Manejo rumbo a
mi oficina. Son las dos de la tarde y el tráfico se torna desesperantemente
despacioso. A pesar de que vivo a solamente una canción de distancia, esta vez
pareciera que la voz de Fito Páez que me acompaña, logrará cantar un poco más.
Bebo lo que queda
en mi botella con agua, y me dispongo a escuchar la sinfonía de pitos que suenan
por las cuatro puntas, presagiando las trompetas apocalípticas de las que tanto
habla mi abuela. Miro entonces al firmamento pero no veo ningún ángel regordete
bajando, mientras anuncia el final de los tiempos con su bocina babeada.
-Tranquilo Fito,
nos salvamos-, le digo al loco músico, mientras comienzo a sentir unas enormes
ganas de orinar.
Y es que aún
estoy tomando antibióticos debido a la faringitis que me atacó el fin de
semana, y he bebido agua como nunca antes, ya que tengo la garganta reseca y la
voz a medio volumen. Recuerdo que tuve ganas de ir al baño antes de salir de
casa, pero olvido el por qué no descargué mis riñones una vez sentí aquel
deseo.
Nuevos pitos
atormentan mis oídos. Ahora estoy metido en un fuerte trancón, donde no logro
avanzar ni un centímetro, y el desespero proveniente de mi vejiga agobia cada
segundo.
Comienzo entonces
a respirar profundo, pero las ganas de orinar son mucho más fuertes que mis
inhalaciones.
-Puedes
aguantarte, puedes aguantarte, puedes aguantarte-, me repito como mantra,
mientras veo con alegría que el auto de adelante comienza a moverse un poco.
Analizo con
rapidez mi próximo movimiento. Me devuelvo a casa o sigo a la oficina. Estoy precisamente
en la mitad del camino, pero creo que la vía más certera a un baño es la de mi
trabajo. Con velocidad logró pasar un semáforo pálido y amarillo, y hago un
giro semi peligroso con tal de evitar un nuevo trancón que posiblemente produzca
un incidente en mi cojinería.
-Mierda, ¿por
qué no oriné en mi casa?-, le pregunto a Fito, pero a él poco le interesan mis desechos
nitrogenados, porque de lo contario ya hubiese escrito una canción donde sus
órganos secretores se desahoguen al lado del camino.
Nuevamente una
luz en rojo me detiene. Aprieto cada músculo de mi cuerpo, comenzando con los
de mi mandíbula, y terminando en los más recónditos e insospechados.
Poso una pierna
sobre la otra, mientras respiro con profundidad, tal como si fuera un yogui
indú que puede controlar su cuerpo con solo un pensamiento de pasividad. Pero la
verdad es que de gurú de meditación no tengo ni un pelo, y que por más que
quisiera, no puedo evitar este sentimiento horrible.
-La boca me sabe
a champaña Fito-, le digo a mi único confidente en ese momento, pero tal como
lo esperaba, el argentino desconocido sigue inmerso en sus pataletas rebeldes
contra el sistema organizado y la sociedad.
Una gota de
sudor baja por mi frente. Subo el aire acondicionado mientras me doy ánimos diciéndome
mentalmente que estoy a solo dos cuadras de mi edificio.
Vaticino entonces
el proceso de parqueo, donde tengo que entrar al edificio y buscar un puesto
que casi siempre es complicado de encontrar. Es viernes y a esta hora voy a tardar
al menos cinco minutos en encontrar un huequito para dejar mi carro, y en esos
cinco minutos me habré mojado sobre mi jean viejo, y habré fracasado en mi
intento de alcanzar la meta anhelada.
Sin pensarlo
demasiado, omito entrar al parqueadero, y me estaciono justo en frente de la
puerta principal de mi edificio. Bajo apresurado, mientras sostengo con rigidez
las primeras gotas que luchan por salir.
-No te puedes
aparcar ahí-, me dice un guardia de seguridad con cara de enojo.
-Es solo un
minuto-, le contesto con el rostro descompuesto. –Solamente dejaré algo y
regreso a parquear debidamente-, aduzco, mientras sigo con paso firme.
-Si te lo
levantan estás advertido-, vuelve a indicar.
Lo miro a los
ojos, y no le digo nada. En este momento de desespero lo que menos me importa
es que se lleven el auto, o me pongan un tiquete de tránsito. Lo único que
quiero con el alma es orinar. Tan sencillo como eso.
Apresuro mi paso,
pero al pasar por los elevadores tengo la mala suerte de encontrarme con uno de
los ejecutivos de la empresa.
-Hola Héctor-,
me saluda de mano, y me dice que aprovechando que nos encontramos quiere
preguntarme sobre un asunto laboral que le preocupa.
Le sonrío con
ganas de estrangularlo. El hombre sigue su conversación, pero al sentir que no
aguantaré ni un segundo más, lo interrumpo y le digo que es urgente que vaya al
baño.
-Dame dos minutos
y regreso para que hablemos, por favor-, argumento.
Asumiendo que me
orino, se despide y me dice que le llame más tarde.
Me faltan solo
unos cuantos metros para llegar a mi destino final. Sacando fuerzas de donde no
las tengo, corro el último tramo, y abro esa puerta con ansiedad.
Al final del
cuarto veo con desespero un orinal que me llama con mi propio nombre. Me acerco
a él y en ese momento logro una conexión divina con el más allá.
Mientras orino,
siento que el espíritu regresa a mi cuerpo. La felicidad me embriaga, y los
sentidos se avivan. Todo es diferente. El mundo luce mejor, y los colores son
más vivos que antes. Me sumerjo en el éxtasis provocado por el descanso de mi
cuerpo. Termino con un escalofrío indescriptible.
Luego me lavo
las manos y la cara, y doy gracias al cielo por aquel hermoso momento de gloria
y placer.
Mi respiración se
normaliza, y mis ideas son claras y brillantes; tan brillantes como el aviso naranja
pegado en el vidrio de mi carro, advirtiéndome que no puedo dejarlo desatendido.