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lunes, 7 de marzo de 2016

Un niño hijo de puta


No se alarmen ni me ataquen, que no me estoy refiriendo a ninguno de sus niños, ni siquiera a un niño desconocido, porque estoy hablando de mí.

Mucho lo pensé antes de titular esta nota, pero después de analizarlo bien, creo que ningún calificativo se acomoda mejor.

Quiero contarles un par de acciones violentas a las que niego llamar travesuras de niños, ya que en ellas iban encerradas la maldad contra bichitos y criaturas vivas que aunque pequeñas o repugnantes no dejaban de ser vidas.

Cuando tenía aproximadamente 9 años, nos juntábamos con amiguitos en el patio del colegio y buscábamos hormigueros, los que suelen lucir como pequeños volcancitos con un agujero en la cima por donde entran y salen los invertebrados insectos. Luego tomábamos una ramita larga, prendíamos con una candela la punta inferior, la misma que introducíamos al agujero, a sabiendas de la calamidad interna que causábamos. Dentro del hormiguero había un incendio y una bocanada de humo que ahogaba los pequeños de ocho patas.

Lo peor de todo, cuando lo recuerdo hoy, es que en ese momento yo lo disfrutaba. No sé si los niños son crueles, no puedo hablar por otros, pero yo, era un hijo de puta.

Al pensar en esta horrible barbarie cometida con sevicia, me doy cuenta de mi maldad infantil y me avergüenzo de ella. Quemé hormigas emulando a un ignorante representante de la iglesia católica en los siglos 12 y 13, tal como si ellas fueran mujeres sabias interesadas en el conocimiento. La inquisición en aquellos hormigueros era una barbarie completa.

Además de aquellos crueles asesinatos, mis acciones despiadadas llegaban también a las cucarachas. Recuerdo que teniendo unos 10 años me paraba levemente sobre estos insectos desagradables, para que no murieran inmediatamente. Al sentirse herida, la cucaracha daba media vuelta y se posaba patas arriba, y yo, sin la menor compasión, tomaba unos fósforos y quemaba sus antenas y sus patas hasta que se chamuscaran.

Lógicamente el pobre insecto vibraba del dolor, mientras yo me refugiaba en el placer. Al pensarlo no puedo evitar decir en voz alta que era un gran hijo de puta.

Otra de mis víctimas mortales eran las babosas. Ignoro quién me dijo que al echarles sal estas se derretían. Junto a otros compañeros de mi edad, torturábamos los inocentes moluscos rastreros hasta que sucumbían a nuestra maldad.

No sé por qué los niños pueden ser tan crueles. Quizás es porque a esa edad uno no tiene conciencia del valor de la vida, tal vez porque mis padres nunca se dieron cuenta de mi maldad en contra de ellos, y por eso no me dieron las palmadas que merecía.

Hoy en día no soy capaz ni de pararme en el pasto, para no hacerle daño a las flores que allí crecen. Si tengo que matar un mosquito lo hago de un golpe seco para que no sufra. He visto cucarachas en la calle que pasan cerca de mis zapatos, y prefiero voltear mi vista hacia otra parte que posar mi suela y acabar sus vidas.

Esta nota no es una forma de hacer catarsis, no. Es una forma de declararme culpable e hijo de puta por los crímenes cometidos. De verdad les cuento que me arrepiento de esa maldad en contra de seres inocentes.

Creo que es importante hablar con nuestros niños y generarles un sentido de responsabilidad con la vida en todos sus niveles.

Que en paz descansen los bichitos que maté.