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miércoles, 13 de abril de 2022

El alma fragmentada

Confieso que he intentado escribir este blog durante semanas, pero no he podido hacerlo porque la melancolía, la depresión, el estrés, los dolores agudos de cabeza y otros factores similares me agobian las 24 horas de cada jornada y no me dejaban proseguirlo.

Ya ha pasado más de un mes… un difícil mes desde que mi papá dejó el cuerpo al que nos tenía acostumbrados y se sumergió en el abismal cosmos energético que no podemos ver físicamente pero que percibimos cuando nuestros sentidos más sublimes se conectan con la irrealidad atípica y mágica que existe al otro lado del camino.

Luego de millones de lágrimas, de vacíos profundos y liqueos infinitos en el alma, concluyo que mi viejo hermoso solo cambió de forma, y todavía sigue tan presente como cada una de estas líneas.

Yo no soy un ser religioso, tampoco creo en dogmas institucionales plasmados en libros milenarios, es más, mis dudas, acrecentadas aún más en este proceso de duelo, me hacen pensar de nuevo que no hay seres individuales superiores que se encargan de la salvación o la condena de los vivientes; aun así, sé por vivencia propia que hay fenómenos que lastimosamente no podemos explicar y que me dan la tranquilidad de saber que mi papá sigue con nosotros, sigue aquí conmigo.

Y es que el tabú de la muerte en nuestras sociedades incrementa el dolor de perder a un ser amado, porque pasamos la vida escondiéndonos desde siempre de este tema obligatorio, hasta el punto que fingimos que podremos evitar nuestro desenlace único, pensando que nuestros cuerpos son inmortales, sin entender muy bien que cada segundo la cadavérica nos respira en el cuello.

¿Acaso no sería más fácil ver la muerte como lo que es, una condición humana, un momento inevitable y común en la evolutiva escala universal? ¿Por qué la romantizamos tanto al punto de hacernos daño?

A partir del viaje de mi papá comencé a investigar mucho más sobre la muerte, me adentré en la tanatología, en lecturas relacionadas con el más allá, en prácticas de meditación, en grupos de apoyo que no han servido, siempre queriendo buscar una respuesta concreta a mi actual estado de pánico profundo.

Muchas noches he salido en mi auto mientras una canción de heavy metal suena con el volumen al 100%, opacando mis gritos de desespero y amargura, una técnica que bien me ha funcionado y que recomiendo a quienes pasen por momentos similares, pues luego de varios bramidos mi cuerpo queda en un estado de cansancio que me ayuda a conciliar el sueño por algunas horas.

Pero la verdad sea dicha, no hay nada que pueda remediar una tristeza causada por un duelo. No encuentro nada que me haga sentir mejor.

Sé que muchas personas están pasando por situaciones parecidas, con dolores agónicos enmarcados en hijos, parejas, hermanos, padres, seres amados que jamás volveremos a ver aquí, y sé que todas esas penas experimentadas de forma diferente son válidas y profundas.

También he aprendido que los duelos tienen varias etapas (negación, ira, negociación, depresión, aceptación) y que todas las personas reaccionan diferente ante ellas. En mi caso particular, nunca viví la negación de la ida de mi viejo, pero sí tengo rabia, mucha, y depresión, bastante, y también negocié sin frutos, y la aceptación es tácita, porque hay momentos del día en que me cuesta aceptar que ya no veré a mi mejor aliado, a mi hombre favorito. 

Extraño escucharlo, verlo, llamarlo para comentar los resultados de cada partido, llegar a casa y esperar su arroz con leche, sentarme con él a recibir sus consejos sabios, sentir su presencia que llenaba todo…

Yo no puedo despedirme de papá, porque él sigue haciendo parte de mi cotidianidad, pero ¿a quién pretendo engañar? ¡Él ya no está aquí! y odio con el alma saberlo.

El día que papá murió, una parte de mí murió con él, pero no por esto voy a rendirme ante la vida, pues él no lo hubiese querido así. Yo conservo sus recuerdos, sus enseñanzas, la familia que junto a mi madre construyó y que es pilar fundamental en mi ruta. Por siempre llevaré su legado, se lo enseñaré a mi hijo para que él también lo viva y comparta con los suyos. Mi viejo Gildardo fue un hombre de honor, su palabra era documento notariado, su fe, honorabilidad y pasión por la justicia resaltaban cada día entre quienes lo rodeábamos.

En estos momentos de amargura, donde me siento perdido y agobiado, en estos momentos que son los peores que he vivido, me he dado cuenta también quiénes son los amigos, porque a veces podés estar rodeado de mucha gente, pero cuando más los necesitas, muchos optan por tomar distancia.

La vida continúa, dicen algunos, pues sí, la verdad es que la vida sigue, pero uno ya no es el mismo, es imposible volver a hacerlo con las cicatrices que llevas por dentro.

Solo espero algún día ser la mitad del hombre que fue mi viejo hermoso, entonces ahí podré estar en paz y llegar a abrazarlo de nuevo.

Gracias papá por tu entrega y amor constante, por tus sacrificios y cuidados, por tus preocupaciones y por tu entereza. Siempre fuiste y serás un luchador. Te amo, admiro y llevo en el alma, porque somos uno.