije entonces mi estupidez por haber sacado del auto al regordote que se ofreció primero, y del que estoy seguro ya tendría el sofá en la calle.

-¿Ya desayunó?

-No señor-, contestó con la mirada baja.

Frite dos huevos, serví café con pan y queso, y nos sentamos a desayunar antes de comenzar el trabajo.

Luego iniciamos la labor.

-¿Por qué no se va usted adelante? La verdad es que no tengo balance y me da miedo caerme por las escaleras

-¿Pero me está hablando en serio?-, volví a pensar, presintiendo que me tocaría a mi jugar el papel de sansón.

El hecho es de que comencé a bajar primero con el sofá, viéndome muy cerca de rodarme por algunas escalas con el pesado e incómodo mueble encima. Aquel hombre era un fracaso como ayudante.

Cada dos escalas me pedía una pausa.

-Despacio, despacio-, me gritaba como si yo fuera capaz de controlar la fuerza de gravedad.

De nuevo las groserías que con mis tres amigos dijimos al sofá dos años atrás, salieron a relucir, pero ahora el destinatario de aquellas palabrotas ‘mentales’ era otro.

-Qué mierda haberme traído a este loco tan inútil-, pensé molesto, y por un instante la voz de mi padre llegó a mi cabeza sudorosa:

-“Hay dos clases de personas: El que es negociante, y el que no. Aquellos que lo somos, tenemos una ventaja, porque de alguna forma aprendemos a hacer empresa y salir adelante”-

Deseé entonces llamar a mi viejo y preguntarle cómo podemos sobrevivir los que no somos negociantes, pero mi celular estaba en mi mesa de noche.

-Despacio, despacio-, volvía a gritar, sin percatarse que solo dos metros de distancia lo salvaban de que mis manos magulladas por las paredes lo ahorcaran.

Al cabo de muchos insultos mentales, piscinas de sudor y dos dedos jodidos y ensangrentados, llegamos al primer piso.

-¡Uff! Me sacaste la madre-, osó en decirme

Yo lo miré con furia, pero inmediatamente recordé que el error era propio, y me di golpes de pecho por no haber heredado la suspicacia de mi viejo.

-Hombre, la próxima vez diga que tiene problemas musculares antes de ofrecerse a un trabajo-, le dije con seriedad.

Su respuesta fue la misma:

-Yo no me ofrecí. Usted me insistió ¿recuerda?

-¿Cómo olvidarlo?- contesté entre dientes.

40 minutos más tarde, dejaba a mi inservible ayudante en su acera.

Después de pagarle me dijo:

-Si quiere anote mi teléfono, para que me llame cuando me necesite-

-Deje así mijo. Deje así-.

No hay comentarios:

Publicar un comentario