Llego al taller
de mi mecánico de confianza para cambiarle aceite a mi vehículo. Su nombre es
Fabio, un bogotano que conozco desde hace casi 5 años, y que al hoy considero
un amigo.
Mientras cambia
el filtro del aceite, Fabio me cuenta que no está satisfecho con su trabajo, ya
que siente que no es valorado por sus jefes.
Le recomiendo
que busque abrir su propio taller, ya que debido a su vasta experiencia no
tendrá problema con conseguir nuevos clientes, además estoy seguro que los
antiguos lo seguirían.
Argumento que es
muy difícil conseguir un mecánico de confianza, ya que la mayoría de ellos se
quieren aprovechar de tu ignorancia y abusan con los precios, o por lo menos me
ha pasado a mí en otras ciudades.
Me dice que lo
ha pensado, pero que le da temor lanzarse a esta aventura, donde tendría que
invertir sus ahorros, con el riesgo de que fracase. Fabio es un tipo casado con
dos hijas que pronto irán a la universidad, por lo que entiendo perfectamente
la razón de sus miedos.
Aún está pagando
su casa, los carros de sus hijas, además de enviarle mensualmente dinero a su
madre en Colombia.
Seguimos
conversando, y me pregunta cómo marcha mi vida. Le cuento sobre mis problemas,
mi cotidianidad, y otras cosas más.
El dueño del
taller, un hombre que casi siempre está malhumorado, entra al local cargando en
su mano una botella de ‘coquito’, un licor que él mismo ha preparado en casa, y
que es típico en Puerto Rico.
Nos saludamos
cordialmente, y luego me sirve un pequeño trago navideño, al igual que al resto
de los clientes. Esta vez tiene una sonrisa permanente, que inclusive lo hace
tararear una melodía navideña. Los clientes se contagian de su alegría, y ahora
la mayoría de ellos destellan sonrisas repentinas.
-Ya está tu auto
listo-, me dice Fabio con amabilidad, añadiendo que me rotó las llantas, además
de revisar todos los fluidos, frenos, y otras piezas más.
-¿Cuánto te
debo?
-Olvídalo, el
cambio de hoy es mi regalo de navidad-, indica.
Me niego a
aceptarlo, y le digo que no permitiré que regale su trabajo.
Tras su
insistencia, le sugiero que mejor saque unos minutos y comamos algo en una
tiendita cubana que está al frente de su taller.
-Pero yo
invito-, replica.
Nos tomamos dos
refrescos, y algunas empanadas de pollo en su nombre. Luego regresamos al
taller, donde le pago su trabajo, y nos damos un abrazo engrasado de navidad.
Comienzo a
manejar mi auto sintiéndome bien. Me doy cuenta que la navidad tiene un
espíritu especial que nos toca los corazones y nos vuelve más amables y
bondadosos.
Mientras
conduzco, una mujer atraviesa su camioneta gigantesca sin poner luces, pero
logró maniobrar y evitar un choque.
Paso por su lado
molesto, pero inmediatamente me pide disculpas. Reacciono con tranquilidad y le
indico que tenga cuidado, ya que no quiere estrellarse por ahí. Nos deseamos
suerte y partimos con una sonrisa.
-El espíritu de
la navidad-, vuelvo a pensar, sintiendo en el aire una mejor vibración.
Llego entonces
al centro comercial, para comprar algunos regalos que aún me faltan.
Volteo cerca de
40 minutos buscando un espacio para aparcar, pero la tarea parece imposible.
Al fin logro ver
un pequeño espacio, por lo que apresuro mi marcha, pero al llegar sale un auto
de quien sabe dónde y me intenta robar el puesto.
Bajo mi ventana
y le digo que llevo esperando ratos, pero aquel hombre me grita que me vaya al
carajo (en inglés), además me muestra sus dientes como perro rabioso.
Subo la ventana
y dejo que aquel hombre sin espíritu navideño haga lo que quiera, además ahora
no sabes quién es quién, y es mejor prevenir un problema mayor.
Al cabo de otros
15 largos minutos encuentro un nuevo lugar donde dejo mi auto.
Al entrar al
centro comercial encuentro a cientos y cientos de personas realizando sus
compras navideñas.
Canciones de
navidad resuenan por las 4 puntas. Un Papa Noel se ubica en la puerta de cada
tienda, mientras tocan una campana chillona que comienza a generarme jaqueca.
Entro a una
tienda y busco lo que compraré, mientras otros muchos siguen entrando al mismo
almacén, generando empujones y otros contactos físicos.
Me dispongo a
pagar, pero me encuentro con una fila de
más de 30 personas. Solamente dos personas atienden las cajas
registradoras. Miro con detenimiento a quienes están delante de mí, y me doy
cuenta que la mayoría de ellos cargan varios artículos, por lo que deduzco que
será al menos otra hora perdida en línea.
Salgo de la
tienda entonces sin los regalos, un toque molesto, y pensando que mañana sábado
tendré que regresar, a pesar de que será peor.
La campana del
gordiflón Papa Noel me resuena en un oído, dejándome un eco agudo que duró por
horas. Lo miro seriamente y me provoca meterle su campanita por…, pero el
hombre al notar mi disgusto me dice:
-Jo jo jo, feliz
navidad-
Respiro hondo, y
le digo feliz navidad entre dientes.
Luego salgo del
enorme edificio y me dirijo a mi auto, pero no lo encuentro.
Sé que cabe la
posibilidad de que haya salido por una puerta diferente a la que entré, y debido
a mi retentiva de dos pesos, me demoro casi 40 minutos más buscando mi
transporte, hasta que después de vueltas y vueltas, lo veo al final del
parqueadero.
Me subo al auto
y me doy cuenta que el espíritu navideño ya no me acompaña, es más estoy
convencido que no lo tuve nunca, y que mi buen estado de ánimo mañanero fue un
reflejo de las acciones buenas de otros.
Siempre he
pensado que no podemos controlar lo que pasa a nuestro alrededor, pero sí la manera
en que reaccionamos y por tanto nuestro estado mental y anímico. A pesar de
saberlo, pocas veces lo aplico a mi cotidianidad, ya que es muy fácil saberse
la teoría, pero ejercitarla es una tarea que conlleva un largo camino.
Al escribir
estas líneas pienso que mañana asumiré una mejor actitud cuando vaya a hacer
mis compras navideñas, a pesar de que el Papa Noel de cada tienda quiera
sacarme de casillas con su campanario manual.
Espero que el
espíritu navideño me contagie durante las próximas horas y mi actitud sea
positiva, a pesar de que la de otros no sea así.