No se alarmen
ni me ataquen, que no me estoy refiriendo a ninguno de sus niños, ni siquiera a
un niño desconocido, porque estoy hablando de mí.
Mucho lo pensé
antes de titular esta nota, pero después de analizarlo bien, creo que ningún
calificativo se acomoda mejor.
Quiero contarles
un par de acciones violentas a las que niego llamar travesuras de niños, ya que
en ellas iban encerradas la maldad contra bichitos y criaturas vivas que aunque
pequeñas o repugnantes no dejaban de ser vidas.
Cuando tenía aproximadamente
9 años, nos juntábamos con amiguitos en el patio del colegio y buscábamos hormigueros,
los que suelen lucir como pequeños volcancitos con un agujero en la cima por
donde entran y salen los invertebrados insectos. Luego tomábamos una ramita
larga, prendíamos con una candela la punta inferior, la misma que introducíamos
al agujero, a sabiendas de la calamidad interna que causábamos. Dentro del hormiguero había un incendio y una bocanada de humo que ahogaba los pequeños de ocho patas.
Lo peor de todo,
cuando lo recuerdo hoy, es que en ese momento yo lo disfrutaba. No sé si los
niños son crueles, no puedo hablar por otros, pero yo, era un hijo de puta.
Al pensar en
esta horrible barbarie cometida con sevicia, me doy cuenta de mi maldad
infantil y me avergüenzo de ella. Quemé hormigas emulando a un ignorante representante
de la iglesia católica en los siglos 12 y 13, tal como si ellas fueran mujeres
sabias interesadas en el conocimiento. La inquisición en aquellos hormigueros
era una barbarie completa.
Además de
aquellos crueles asesinatos, mis acciones despiadadas llegaban también a las
cucarachas. Recuerdo que teniendo unos 10 años me paraba levemente sobre estos
insectos desagradables, para que no murieran inmediatamente. Al sentirse herida,
la cucaracha daba media vuelta y se posaba patas arriba, y yo, sin la menor compasión,
tomaba unos fósforos y quemaba sus antenas y sus patas hasta que se
chamuscaran.
Lógicamente el
pobre insecto vibraba del dolor, mientras yo me refugiaba en el placer. Al
pensarlo no puedo evitar decir en voz alta que era un gran hijo de puta.
Otra de mis
víctimas mortales eran las babosas. Ignoro quién me dijo que al echarles sal
estas se derretían. Junto a otros compañeros de mi edad, torturábamos los inocentes
moluscos rastreros hasta que sucumbían a nuestra maldad.
No sé por qué
los niños pueden ser tan crueles. Quizás es porque a esa edad uno no tiene conciencia
del valor de la vida, tal vez porque mis padres nunca se dieron cuenta de mi
maldad en contra de ellos, y por eso no me dieron las palmadas que merecía.
Hoy en día no
soy capaz ni de pararme en el pasto, para no hacerle daño a las flores que allí
crecen. Si tengo que matar un mosquito lo hago de un golpe seco para que no
sufra. He visto cucarachas en la calle que pasan cerca de mis zapatos, y prefiero voltear mi vista hacia otra parte que posar mi suela y acabar sus
vidas.
Esta nota no es
una forma de hacer catarsis, no. Es una forma de declararme culpable e hijo de
puta por los crímenes cometidos. De verdad les cuento que me arrepiento de esa
maldad en contra de seres inocentes.
Creo que es
importante hablar con nuestros niños y generarles un sentido de responsabilidad
con la vida en todos sus niveles.
Que en paz
descansen los bichitos que maté.