He tenido una
noche perfectamente imperfecta. Intenté acostarme alrededor de las 11 y
descansar, pero al cabo de unos minutos me di cuenta que dormir sería una tarea
complicada, así que decidí prender la tele. Canal tras canal, y programa tras
programa, llegué a la conclusión que no había nada que me interesara. Fui
entonces a la cocina a saciar mi ansiedad, pero al abrir el refrigerador, no
encontré nada que me apeteciera.
Pensando que un
poco de aire fresco me haría bien, me puse un jean viejo y unos tenis
cualquiera, y caminé alrededor de casa, pero la pasividad de mí vecindario me
carcomió los deseos atrapados en el pecho.
Prendí el auto,
y partí sin rumbo fijo, confiando que mi cacharrito supiera más o menos a dónde
ir. Sin GPS, ni canciones de radio, llegué a una plazuela comercial, a la que
nunca había ido, a pesar de pasar por allí casi todos los días.
Bajé del
vehículo, y comencé a husmear alrededor. Al final de la calle, se escondía
tímidamente un bar pequeño, y sin avisos publicitarios.
-De pronto un
trago es lo que requiero para poder dormir como merezco-, pensé errado.
Al entrar a
aquel lugar, me sorprendí al ver que los pocos clientes pertenecían a la
tercera edad, o incluso a la cuarta y quinta.
El hombre que
atendía tras la barra, también llevaba en su rostro las arrugas derivadas de
mínimo siete décadas. Los presentes me miraron preguntándose lo mismo que yo me
preguntaba. ¿Qué diablos hago aquí?
Pedí un whiskey
doble en las rocas, y me senté junto a un hombre que fumaba un cigarro mentolado,
y que bebía una cerveza cualquiera.
-¿No puedes
dormir?-, indagó aquel extraño, dejándome de una sola pieza.
Moví mi cabeza de
un lado a otro, y tomé otro trago. Luego miré el reloj. 12:22 am.
-¿Quieres un
cigarrillo?-
Acepté sin
palabras, al momento en que echaba de nuevo un vistazo a los otros ancianos.
Todos tomaban la misma cerveza que el hombre sentado a mi lado, por lo que
asumí que había una oferta especial. Quizás un dos por uno, o algo así.
Una mujer
hermosa de aproximadamente 60 años, se sentó a mi lado derecho, y al notar que
tenía el cigarrillo en la mano, prendió su encendedor y lo acercó a mi boca.
Asentí con una
leve sonrisa. Aquella señora no dijo palabra alguna, pero el bartender destapó
una cerveza, la sirvió en un vaso, y la acercó a su lado.
Levanté mi vaso,
y ofrecí un brindis a mis compañeros de insomnio. Ambos respondieron a mi
requerimiento, y el choque de los vidrios resonó en el aire.
Los ojos verdes
de aquella dama, no tenían edad. Su belleza al grado de la sensualidad era
notoria. Sin embargo, el único que parecía notarlo era yo, y ella lo sabía.
Pedí un segundo
trago, y la plática con mis aliados comenzó.
Hablamos de todo
y de nada, de sus vidas y la mía, de la vida y la muerte, del amor y el
desamor, de otros, del poder de la madrugada; y mientras afloraban las frases
espontáneas, las risas hacían lo mismo, generando una energía perfecta.
Nuestra
compinchería era única. Brindamos una y otra vez, hasta que el reloj de pared
marcó las 3 de la mañana, y el cantinero indicó que era hora de partir.
Margaret,
Raymond y yo fuimos a comer algo en un restaurante cercano abierto las 24
horas. Nuestra conversación fue más que interesante.
La noche se hizo
día, el whiskey se convirtió en café, el insomnio se vistió de tranquilidad,
Raymond se transformó en consejos, y ella en una musa digna de inspiración.
La edad es
solamente un pretexto social para limitar nuestras alas. Margaret y Raymond son
mucho más jóvenes que mis amigos, inclusive que yo mismo, que en contadas
ocasiones me siento caduco para vivir nuevas experiencias.
Pasadas las 6 de
la mañana, nos despedimos.
Mi cama me
esperaba ansiosa, y en un abrazo nos fundimos hasta las 8:30 am, hora en la que
el timbre de mi casa replicó incesante.
Mis pastillas
para dormir habían arribado, aunque ahora, prefiero pasar mis desveladas
madrugadas en compañía de mis nuevos viejos amigos.
Dicen que el licor hace ver a las personas más atractivas. Será verdad?
ResponderEliminar