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miércoles, 29 de julio de 2015

El apretón de manos que no quiero dar


Mi estómago comienza a rugir como león en celo, anunciando lo que presiento: Tengo un hambre bárbara.

Suspendo temporalmente mi trabajo, y con motivación profunda saco de mi lonchera negra, mi vasija de cristal con la comida preparada; luego  me dispongo a calentarla en el horno microondas que se posa en la pequeña cocina pirata que tenemos en nuestro piso.

Mientras mi cena da vueltas dentro del electrodoméstico, mis tripas giran de igual manera, sabiendo que en pocos minutos serán atendidas como reinas.

Me sirvo un vaso de agua fría, y me siento en mi escritorio para saborear un buen plato de espagueti con pollo en salsa de champiñones.

Disfruto cada bocado al máximo como si no hubiera comido en mucho tiempo. Una vez finalizada la función gastronómica, busco mi cepillo de dientes y me dirijo al baño aún con la boca untada de salsa.

Me tomo mi tiempo para limpiarme y cepillarme. En ese momento entra uno de los guardias de seguridad del edifico en el que trabajo, y me saluda cordialmente. Aquel hombre y yo hablamos constantemente en los pasillos, y siempre que llego a mi trabajo nos saludamos con un buen apretón de manos, al igual que cuando me marcho a casa.

El hombre (apurado por una necesidad fisiológica que entiendo perfectamente), va directo al orinal que se encuentra al final del baño, y sacia su apuro. Luego da media vuelta y sin tocar ninguno de los tres lavamanos, se marcha muy tranquilo y sonriente.

En ese momento se viene a mi mente cada una de las 1356 veces en que he estrechado sus manos, quizás meadas o por lo menos salpicadas con sus orines. No lo puedo evitar: siento un asco intenso.

Como si fuera yo el que acaba de expulsar su líquido, me lavo las manos una y otra vez, al momento en que tomo una decisión que no quebrantaré: No volveré a saludar de mano a aquel cochino y sucio sujeto.

Regreso a mi oficina y sigo trabajando. Las horas pasan y olvido lo sucedido. Mi jornada laboral llega entonces a su fin, y me dispongo a marcharme a casa, con un solo objetivo: Dormir.

Salgo del edificio en total soledad. Camino hacia mi auto y lo prendo. Luego alguien toca mi ventana. Miro y es precisamente el guardia de seguridad.

-Se te cayeron las gafas-, me dice mientras con una risa de oreja a oreja me mira.

-Gracias, no me di cuenta-, le digo, y sin saber por qué al momento en que las recibo, estiro mi mano y le aprieto nuevamente la suya.

Luego me doy cuenta de lo que hice, y sin remedio emprendo mi camino hacia el lavamanos de mi casa.

Moraleja: Llevaré en mi bolsillo un frasquito de desinfectante de ahora en adelante, pues nunca se sabe quien no se lava las manos.

lunes, 27 de julio de 2015

Casi me matan.

Llegamos a una sala de cine en Miami. Hemos comprado dos perros calientes y una coca-cola enorme, fuera de uno que otro chocolate para endulzar la película. 

Entramos al salon unos quince minutos antes de que comience la función, tiempo en el que aprovechamos para saborear las salchichas calientes. El salón está casi lleno, pues la cinta que veremos 'The Vatican Tapes', lleva solo dos días en cartelera, e imagino que genera mucha curiosidad.

Sé de antemano que se trata de un exorcismo especial grabado por el Vaticano en una ciudad de Estados Unidos. El tema me apasiona, por lo que aquel título fue mi primera opción.

Comienzan entonces a pasar en la enorme pantalla los trailers de los estrenos que vienen, así como las advertencias de apagar los celulares, y alguna publicidad con mensajes subliminales (que nunca faltan).

De un momento a otro, entra al teatro un hombre de unos cuarenta años aproximadamente. Mira a todos los lados, creo que buscando una silla desocupada. Pasa por unas filas donde bien pudiera posar su trasero, pero no lo hace, y sigue analizando todo a su alrededor, al igual que yo.

Aquel extraño, que viene sin compañía, se nota un poco nervioso. Al pasar por mi lado, nuestras miradas se encuentran sin generar gesto alguno. Lo analizo con rapidez, pero no puedo leerlo en absoluto. Luego, el hombre se sienta en la primera silla justo detrás de mi.

No trae un refresco, o papitas fritas, chocolates, chicles, palomitas de maíz, ni nada para comer. Tiene una camisa blanca por fuera del pantalón, y una chaqueta negra en su mano.

Volteó mi cabeza y verifico que está sentado a mi espalda en la esquina derecha. Inmediatamente comienzo a ser víctima de la paranoia que me agobia desde hace tantos años. 


-¿Por qué se sienta a la orilla, como si fuera a escaper después?
-¿Por qué viene solo al cine, y qué guardará bajo su camisa gigante o su chaqueta?
-¿Y qué tal que sea un chiflado que en la mitad de la función saque una pistola y comience a disparar indiscriminadamente y masacre a esta gente?

Y es que vivimos en un mundo donde lamentablemente es normal que cualquier fanático suicida emprenda su rebeldía ignorante en contra de un grupo cualquiera. Hace solamente unos días un demente entró a una sala de cine en Luisina, (EEUU), y desenfundó su arma contra los inocentes espectadores, asesinando a dos personas y dejando heridas a nueve más. ¿La razón? Desconocida hasta ahora, y quizás por siempre.

Como aquel loco asesino, hay muchos casos similares por doquier. 
Tiroteo en un supermercado, balacera en una escuela, masacre en una oficina, bomba en una competencia deportiva, muertos en un centro commercial, disparos en el cine. Así que mi paranoia con el vecino de atrás esta bien justificada.

Comencé entonces a sentir en mi espalda un frío constante, nerviosismo puro, inseguridad y miedo que aquel desconocido fuera un fanático religioso que mataría a los que más pudiera, comenzando con nosotros, quienes estábamos más cerca a él.

Mientras comenzaba la película, mi mente había ya creado cada supuesto escenario en el supuesto tiroteo.

-Tenemos que irnos-, indiqué a mi hermosa compañía, explicándole en voz baja mis temores imaginarios.

30 segundos después partíamos de aquella sala pues yo no tenía tranquilidad para quedarme allí una hora larga mientras pensaba lo que aquel hombre pudiera hacer.

-¿Y si nos sentamos en otras sillas?-, me propuso mi pareja, mientras terminaba de comerse su perro lleno de mostaza.

30 segundo después volvíamos a entrar a la sala en cuestión, y yo me sentía un completo suicida por hacerlo. Pasamos entonces muy cerca del sujeto, y observé en él una nueva faceta. Nos volvimos a mirar a los ojos, pero esta vez nos sonrió al pasar a su lado.

Mi intranquilidad mermó considerablemente, pero aún así optamos por sentarnos en la última fila del teatro. Observé todas las salidas de emergencia, y planeé en mi cabeza dos o tres fugas, en caso de que el 'villano' se pusiera de pie e intentara disparar. Pero por suerte no fue así.

Confieso que no tuve tranquilidad plena durante la hora larga que estuvimos allí, y que la paranoia jamás me ha abandonado como lo pensé una vez. También admito que la película no me gustó, ni disfruté mi perro caliente. Por último siento que pasará mucho tiempo antes de que regrese a una sala de cine.


¿Será mucho pedir que instauren en todas las salas de cine del mundo detector de armas?






viernes, 17 de julio de 2015

La noche: Mierda y paraíso.

Su nombre no importa, tampoco su edad, su nacionalidad, y mucho menos su credo. Lo importante de su historia es que son las 2 de la mañana de un sábado cualquiera, y ella está tirada en un andén, sin comer, abandonada y sin saber qué le traerá la madrugada.

A su alrededor suceden cientos de cosas. Decenas de personas pasan a su lado sin notarla. Las discotecas y bares que se apuestan en la misma calle donde ella yace, hacen que su acera esté abarrotada por borrachines y contentos transeúntes a los que la noche ha tratado con alegría (así sea la que emana el etanol).

Un restaurante conocido de la ciudad se vislumbra en la esquina. En él no cabe ni una sola persona, porque todos quieren comer algo antes de subirse a sus carros y emprender el camino de regreso a casa.

La música, proveniente de los sitios de entretenimiento, suena fuerte en la calle. No sé si ella logra escucharla, o está tan absorta en su delirio, que ni siquiera capta la realidad que la rodea.

Agentes de la policía también se posan a su lado. Los uniformados controlan que la humanidad que divaga de arriba a abajo, no forme problemas, o conduzca bajo estado de ebriedad. Una pareja ardiente, se besa con pasión frente a sus propias narices. Dudo que sus hormonas en ebullición hayan dejado espacio para que sus ojos la contemplen allí tirada.

Y mientras la vida continúa para algunos como paraíso de cuento, la de ella parece detenerse en la nada. Su cara sucia y sus ojos tristes reflejan el mundo dual en que todos estamos viviendo.

Sin expresión facial alguna, ella posa su mirada perdida en el aire. Nadie se le acerca, es más, nadie la ve, y si lo hacen, es ignorada por completo.

Quizás muchos piensen que es tan sola otra indigente en nuestras calles (que pueden ser tus calles); tal vez sea vista como una loca sin remedio que por sus malas acciones ha terminado en la calle (supongo que es posible); pero a la vez, analizo que sin importar su pasado, el presente no se puede ocultar: está sufriendo en medio de todos, y pocos hacen algo por ayudarla.

Su nombre es irrelevante, también su edad, color de piel, afinidad sexual o religiosa. Lo importante es que ella representa a la población que poco importa a esta sociedad llena de carencias, y ávida de protagonismo.

Por cierto, se llama Laura. 

Orinar: Un éxtasis como pocos.


Manejo rumbo a mi oficina. Son las dos de la tarde y el tráfico se torna desesperantemente despacioso. A pesar de que vivo a solamente una canción de distancia, esta vez pareciera que la voz de Fito Páez que me acompaña, logrará cantar un poco más.

Bebo lo que queda en mi botella con agua, y me dispongo a escuchar la sinfonía de pitos que suenan por las cuatro puntas, presagiando las trompetas apocalípticas de las que tanto habla mi abuela. Miro entonces al firmamento pero no veo ningún ángel regordete bajando, mientras anuncia el final de los tiempos con su bocina babeada.

-Tranquilo Fito, nos salvamos-, le digo al loco músico, mientras comienzo a sentir unas enormes ganas de orinar.

Y es que aún estoy tomando antibióticos debido a la faringitis que me atacó el fin de semana, y he bebido agua como nunca antes, ya que tengo la garganta reseca y la voz a medio volumen. Recuerdo que tuve ganas de ir al baño antes de salir de casa, pero olvido el por qué no descargué mis riñones una vez sentí aquel deseo.

Nuevos pitos atormentan mis oídos. Ahora estoy metido en un fuerte trancón, donde no logro avanzar ni un centímetro, y el desespero proveniente de mi vejiga agobia cada segundo.

Comienzo entonces a respirar profundo, pero las ganas de orinar son mucho más fuertes que mis inhalaciones.

-Puedes aguantarte, puedes aguantarte, puedes aguantarte-, me repito como mantra, mientras veo con alegría que el auto de adelante comienza a moverse un poco.

Analizo con rapidez mi próximo movimiento. Me devuelvo a casa o sigo a la oficina. Estoy precisamente en la mitad del camino, pero creo que la vía más certera a un baño es la de mi trabajo. Con velocidad logró pasar un semáforo pálido y amarillo, y hago un giro semi peligroso con tal de evitar un nuevo trancón que posiblemente produzca un incidente en mi cojinería.

-Mierda, ¿por qué no oriné en mi casa?-, le pregunto a Fito, pero a él poco le interesan mis desechos nitrogenados, porque de lo contario ya hubiese escrito una canción donde sus órganos secretores se desahoguen al lado del camino.

Nuevamente una luz en rojo me detiene. Aprieto cada músculo de mi cuerpo, comenzando con los de mi mandíbula, y terminando en los más recónditos e insospechados.

Poso una pierna sobre la otra, mientras respiro con profundidad, tal como si fuera un yogui indú que puede controlar su cuerpo con solo un pensamiento de pasividad. Pero la verdad es que de gurú de meditación no tengo ni un pelo, y que por más que quisiera, no puedo evitar este sentimiento horrible.

-La boca me sabe a champaña Fito-, le digo a mi único confidente en ese momento, pero tal como lo esperaba, el argentino desconocido sigue inmerso en sus pataletas rebeldes contra el sistema organizado y la sociedad.

Una gota de sudor baja por mi frente. Subo el aire acondicionado mientras me doy ánimos diciéndome mentalmente que estoy a solo dos cuadras de mi edificio.

Vaticino entonces el proceso de parqueo, donde tengo que entrar al edificio y buscar un puesto que casi siempre es complicado de encontrar. Es viernes y a esta hora voy a tardar al menos cinco minutos en encontrar un huequito para dejar mi carro, y en esos cinco minutos me habré mojado sobre mi jean viejo, y habré fracasado en mi intento de alcanzar la meta anhelada.

Sin pensarlo demasiado, omito entrar al parqueadero, y me estaciono justo en frente de la puerta principal de mi edificio. Bajo apresurado, mientras sostengo con rigidez las primeras gotas que luchan por salir.

-No te puedes aparcar ahí-, me dice un guardia de seguridad con cara de enojo.

-Es solo un minuto-, le contesto con el rostro descompuesto. –Solamente dejaré algo y regreso a parquear debidamente-, aduzco, mientras sigo con paso firme.

-Si te lo levantan estás advertido-, vuelve a indicar.

Lo miro a los ojos, y no le digo nada. En este momento de desespero lo que menos me importa es que se lleven el auto, o me pongan un tiquete de tránsito. Lo único que quiero con el alma es orinar. Tan sencillo como eso.

Apresuro mi paso, pero al pasar por los elevadores tengo la mala suerte de encontrarme con uno de los ejecutivos de la empresa.

-Hola Héctor-, me saluda de mano, y me dice que aprovechando que nos encontramos quiere preguntarme sobre un asunto laboral que le preocupa.

Le sonrío con ganas de estrangularlo. El hombre sigue su conversación, pero al sentir que no aguantaré ni un segundo más, lo interrumpo y le digo que es urgente que vaya al baño.

-Dame dos minutos y regreso para que hablemos, por favor-, argumento.

Asumiendo que me orino, se despide y me dice que le llame más tarde.

Me faltan solo unos cuantos metros para llegar a mi destino final. Sacando fuerzas de donde no las tengo, corro el último tramo, y abro esa puerta con ansiedad.

Al final del cuarto veo con desespero un orinal que me llama con mi propio nombre. Me acerco a él y en ese momento logro una conexión divina con el más allá.

Mientras orino, siento que el espíritu regresa a mi cuerpo. La felicidad me embriaga, y los sentidos se avivan. Todo es diferente. El mundo luce mejor, y los colores son más vivos que antes. Me sumerjo en el éxtasis provocado por el descanso de mi cuerpo. Termino con un escalofrío indescriptible.

Luego me lavo las manos y la cara, y doy gracias al cielo por aquel hermoso momento de gloria y placer.

Mi respiración se normaliza, y mis ideas son claras y brillantes; tan brillantes como el aviso naranja pegado en el vidrio de mi carro, advirtiéndome que no puedo dejarlo desatendido.

martes, 14 de julio de 2015

Camila no me deja dormir

Camila no me deja dormir. Hace tres días que llegué al hospital enfermo de faringitis, y desde el primer momento en que pisé mi cuarto, escuché sus lamentos profundos. El quejido proveniente de su alma, sumado a su tono de voz, logró que en mi mente se formara su descripción física, -exactamente como lo hago al hablar con alguien telefónicamente-.

Según mi percepción errada, Camila tiene alrededor de 40 años, es una mujer latina, flacuchenta, de cabello largo y de facciones bruscas. Ha tenido varias relaciones sentimentales serias, pero hasta ahora no ha podido encontrar el amor de su vida. Vive con sus 2 gatos en una casa pequeña y colorida. Anhela con todo su ser poder sobresalir en sus clases de violín y llegar a formar parte de la filarmónica de su ciudad, pero lamentablemente su poco oído artístico se lo impide.

No sé qué medicinas le estén suministrando, pero creo que no están dando resultado, pues Camila no cesa de susurrar. Sé que está muy cerquita de mi habitación, ya que el eco de su voz llega a mi cama con mucha rapidez. Incluso puedo atreverme a decir que es la paciente que está en el cuarto de al lado, o uno más allá. (A no ser que estos pasillos tengan una acústica digna de teatro de capital).

Por mi parte, mi medicina me ha sedado por momentos, además el antibiótico constante que las enfermeras inducen en mis venas, me ha provocado que me sienta débil y cansado. Mi rostro se ha tornado amarillo, al igual que mis brazos y piernas. Creo que mis glóbulos rojos han decidido emprender un viaje hacia nuevos horizontes.

Intento cerrar los ojos y fundirme en un sueño necesario, pero Camila no me deja dormir. Sigue aullando como loba enferma en noche de luna.

Pregunto a la enfermera qué es lo que sucede con ella, y en confianza y secreto, la joven que disfruta sacándome sangre y torturando mi vena, me dice que Camila es una paciente con cáncer. La especialista en salud aduce que el piso en el que me encuentro es además parte del pasillo de oncología, y es por tal razón que Camila y otros pacientes vecinos vociferan su pena sin descanso.

-Es uno de los pisos más tristes del hospital-, indica con voz quebrantada mi enfermera, quien me ha confundido con su mejor amigo y cada vez que entra a mi habitación me cuenta sin piedad sus tormentos.

-Desde anoche está la familia de Camila con ella, ya que está en sus últimos momentos de vida-, vuelve a decir la mujer, contándome además que Camila tiene tan solo 34 años, y es madre de dos niñas pequeñas.

Le pregunto más por la vida de Camila, intentando poder sentir más cercanía que los simples ruidos de su dolor y los pocos metros que nos separan. Me entero que la mujer es una profesora de escuela, y que es una mujer dulce que llora constantemente diciendo que no quiere dejar a sus hijas.

Un nudo en la garganta invade el resto de mi día. Por mi puerta entreabierta logro ver la imagen de las dos niñas que llegan a despedirse de Camila, junto a varios adultos que no reconozco, ya que la enfermera no tuvo la cortesía de hablarme de ellos.

Lloro en silencio por la suerte de ella y la de otros pacientes que consumen sus horas en la soledad de un edificio como este. Sé que mi enfermedad es pasajera, y agradezco al universo por ella, y por la oportunidad de analizar mi sendero, mi presente y tantas aristas más de mi existencia.

Intento dormir nuevamente, pero gritos en el pasillo alertan mis neuronas. No dudo lo que sucede, y solo puedo sentir tristeza por la suerte de mi vecina de piso, y de su familia.

La noche llega nuevamente por la ventana de mi hospital. El silencio es inmenso en estas cuatro paredes. Extraño con vehemencia el quejido de Camila, pero estoy consciente que descansa en un buen sitio.

Camila no me deja dormir.

miércoles, 8 de julio de 2015

Asperger... un bicho raro en mi sopa.


Siempre me he distinguido por ser un tipo torpe, olvidadizo, hiperactivo, con poca participación en grupos, y de escasos amigos. La verdad es que desde que tengo memoria me ha, no solo incomodado, sino además costado trabajo, socializar en grupos, y es por tal razón que es muy común encontrarme en sitios públicos rodeado de todos pero solo.

Siento que muchas veces cuando las personas se reúnen en conjuntos determinados, se pierde la consciencia personal y se adopta de manera errónea una mentalidad colectiva de la que difiero la mayoría de las veces. La mente del grupo comienza entonces a asumir roles concretos, incluso en contravía de lo que sus participantes piensan cuando son elementos singulares, pero las ganas de ‘ser parte de’, y de ‘figurar’ son tan fuertes, que terminamos aceptando cánones impuestos por otros, solamente para no quedar por fuera.

No tengo, ni nunca he tenido ningún problema con compartir mi tiempo con una persona, incluso dos; pero cuando ya las multitudes son más de tres, algo dentro de mí comienza a flaquear y sin darme cuenta me quedo sin pertenecer a las conversaciones, grupos, o colectividades externas.

Entiendo que este comportamiento que emano constantemente y desde que era un niño, no es realizado adrede. Yo quisiera lograr ser parte de algunos grupos, de actividades en conjunto, de colectividades en las que me sienta a gusto; pero no ha sido posible hasta ahora encontrarlas, y dudo que suceda eventualmente.

Incluso cuando era un niño, no lograba asociarme bien con otros de mi edad, ya que ni siquiera hacía un esfuerzo por hacerme comprender.

Recuerdo ahora que me demoré para hablar más de lo habitual. Mis tres hermanas lograron conversar como loritas cuando tenían un poco más de un año, pero este no fue mi caso. Tampoco lo hice a mis dos años, ni siquiera a los tres. Siendo sincero, vine a darme a entender un poco (solo un poco), a los cinco años.

Mi familia todavía recuerda con humor que en vez de decir ‘periódico’, decía ‘perióchodo’, ‘teléncono por teléfono’, ‘Alenca por Ángela’, y así muchas otras palabras de nuestro hermoso idioma que yo torturaba al igual que lo hacía con los oídos de quienes tenían que aguantarme la conversación en chino. (O de quienes leen esto a su antojo masoquista).

Para completar, soy zurdo de nacimiento, y cuando estaba en kínder y me sacaban a la pizarra a escribir las vocales con una tiza, tenía un gran problema.

Imagínense que me tocaba escribir de izquierda a derecha (como todos lo hacemos), pero mientras yo lo hacía, iba borrando con mi antebrazo lo escrito. Así que cuando ya acababa con la ‘u’, las otras cuatro vocales estaban tatuadas con tiza en mi brazo, y en el tablero no había nada. Las risas de los compañeritos de clase no se dejaban esperar, incluso las de la mujer que me enseñaba, y de la quien jamás olvidaré sus carcajadas llenas de burla y babas chorreando por su mentón.

Pensando que esto pasaría exactamente en mi cuaderno, comencé entonces a escribir de derecha a izquierda, algo como (amim em ámam im). ¿Entendieron?

Creo que escribí así por tanto tiempo que incluso hoy en día, cuando leo lo que escribo diariamente en mis cuadernos (porque tomo notas de mis ideas y locuras diversas), puedo encontrar frases escritas de derecha a izquierda, y no me doy cuenta del momento en que las escribí.

Por otro lado, y para agregarle más leña al fuego, desde pequeño me he sentido incómodo hablando ante multitudes. Lo peor de todo es que debido a mi trabajo, es constante este accionar que no me gusta. Por ejemplo, cuando hablo del libro en lanzamientos y veo salones abarrotados de personas que van buenamente a apoyarme, me entra un nerviosismo que hoy ya he aprendido a manejar de manera decente, y aunque el sentimiento es el mismo, por lo menos muchos no lo llegan a notar.

Ahora bien, ¿a qué viene toda esta retahíla que estoy escribiendo?

No hace mucho tiempo, hablé con un médico amigo sobre mi comportamiento común para mí, pero diferente para la mayoría, y me sugirió que visitara un neurólogo porque veía en mí, rasgos de autismo.

Reí y pensé: (Claro, eso lo explica todo). Le pregunté a mi amigo especialista que si era relevante darme cuenta a los 38 años de mi vida si tengo o no autismo, ya que realmente no sentía que tener una detección de este trastorno neurológico fuera a cambiar lo que ya es parte de mí.

Ante la insistencia de mi amigo, accedí a visitar al especialista quien tras varios exámenes dio su veredicto:

-Tenés ‘Asperger’-, me dijo con seriedad, como si fuese una enfermedad terminal que me mataría en las próximas horas.

-Valiente pendejada-, pensé de nuevo, asumiendo de manera oficial lo que ya todos sabíamos.

-Ahora encima del asma, mi delirio de persecución, la miopía, mis alergias, el insomnio atormentador, y mi dolor de pantorrillas severo, también tengo asperger-, le conté a mi madre por teléfono, mientras ella se preocupaba, y me hacía la pregunta normal que haría cada madre:

-¿Todavía no podés dormir?-

El hecho es de que con asperger o sin él, mi vida sigue su rumbo, y no voy a justificar mis errores o fracasos en dictámenes que pueden estar tan equivocados como este blog.

 

viernes, 3 de julio de 2015

Renuncio esta mañana.

Salgo de mi casa sin rumbo alguno. Mi único objetivo esta mañana es patear piedritas en la calle, por eso camino alrededor de mi edificio, aprovechando que tengo algunos minutos para mí, y que el sol me acompaña.

He decidido dejar el celular en mi apartamento y salir sin ataduras. Una vez en la calle, me siento totalmente libre. Nadie me podrá localizar ahora. No estaré leyendo mensajes de texto, correos, tuits o noticias. Ahora estoy yo solo, (sin ser esclavo de mi teléfono al menos por algunos minutos).

Respiro con profundidad el día. Los autos pasan a mi lado con ligereza, y me doy cuenta que nadie  camina por estas calles. Pienso entonces, que el mundo a mi alrededor se mueve con prisa, y todos se sumergen inconscientemente en una cotidianidad émula de película de robots. 

Las hojas secas se esparcen sobre las aceras, alfombrando mi paso lento y despreocupado. Las pateo también, pero no con furia o con fuerza. Solo las muevo con mi zapatilla azul vieja y sucia, al igual que muevo con mis tenis algunos pedazos de raíz que se han desprendido de su cimiento.

Un avión pasa sobre mi cabeza muy bajito, reflejándose en uno de los enormes edificios de cristal que se posa en la mitad de la ciudad. 
-¿A dónde irán esas personas? ¿Cuántos estarán allí asustados como me pasa a mí cada vez que viajo?

Miro entonces al cielo y doy gracias por estar en tierra. 

En horas de la mañana falleció alguien conocido, y son momentos como estos los que lamentablemente sacuden mi cotidianidad robótica y me llevan a caminar sin rumbo fijo pateando piedritas. No voy a escribir sobre aquel hombre ahora, ni sobre su familia, o sobre el significado de la muerte o la vida. En este momento solo quiero sentarme a observar el firmamento, a disfrutar una buena taza de café, a afinar mi guitarra, a abrazar mi soledad y decirle que la quiero. 

La vida es corta. Eso lo tengo claro. No vale la pena amargarnos tanto, sufrir tanto, analizar el futuro tanto, vivir en piloto automático durante tantos años. Quiero cambiar mi ruta de vida. Quizás necesito mayor libertad. Quizás es hora de buscar nuevos rumbos. De cambiar de trabajo. De patear más piedritas en la calle. De cancelar mi celular y dedicarme a lo que realmente me hace feliz: vivir conscientemente. 


Buen viaje y buen reencuentro.

jueves, 2 de julio de 2015

Soy un mal pirata

Nunca pude llenar ningún álbum de ‘monitas’ o ‘laminitas’ tan acostumbrados cuando era un niño. Recuerdo con nostalgia que durante mis años de impúber, tenía el álbum de Superman, también uno de animales, de autos, otro de los pitufos, y el famoso álbum del mundial Italia 90.

Comenzaba a llenarlos con una gran ilusión, y pasaba horas intercambiando ‘monitas’ repetidas con otros niños en el colegio, en el parque, y en cualquier esquina. Conseguir una figurita que no tenía me llenaba de alegría y satisfacción, pero por más que intentaba, jamás pude llenar ninguno de ellos.

Es difícil olvidar que en el álbum del mundial italiano invertí mucho tiempo y dinero para llenarlo, ya que era mi primera competición del deporte rey, y me pudo más la afición que el bolsillo. Solamente me faltó una ‘monita’ para llenar tal libro de jugadores y escudos. La busqué por todas partes. Entre los amigos, en los puestos de revistas callejeros, con desconocidos, pero no tuve la suerte de encontrarla.



La figurita era casi imposible de conseguir, y yo no era el único que la echaba de menos. Mi mejor amigo (mucho más aficionado que yo, y quien ha seguido coleccionando los libros de cada mundial), también la buscaba como loco por todas partes, pero corrió con la misma suerte.

A partir de ese momento decidí no volver a llenar un álbum de nada, ya que la frustración fue más fuerte que la ilusión primera.
Los años fueron pasando y mi gusto por los álbumes logró desaparecer por completo. Primero, porque ya no me generaba la misma alegría, ni curiosidad llenar uno de ellos. Segundo, porque con el paso de las lunas me pareció aburrido estar esclavo de llenar unas páginas con figuras de gente o animalitos que se llenarían de polvo en un rincón de mi casa (en el mejor de los casos), o que terminaría en el bote de la basura como sucedió con todos, a excepción del Panini de Italia 90, que conservo aún entre mis documentos valiosos, y el que he estado a punto de arrojar varias veces.
Solamente dos semanas atrás, y por razones que nunca podré explicarme, conocí a alguien en una reunión de trabajo, y terminamos hablando de la Copa América que se juega por estos días en Chile. Conversamos de fútbol y de su historia, de goles gloriosos, de jugadores emblemáticos, de mundiales pasados, y de la afición ilógica de llenar los famosos álbumes que salen cada cuatro años. Le conté entre risas y ensalada, que me faltó una figurita del mundial de Italia 90, y que nunca pude hallarla.
Creo que aquella persona notó mi latente pesar por jamás haber podido llenar aquel álbum, y rápidamente se interesó en saber cuál jugador era el que me faltaba.
Un día después y de forma sorpresiva, recibí en mi oficina un sobre de manila gigantesco, en el que se encontraba un tesoro que busqué por más de 25 años. Junto a él estaba una nota de aquella persona, en la que me decía que estaba feliz de hacerme llegar aquel jugador tan buscado.

Mis ojos no podían creer lo que veían. Después de muchos años de pesquisa tenía por fin en mis manos la pieza que llenaba el álbum guardado en uno de mis cajones. La figurita estaba intacta, nueva, sin una arruga.
Tomé la monita con suavidad, la olí, le hablé, y saqué con velocidad el álbum en cuestión. Abrí la única página que quedaba con un espacio en blanco, y posé la figura en aquel cuadro vacío, para ver cómo se veía completa.

Sin embargo, no le quité el adhesivo trasero, ni me atreví a pegarla.

Dejé pasar los días, y analicé el significado de aquella ficha clave para llenar el vacío que tengo. Recordé a mi amigo y pensé que su vacío incluso es mayor. Así que tomé una decisión dolorosa. Aquella bella figurita no podría quedarse conmigo, porque realmente mi felicidad generaría un vacío ajeno.

Esta tarde, la figurita ha partido de mis manos. Ahora, viaja rumbo a su destino final. Las manos de mi amigo que tanto la necesita, y que al recibirla notará un cambio en su vida. (Para él, el fútbol lo es todo).
Ahora, he vuelto a guardar el viejo álbum en su cajón habitual, pero esta vez ya no está vacío, pues logró tener entre sus brazos aunque fuese por 10 segundos, a la ficha con camiseta rayada que había anhelado toda su vida.
Creo que soy un mal pirata. Y aunque tenga un parche en el ojo, y casi una mano con un gancho, mi meta no es acaparar tesoros.


Gracias a vos por regalarme aquella valiosa ‘monita’ que genera tanta felicidad.