Todos practican
yoga. Creo que es la modalidad de moda, en donde el cuerpo y la mente armonizan
para brindar tranquilidad y paz a nuestras vidas atareadas por los problemas,
las incertidumbres, los ajetreos constantes, la prisa, los deberes, y en fin,
un sinnúmero de facetas que nos vuelven locos.
Yo estoy medio
loco (como muchos de ustedes), quizás en mayor o en menor grado, eso ya lo
deciden los que me conocen; y a veces soy consciente de que necesito
urgentemente encontrar un balance entre mi rutina, mi mente y mi cuerpo.
–La solución es
que practiques yoga-, me dice mi esposa, quien es una seguidora constante de
esta bella práctica, donde sus extremidades se doblan al compás de su respiración
calmada, y en donde el control de su hermoso cuerpo gira tranquilamente
mientras la comisura de sus labios se arquea en una mueca de placer y
serenidad.
-Vamos, inténtalo-,
me reta en inglés, hasta el punto de que decido seguirle la corriente y acompañarla
una tarde de sábado, a una de sus clases.
Comienzo entonces mi práctica de estiramiento forzado observándola como guía, pero cuando inicio a emular sus posiciones de contorsionista de circo, me agarra un calambre horrible en el muslo derecho que me sube por la nalga, logrando que contorsione sobre la alfombrilla especial de yoga y me retuerza como un gusano asustado.
Comienzo entonces mi práctica de estiramiento forzado observándola como guía, pero cuando inicio a emular sus posiciones de contorsionista de circo, me agarra un calambre horrible en el muslo derecho que me sube por la nalga, logrando que contorsione sobre la alfombrilla especial de yoga y me retuerza como un gusano asustado.
-Lo estás
haciendo muy bien para ser tu primera vez-, pensará ella y sus amigas, mientras
todas respiran profundo carcomidas por la envidia de mis movimientos
involuntarios, y sin decir nada, se ponen de pie, siguiendo las instrucciones de
la profesora, quien ya observa con desagrado mi carencia de flexibilidad.
Adolorido me
pongo de pie y sigo la pantomima muscular que no me agrada para nada. Junto las
manos y las estiro, luego hago una patética mal interpretación de un movimiento
donde la pierna derecha se posa sobre la izquierda, mientras las palmas de mis
manos descansan sobre mi pecho. Comienzo a ladearme de un lado a otro como
palmera en noche de viento, estando seguro que luzco como una ‘mantis religiosa’,
pero con el balance de un yoyo manejado por un anciano con artritis.
El martirio
continúa. Miro alrededor. Las sonrisas de satisfacción se mezclan con mi cara
de dolor e inconformidad.
-Volvamos a la posición
de ‘dandasana’-, indica la bruja malvada, a sabiendas que no entendí ni pío de
lo que dijo, y de que no pertenezco a su aburrida clase. Inmediatamente las 12
personas que están a mi lado, se arrodillan y posan su cabeza sobre la
alfombrilla. Cuando por fin logro entender lo que debo hacer, y como si la instructora
quiere joderme la vida, les indica que hagan otra posición, por lo que todos se
mueven con ligereza mientras yo apenas me arrodillo.
La coreografía perfecta
es opacada entonces por un idiota descoordinado que se mueve en contravía: Yo.
Los minutos se
hacen siglos en aquella clase. Mi mujer me mira y sonríe, como si una mueca fuera
suficiente para que mis huesos y musculos entiendan qué hacer.
Deseo levantarme
y mandar todo a la mierda. Odio el yoga, los estiramientos, las respiraciones
controladas, las miradas de burla de la instructora, y el dolor muscular que me
impide largarme de allí.
Terminamos la
clase con una meditación profunda, en donde no logro dejar mi mente en blanco,
debido a que me duele respirar.
-Estoy orgullosa
de vos-, me dice ella, argumentando que mañana la clase será incluso más divertida
y que poco a poco comenzaré a encariñarme de esta práctica de vida.
-¿Mañana?-,
pienso alarmado, sabiendo que no asistiré.
La verdad es que
no le encuentro el gusto, ni considero que es lo que necesito para relajar mi mente
y mi cuerpo.
Luego en la
tarde me voy a nadar un rato, logrando que mis tensionados músculos regresen a
su estado normal, y más tarde me encierro en mi cuarto con mi guitarra eléctrica y
mi amplificador potente, para desahogar mi mente y encontrar soluciones a los
problemas que me agobian.
Realmente no necesito
yoga ni meditación para encontrarme a mí mismo. Respeto a quienes les encanta,
pero he decidido que por ahora, mi mejor relajación son las notas de mi
guitarra, mi café negro hirviendo, y estas hojas en blanco que lleno con
hojarasca.
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